sábado, 26 de abril de 2014

Ciclo A - Domingo II de Pascua

27 de abril de 2014 - II DOMINGO DE PASCUA – Ciclo A

                        "Recibid el Espíritu Santo"

   Hechos 2,42-47
   Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles,
en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
   Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que
los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo
tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos,
según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos,
celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios
con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras
día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

   I Pedro 1,3-9
   Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran
misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorrupti-
ble, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo.
   La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a
manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis
que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -
de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego-
llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo
nuestro Señor.
   No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en Él; y
os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de
vuestra fe: vuestra propia salvación.

   Juan 20,19-31
   Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discí-
pulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto
entró Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo:
   -Paz a vosotros.
   Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
   -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
   Y dicho esto exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
   -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
   Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando
vino Jesús y los otros discípulos le decían:
   -Hemos visto al Señor.
   Pero é les contestó:
   -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el
agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
   A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
   -Paz a vosotros.
   Luego dijo a Tomás:
   -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
   Contestó Tomás:
   -­Señor mío y Dios mío!
   Jesús le dijo:
   -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
   Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la
vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es
el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida eterna en su
nombre.

Comentario
   Al final del pasaje evangélico que leemos hoy, S. Juan dice cuál es la
finalidad de su evangelio: "Para que creáis que Jesús es el Mesías". Su
escrito se presenta así, sobre todo en su primera parte, como un "libro de
signos", destinado a suscitar y afianzar la fe. Pero el signo más importante,
y el que confirma a todos los otros, es la resurrección de Jesús. Por eso el
IV evangelio, como todos los otros, le dedica una mayor atención y lo
presenta como el comienzo de una época nueva que da sentido a toda la
historia del mundo.
   De la enorme riqueza de contenido que ofrece el texto, seleccionamos dos
detalles, ambos con ecos en el Antiguo Testamento, que nos ayudarán a captar
el mensaje en su conjunto.
(Para otros aspectos de este mismo texto del Evangelio, pueden verse los
comentarios a los ciclos B y C, pues es una pasaje que se lee todos los
años).
   Después de saludar a los discípulos y mostrarles la manos y los pies,
Jesús "sopló (o exhaló su aliento) sobre ellos". Ese gesto de "exhalar"
recuerda en primer lugar la muerte de Jesús, quien, según Jn 19,30
"reclinando la cabeza, exhaló el espíritu". Subraya así el evangelista la
conexión existente entre la muerte de Jesús, su resurrección y la donación
del Espíritu Santo. "Les da este Espíritu como a través de la heridas de su
crucifixión" (Dominum et vivificantem, 24). Más lejos en el tiempo parece que
puede descubrirse también en ese gesto una alusión al soplo vital que Dios
transmitió al hombre al crearlo. "Le sopló en su nariz aliento de vida y el
hombre se convirtió en ser vivo" (Gen 2,7). Tendríamos así en el evangelio
de hoy un nuevo "acto creador" que el Mesías cumple infundiendo el Espíritu
Santo para dar vida a la "nueva creación" por Él redimida.
   El otro detalle subraya la dimensión liberadora de la resurrección. En
contraste con la Magdalena que va al sepulcro por la mañana temprano, los
discípulos se quedan "en una casa con las puertas cerradas por miedo a los
judíos". El "miedo" de los apóstoles recuerda el del pueblo de Israel en
Egipto mientras se cumplía la acción liberadora de Yaveh para sacarlos del
dominio del Faraón y llevarlos a la tierra prometida(Cfr Ex 12,40-42; 14,10).
Como la de los hebreos en Egipto, la situación de los apóstoles era
insostenible, y es el mismo Cristo quien toma la iniciativa de liberarlos.
Y lo hace no tanto eliminando los obstáculos externos (El no abre las
puertas) cuanto comunicándoles con la donación del Espíritu Santo esa paz,
esa alegría, esa fuerza interior que los llevará hasta los confines del
mundo.
   A través de ellos esa acción liberadora de Cristo se extiende a todos los
hombres puesto que les comunica el poder de perdonar los pecados. El mismo
Jesús había dicho que "quien comete pecado es esclavo" a los judíos que le
preguntaban: "¿Cómo dices tú que vamos a ser libres?" Y luego añadió: "Sólo
si el hijo os da la libertad seréis realmente libres" (Jn 8,34)

Comunidad-familia
   La Palabra de Dios nos presenta hoy la reagrupación de la comunidad de
los discípulos en torno a Cristo resucitado en su fase inicial (3ª. lectura)
y cuando su vida ya se ha afianzado y desarrollado (1ª. lectura). No se trata
sólo de una reconstrucción del grupo de los que creían en Jesús ya antes de
su muerte, de un volver a conquistar lo que ese acontecimiento había
destruido, sino que nace algo nuevo que recupera lo ya existente y lo abre
a nuevas dimensiones hasta entonces insospechadas. En esa misma perspectiva
hemos de ver también el misterio de Nazaret, realidad prepascual que se pro-
yecta también en el tiempo de la Iglesia.
   Una figura clave para entender todo esto es María de Nazaret. "Así pues,
en la economía de la gracia, que se lleva a cabo bajo la acción del Espíritu
Santo, existe una singular correspondencia entre el momento de la encarnación
del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos
momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En
los dos casos su presencia es discreta, pero esencial, indica la vía del
"nacimiento del Espíritu". Así ella que está  presente en el misterio de
Cristo como madre, está por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo,
presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia es una presencia
materna, como indican las palabras pronunciadas en la cruz: Mujer he ahí a
tu hijo; he ahí a tu madre" (R. M. 24).
   Las palabras de Cristo en la cruz que confían a Juan esa "filiación de
sustitución" abren el misterio de Nazaret a su dimensión eclesial en el
tiempo de después de la Pascua, porque reconstruyen en sus líneas esenciales
(maternidad-filiación) la realidad familiar de Nazaret que se basa
precisamente en esas relaciones. Y sólo después de haber puesto las bases de
Esa realidad nueva, Jesús da por cumplida su misión en la tierra: "Sabiendo
Jesús que todo estaba cumplido... " (Jn 19,28). Y anticipando el gesto del
cenáculo exhala el espíritu, sopla el nuevo aliento de vida sobre esa nueva
creación.
   "Las palabras que Jesús pronuncia desde la cruz significan que la
maternidad de quien le ha engendrado alcanza una "nueva" continuidad en la
Iglesia y mediante la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este
modo, ella que, como "llena de gracia" fue introducida en el misterio de
Cristo para ser su madre, es decir, la santa madre de Dios, mediante la
iglesia permanece en ese misterio como la "mujer" designada en el libro del
Génesis (3,15) al principio y en el Apocalipsis (21,1) al final de la
historia de la salvación. Según el eterno deseo de la Providencia divina, la
maternidad divina de María debe extenderse a la Iglesia, como indican las
afirmaciones de la tradición, para las cuales la maternidad de María respecto
a la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto al
Hijo de Dios" (R. M. 24).

   Jesús, cada uno de nosotros
   quiere decirte hoy como el apóstol Tomás:
   "Señor mío y Dios mío".
   Sin haberte visto queremos experimentar
   el gozo inefable y transfigurado
   que comunica la fe.
   Infunde en nosotros, en nuestra comunidad
   y en toda la Iglesia,
   ese espíritu de fuerza
   que rompe las cadenas del miedo
   y libera del pecado,
   para poder ofrecer signos claros
   de tu presencia entre los hombres
   y que así todos glorifiquen al Padre.

Construir la comunidad
   Quien está acostumbrado a leer el evangelio desde Nazaret ve fácilmente
ya en la "nueva familia" construida por Jesús desde la cruz con María y Juan,
el germen de la Iglesia, porque había intuido esa misma realidad en la
familia que Él mismo había formado con María y José.
   El acontecimiento pascual da cumplimiento y hace florecer las esperanzas
de Nazaret y de la cruz. La presencia del resucitado infundiendo el Espíritu
a los suyos, libera a la comunidad de sus miedos, de su desconfianza hacia
el mundo que la rodea y de la falta de fe, para hacerla vivir en la libertad,
en la alegría y en la paz. De esta forma la comunidad empieza a recobrar su
capacidad de testimonio y de acción misionera. Es la Iglesia que vemos
descrita en la 1ª. lectura de hoy: unida y dinámica, llena de vida y de entu-
siasmo.
   En el intento por construir hoy nuestra comunidad, al que nos lleva la
Palabra, hemos de tener muy en cuenta los dos aspectos que ha subrayado
nuestra meditación: la raíz de donde arranca todo, que es la fe en Cristo
resucitado donador del Espíritu Santo, y la constancia (la perseverancia) en
sostener y promover los cuatro pilares de toda comunidad cristiana (1ª.
lectura).
   La escucha de la Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, el
compartir los bienes materiales y de todo tipo, la celebración de la
eucaristía que pone a la comunidad en contacto real con Cristo muerto y
resucitado y la oración, expresión de la alianza con el Dios vivo, han sido
y serán siempre los grandes medios para verificar el camino y promover el
crecimiento de nuestras comunidades.
   El texto de los Hechos de los Apóstoles habla concretamente de
"constancia" y "perseverancia". Una comunidad está siempre en creación. Por
eso no se pueden descuidar esos medios que la vivifican desde la raíz. Cada
vez que la Iglesia ha querido renovarse ha vuelto a esa inspiración
primitiva. En su medida, lo mismo debe hacer también cada comunidad

cristiana.

sábado, 19 de abril de 2014

Ciclo A - Domingo de Pascua

20 de abril de 2014 - DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECION – Ciclo A

"Vio y creyó"

   Hechos 10,34a. 37-43

   En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
   -Hermanos: Vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos,
cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me
refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo,
que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque
Dios estaba con Él.
   Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo
mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos
lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado:
a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección.
   Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo
ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es
unámine: que los que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los
pecados.

   Colosenses 3,1-4

   Hermanos: Ya habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá 
arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes
de arriba, no a los de la tierra.
   Porque habéis muerto; y vuestra vida está en Cristo escondida en Dios.
Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis,
juntamente con Él, en gloria.

   Juan 20,1-9

   El primer día de la semana María Magdalena fue al sepulcro al amanecer,
cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr
y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y
les dijo:
   -Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
   Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían
juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó
primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no
entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio
las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza,
no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llega primero al sepulcro; vio
y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había
de resucitar de entre los muertos.
                       
Comentario

   En el domingo de Pascua se lee el comienzo del cap. 20 de S. Juan. A
través de todo el capítulo encontramos la narración de cómo se va
constituyendo la comunidad con quienes van llegando a la fe en el resucitado.
Examinemos las dos primeras escenas que corresponden al caso de la Magdalena
y al de Pedro y el otro discípulo.

   La anotación cronológica con la que se abre el texto ("El primer día de
la semana") tiene un alto valor simbólico. La semana hebrea recuerda los días
de la creación y culmina con el sábado. El día siguiente abre una fase nueva;
con él estamos en los tiempos nuevos. Pero Juan dice también que era todavía
de noche, sin duda porque la luz de Cristo no había empezado a brillar en el
corazón de los creyentes.

   En contraste con los otros evangelistas, Juan presenta a la Magdalena
sola cuando va al sepulcro, ve la losa quitada y corre a decírselo a los
apóstoles. Pero el plural que usa en el anuncio ("no sabemos dónde lo han
puesto") empalma perfectamente con la tradición de los otros evangelistas que
hablan de varias mujeres. Sea como fuere, en ese primer momento no hay una
expresión de fe, sino una constatación de hechos. Es una constante a través
de todo el cap. 20 de Juan. A la fe no se llega de forma inmediata, el hombre
pone dudas y resistencias. Parece que habría que hablar, como algunos han
hecho, de una fe difícil.

   La segunda escena presenta a Pedro y a otro discípulo (generalmente
identificado con Juan) que reaccionan ante el anuncio de la Magdalena
corriendo hasta el lugar del sepulcro. Como ella también los discípulos están
inquietos, buscan algo.

   El gesto de deferencia de Juan, que llega antes (¿porque era más joven o
porque se sintió más amado pro Jesús?) pone de relieve la figura de Pedro,
del que no se había hablado después de sus negaciones. Pero esa primacía no
le da ningún privilegio en lo que se refiere a la fe personal. De hecho los
dos discípulos constatan los mismos signos, pero sólo de Juan se dice que
"vio y creyó". Es el primero del que se dice que llegó a la fe después de la
resurrección.

   Ningún privilegio tampoco para el discípulo amado que necesita ver para
creer, colocándose en la misma situación en que se encontrar  más adelante
el apóstol Tomás. Y más aún si se tiene en cuenta el reproche del último
versículo del texto: "Hasta entonces no habían entendido la Escritura".

   Se inaugura así el tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia en el que la fe
es suscitada por Dios mediante los signos que han visto los primeros testigos
y es corroborada por lo que dice la Escritura. Es el tiempo de los que, sin
haber visto, creen (Jn 20,29)

                             Jesús de Nazaret

   La convicción interior que supone la fe en el resucitado va creciendo a
medida que se interpretan los signos concretos que los discípulos ven a la
luz de la Escritura y con las pruebas patentes que Cristo ofrece en sus
diversas apariciones. Como vemos en la 1ª. lectura, Pedro proclama en casa del
centurión su fe aduciendo los signos concretos que le han permitido
identificar al resucitado con el Jesús que antes había conocido. "Hemos
comido y bebido con Él después de su resurrección" (Hech 10,39) Esa
constatación de la identidad de Jesús que lo muestra en su dimensión
encarnatoria es fundamental para el testimonio apostólico.

   Si es cierto que Jesús se muestra, también lo es que los discípulos lo
buscan. Es de notar a este propósito que en el evangelio de Juan se subraya
cómo la fe nace de una relación de afecto y amor con Jesús. Se trata de una
relación que compromete a toda la persona. El primero que llega a la fe en
el resucitado es el discípulo que Jesús amaba. Magdalena reconoce a Jesús
cuando se siente llamada por su nombre. Pedro recibe la confirmación de su
misión de pastor sólo después de haber afirmado por tres veces su amor a
Jesús.

   Pero la invitación a la fe tiene también una dimensión comunitaria. Jesús
se aparece a los once en el cenáculo o al borde del lago. Los apóstoles en
seguida comprenden y anuncian que la buena noticia de la resurrección y la
llamada a la fe es para todos los que, mediante su testimonio, pueden creer
sin haber visto. Así nace la Iglesia.

   Rasgos de ese clima de fe naciente los encontramos también cuando los
evangelistas hablan de los primeros años de la vida de Jesús en Nazaret. Los
comentaristas del evangelio se complacen en subrayar la semejanza entre la
búsqueda de María y de José cuando Jesús se queda en el templo de Jerusalén
y la búsqueda de las mujeres y los discípulos el primer día después del
sábado.

   La precipitación de Pedro y Juan en su carrera hacia el sepulcro y la
"angustia" de María y de José al volver a Jerusalén después de la primera
jornada de camino, traducen en un solo gesto la preocupación interior que lleva
a salir, a buscar, a tratar de encontrar... Es el gesto que manifiesta el
amor.

   Pero la fe no se ofrece como recompensa. Sorprende a todos. Por una parte
permanece siempre una zona de oscuridad y de incomprensión, donde el misterio
queda siempre escondido, por otra está la seguridad plena que produce la paz
y la alegría de haber llegado a la verdad, de haber encontrado mucho más de
lo que se buscaba.

   Señor Jesús, vivo y resucitado,
   con María Magdalena, con Pedro y Juan,
   con María y José,
   queremos vivir hoy la búsqueda amorosa
   que enciende la fe.
   La luz de tu resurrección
   hace brillar en nosotros el deseo
   de ir a tu encuentro
   porque reconocemos en el evento
   de tu paso de la muerte a la vida
   la explicación del enigma de nuestra vida
   y de la historia del mundo.
   Ante esta maravilla suprema de Dios
   que es tu resurrección,
   nuestra esperanza, Señor Jesús,
   redobla su fuerza para descubrir tu acción
   en todos los signos de vida que tenemos a nuestro alcance.

                            Celebrar la Pascua

   S. Pablo exhorta a los primeros cristianos a celebrar la Pascua "no con
levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad) sino con los panes ázimos
de la sinceridad y de la verdad" (1Co 5,8). Quizá tengamos en esas palabras
el primer testimonio de la celebración de la Pascua cristiana. Pero aparte de
su valor histórico son de una lógica contundente para la vida concreta del
cristiano.

   La Pascua de Cristo en la que el cristiano es introducido mediante la fe
y el bautismo pone en su vida una radical novedad, que debe llevar a dejar
de lado lo antiguo, es decir, el pecado. S. Pablo lo expresa aludiendo al
rito hebreo que consistía en eliminar de la casa todo pan fermentado, símbolo
de la impureza, para empezar nuevamente el ciclo de la vida cotidiana con una
pan puro, ázimo.

   Celebrar la Pascua en la liturgia se convierte así en un compromiso a
realizarla en el culto de la vida. Es el compromiso de cada eucaristía.

   La levadura de la "malicia" y de la "corrupción", que fermenta, crece y
da sus frutos de muerte, debe ir dejando el sitio a la "sinceridad", a la
"verdad" y demás virtudes cristianas ya que en la Pascua de Cristo hemos sido
hechos "ázimos". Lo que se nos ha dado como regalo debe ir transformando toda
nuestra vida para poderla ofrecer a nuestra vez como don.

   El don es inicialmente luz interior que da la fe para adherirnos con
certeza a la persona de Jesucristo. En cuanto luz interior tiene una
evidencia subjetiva inapelable. Y es a partir de esa fuerza de convicción que
puede construirse poco a poco una existencia que tiende hacia una mayor
claridad y se expresa progresivamente en comportamientos más coherentes.

   La celebración de la Pascua debería hacer cada vez más clara la razón de
nuestra fe y más nítida la coherencia de nuestro obrar. Como un espejo al ser
desempañado, la Pascua de cada año debería devolvernos cada vez más clara la
imagen de nuestro ser cristiano.

viernes, 11 de abril de 2014

Ciclo A - Domingo de Ramos

13 de abril de 2014 - DOMINGO DE RAMOS EN LA PASION DEL SEÑOR

                     "Realmente éste era Hijo de Dios"

Isaías 50,4-7
   Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido,
una palabra de aliento.
   Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
   El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he
echado atrás.
   Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi
barba.
   No oculté el rostro a insultos y salivazos.
   Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso endurecí mi
rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.

Filipenses 2,6-11
   Hermanos: Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de
cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ¡Nombre-sobre-
todo-nombre! de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el
Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es
Señor! para gloria de Dios, Padre.

Comentario
   Como centro de la Palabra de Dios tenemos en este domingo la lectura de
la pasión de Jesús. Esta "memoria de la pasión" debe acompañarnos durante
toda la semana que se abre con el Domingo de Ramos. Escuchar el relato
serenamente en la liturgia y leerlo con atención en el silencio es el mejor
comentario que pueda hacerse.
   La versión de la pasión que ofrece S. Mateo coincide casi completamente
con la de S. Marcos. Hay, sin embargo, algunos detalles propios de Mateo que
guiarán nuestra reflexión. Esas diferencias tienden a subrayar la ruptura con
el hebraísmo, el cumplimiento de la Escritura, la dramaticidad de las
situaciones...
   Los acontecimientos que preceden a la pasión, además de su significado
propio, crean el clima que permite comprender en profundidad todo el proceso.
Podemos fijarnos en estos detalles. La traición de Judas es interpretada a
la luz de una cita explícita del profeta Zacarías en la que se concreta el
precio exacto pagado por los sumos sacerdotes; ese precio equivalía a lo que
se había dado por el profeta (Zac 11,13) y era el precio de un esclavo. En
el relato de Mateo es en el que con más nitidez aparece la figura del traidor
pues acentúa el contraste entre la comunión y amistad que supone sentarse a
la misma mesa y la delación inmediatamente posterior. En la institución de
la Eucaristía hay dos expresiones propias de Mateo: la sangre de Jesús será
derramada "para el perdón de los pecados" y, cuando Jesús beberá de nuevo el
fruto de la vid en el Reino del Padre lo hará  "con vosotros". En la
predicción del abandono por parte de Pedro y los demás discípulos, Mateo cita
nuevamente a Zacarías y añade una palabra con gran valor eclesiológico. Para
él se trata de la dispersión de las ovejas "del rebaño".
   Entrando en el relato de la pasión propiamente dicha, encontramos también
algunos aspectos propios de Mateo. Durante la agonía en Getsemaní, atenúa el
drama interior de Jesús. El "terror y angustia" de Mc 14,33,son en Mateo
"tristeza y angustia". En la oración al Padre, Jesús añade un "si es posible"
sumiso y obediente.
   Durante el proceso ante las autoridades religiosas se subraya la
inocencia de Jesús y la falsedad de las acusaciones. Puede notarse también
la correspondencia entre la pregunta de Caifás y la confesión mesiánica de
Pedro (Mt 16,16). El proceso ante las autoridades civiles es presentado como
particularmente inicuo, aunque forma parte del designio de Dios. La mujer de
Pilato ve en Jesús "un hombre justo".
   En los momentos finales de la crucifixión y muerte de Jesús, Mateo se
fija sobre todo en su abandono y soledad. Más que los otros evangelistas
insiste en el cumplimiento de la Escritura aludiendo repetidas veces a
expresiones de los salmos. Característica de Mateo es también la expresión
"Si eres hijo de Dios... ", que hace eco a las palabras del tentador en el
desierto al comienzo del ministerio de Jesús. Finalmente es propia de Mateo
la alusión a los fenómenos cósmicos que acompañaron la muerte y sepultura de
Jesús. Parece que quiere significar con ellos el paso de una era a otra, el
paso de la antigua a la nueva alianza.

Unus de Trinitate passus est
   El misterio de Nazaret educa nuestra mirada de fe para, desde la Sagrada
Familia, contemplar la profundidad trinitaria de Dios.
   La pasión de Jesús nos revela en el punto supremo, la historia del Dios
amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con S. Agustín podemos decir: "Allí
estaban los tres, el Amante, el Amado y el Amor".
   Con demasiada frecuencia estamos acostumbrados a meditar la pasión viendo
sólo a Jesús e incluso, teniendo en cuenta su doble naturaleza, nos detenemos
casi exclusivamente en sus sufrimientos humanos. Dejamos así de lado su
naturaleza divina que por definición, o quizá más bien por una deformación
mental nuestra, consideramos impasible. Deshacemos así, quizá de manera
inconsciente, la unión hipostática realizada en la encarnación. Por eso hemos
colocado como título de esta reflexión una expresión antiquísima de la fe
cristiana ("uno de la Trinidad ha padecido"), que dice bien esa implicación
de toda la Trinidad en la pasión de Cristo.
   Al "abandono" que Jesús experimenta no sólo como hombre, sino también
como Hijo, sobre todo en el momento de Getsemaní y en la hora de la muerte,
corresponde por parte del Padre ese acto que el Nuevo Testamento llama en
diversos lugares "entrega". "Dios no escatimó su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). Es más, Dios lo ha hecho "pecado" y
"maldición" (Gal 3,13) por nosotros. En el abandono que el Hijo siente está
del otro lado la entrega por parte del Padre. Si el Hijo no fue escatimado,
eso aconteció para que quienes merecíamos el castigo fuéramos salvados.
Podemos ver, pues, en el abandono del Hijo la entrega del Padre, no sólo en
cuanto da a su propio Hijo, sino en cuanto Él mismo se entrega y compromete
definitivamente con el hombre. Pero el Hijo se entrega a sí mismo
voluntariamente, en perfecta sintonía con la voluntad del Padre. "Me amó y
se entregó por mí" (Gal 2,20).
   En el acontecimiento de la cruz tenemos el momento del máximo abandono,
de la máxima distancia, por así decirlo, entre el Padre y el Hijo, y al mismo
tiempo la máxima comunión. Quien franquea la distancia y une los extremos es
evidentemente el Espíritu Santo. Por eso de Cristo crucificado brota la
abundancia de vida del Espíritu que vivifica a los muertos y se derrama a
todos los hombres.
   El Espíritu Santo "que sondea las profundidades de Dios" (1Co 1,11) está 
en el dolor de Dios por el pecado del hombre; está en el dolor del Padre al
entregar al Hijo para que muera a manos de los hombres; está en la agonía,
en el abandono, en la muerte del Hijo y desde esas situaciones, que a los
ojos de los hombres parecen absurdas y desesperadas hace brotar el amor, un
amor que procede de una libertad total y de una misericordia infinita. "Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su hijo único para que tenga vida eterna y
no perezca ninguno de los que creen en Él" (Jn 3,16).

   Señor Jesús, que te has hecho obediente
   hasta morir en la cruz por nuestros pecados,
   pedimos para nosotros ese mismo Espíritu,
   que transformó esa cadena de humillación,
   de dolor, de desprecio, de abandono que fue tu pasión
   en el sacrificio perfecto que salva al mundo.
   Que el Espíritu Santo nos introduzca,
   mediante la fe, la adoración y el compromiso
   en ese misterio inconmensurable
   del amor trinitario
   para que sepamos contemplar
   la expresión humana del dolor de Dios
   manifestada en el sufrimiento.

Por nosotros
   El acontecimiento de la cruz ilumina el misterio de Dios revelándonos la
inmensidad de su amor que se manifiesta en el sufrimiento de Cristo. Pero
proyecta también una luz definitiva sobre el misterio del hombre.
   Ante Cristo abandonado-entregado por el Padre y muerto en la cruz no
podemos ver como irremediable ninguna situación humana, nuestra o de los
demás. Ninguna miseria, ninguna maldad, ningún pecado es ajeno a lo que pasó
aquel día en el Calvario. Nuestro corazón debe ser capaz de dilatarse hasta
comprender toda la extensión del mal y del pecado que existe en el mundo,
para desde ella proclamar que la misericordia de Dios es aún más amplia. El
recorrido que Jesús ha hecho en su pasión por todas las miserias del hombre
nos permite lanzar ese grito de esperanza.
   Pero al mismo tiempo que la comprensión y la misericordia, debe crecer en
nosotros el repudio más absoluto de toda forma de pecado. Y ese repudio, en
nosotros y en los demás, debe nacer de la contemplación del inmenso amor de
Dios que vemos manifestado en Cristo. "No es posible comprender el mal del
pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios"
(Dominum et Vivificantem, 39). Sólo quien se hace cargo del dolor que Dios
experimenta por el pecado, puede abrirse al misterio de la redención. "Pero
a menudo el Libro sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e
indecible "dolor" de Padre engendrará sobre todo la admirable economía del
amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad,
en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado"
(idem).
   La historia del amor de Dios hacia el hombre se resume en el camino
concreto seguido por Jesús que lo llevó, fiel a Dios y fiel al hombre, a la
cruz. Así nos indicó también la senda que nosotros tenemos que seguir:
"Cristo sufrió por vosotros dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas.
El no cometió pecado, ni encontraron mentira en sus labios... El en su
persona subió nuestros pecados a la cruz para que nosotros muramos a los

pecados y vivamos para la honradez" (1Pe 2,23-24).