sábado, 29 de agosto de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXII


30 de agosto de 2020 - XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

                                 "Tu idea no es la de Dios"

-Jer 20,7-9
-Sal 62
-Rom 12,1-2
-Mt 16,21-27
.
Mateo 16,21-27

   Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y
padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados
y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.  Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo:
   -¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
   Jesús se volvió y dijo a Pedro:
   -¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los
hombres, no como Dios!
   Entonces dijo a los discípulos:
   -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la
pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo
del hombre vendrá entre los ángeles, con la gloria del Padre, y entonces
pagará a cada uno según su conducta.
                      
Comentario

   El pasaje que leemos este domingo representa un cambio de tono en el
evangelio de Mateo. Completa el del domingo precedente y al mismo tiempo
ofrece algunos contrastes con él. Presenta también dos partes bien
diferenciadas: el primer anuncio de la pasión y la reacción de Pedro ante tal
anuncio, al que sigue una enseñanza de Jesús sobre el significado del
seguimiento.
   Jesús anuncia en breve síntesis lo que será su destino. El pasaje de
Jeremías que la liturgia nos presenta en la 1ª. lectura preanuncia los
sufrimientos del Mesías y confirma la mentalidad bíblica según la cual la
muerte del justo es muchas veces violenta. Y Jesús presenta ese desenlace
como una necesidad para sí mismo. Notemos que lo hace hablando sólo a sus
discípulos.
   En las palabras de Jesús hay que ver una prolongación de lo que Pedro
había dicho poco antes sobre su identidad. Se revela así la profundidad del
misterio de Cristo, Hijo de Dios y hombre que sufrirá, morirá y resucitará.
   La reacción de Pedro, que también en este caso parece representar la
postura de los otros discípulos, es fuerte. No puede aceptar que el Mesías
sea sometido a tal humillación. Aunque resulta difícil comprender todo el
alcance de su respuesta expresada en forma de invocación, parece que podría
interpretarse así: el sufrimiento es consecuencia de una culpa; invoca, pues,
a Dios para que Jesús sea liberado de él.
   La respuesta de Jesús no es menos fuerte. El rechazo de la actitud que
suponen las palabras de Pedro, se produce no sólo porque es incoherente con
el plan de Dios sino porque constituye una tentación que proviene de Satanás.
Jesús recuerda así las que sufrió en el desierto al comienzo de su
ministerio.
   Inmediatamente después figura en el evangelio la enseñanza sobre el
discipulado. Inculca la asunción del misterio de la cruz no sólo en la vida
del Maestro, sino también en la de sus seguidores. Esa enseñanza se articula
en cuatro expresiones que podemos considerar con algún detenimiento.
   "El que quiera venirse conmigo". Quien asume libremente el seguimiento de
Jesús, sabe, después de conocer el destino de su Maestro, que su vida tendrá 
el mismo desenlace. Se trata de una necesidad inherente al hecho de compartir
las mismas opciones. Ello supone los tres pasos fundamentales que se enuncian
después.
   "Negarse a sí mismo", que significa salir de uno mismo, del propio modo
de pensar y de proyectar la vida para acoger el plan de Dios y el programa
del evangelio.
   "Cargar con la propia cruz", es decir, ser capaz de asumir en la propia
vida como lo hizo Jesús, el sufrimiento y las situaciones humillantes para
cumplir la propia misión.
   "Seguir a Jesús", que significa entrar en comunión vital con Él y
compartir su suerte en esta vida, pero también la resurrección.
   Son éstos los aspectos esenciales de toda vida cristiana.

Pedro, José y María
  
   En pocos renglones se pasa en el evangelio de Mateo de un gran elogio a
Pedro ("Dichoso tú Simón, hijo de Jonás") al más duro rechazo ("Quítate de
mi vista, Satanás"). A la brillante confesión de fe siguió, en efecto, la
mayor incomprensión. Pedro acogió con alegría y entusiasmo el aspecto del
misterio de Cristo referido a su relación con el Padre y a su misión
salvadora ("Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo"), pero su fe vaciló
cuando el mismo Jesús anunció los sufrimientos y el tipo de muerte que le
esperaba.
   Desde esa perspectiva veamos ahora cómo fue la fe de María y de José. A
ellos se les reveló también al principio la identidad del hijo que iba a
nacer: "Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el
trono de David su antepasado" (Lc 1,32). "La criatura que lleva en su seno
viene del Espíritu Santo" (Mt 1,20). María y José acogieron con fe esta
revelación que tampoco venía "de la carne ni de la sangre". María respondió
generosamente al anuncio y José hizo lo que el Ángel le decía. La fe de María
fue elogiada por Isabel y lo mismo hubiera podido decirse de José: Dichosos
vosotros porque habéis creído.
   Pero también a ellos no tardando mucho les tocó oír la segunda parte de
la revelación referente al camino que Dios había elegido para salvar al
mundo. También ellos recibieron, aunque de forma velada, el anuncio de los
padecimientos del Mesías. Pronto supieron que la vida del niño que les había
nacido no sería un paseo triunfal sobre esta tierra. También en su caso el
anuncio del momento doloroso llegó de improviso y a poca distancia de la
exaltación. Después de la presentación en el templo del niño Jesús para el
rito de la circuncisión, dice el evangelio de Lucas: "Su padre y su madre
estaban admirados de los que se decía del niño. Simeón los bendijo, y dijo
a María, su Madre: Mira Éste está puesto para que todos en Israel caigan o
se levanten; será una bandera discutida, mientras que a ti una espada te
traspasará el corazón, así quedará patente lo que todos piensan" (2,33-36).
Palabras misteriosas, pero sin duda cargadas de un significado claro que
diseña un horizonte de sufrimiento futuro. Lo mismo que las que Jesús pronun-
ció ante sus apóstoles sobre su pasión y su muerte.
   Nosotros no conocemos lo que pasó en el alma de María y de José en esos
momentos, como conocemos la reacción de Pedro. Lo que sí sabemos es que, a
diferencia de lo que hizo Pedro, no intentaron oponerse al designio divino,
sino que dejaron que las cosas siguieran por el camino que Dios había
trazado.
   Y el relato de Lucas continúa: "Cuando cumplieron todo lo que prescribía
la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret" (2,39).

Señor Jesús, te bendecimos
por la fuerza y la determinación
con que has asumido el camino de la cruz.
Danos tu Espíritu Santo,
que renueve nuestra mentalidad
demasiado mundana y demasiado sometida
a criterios que no son los del evangelio.
Enséñanos a dar el paso generoso
de entregar nuestra propia vida
para ganarla en el Reino,
de modo que nuestro peregrinar por la tierra
sea un camino hacia la luz de la resurrección.

El signo de la cruz

   La vida del cristiano está marcada desde el bautismo por el signo de la
cruz. A ese signo, repetido tantas veces en la liturgia y fuera de ella,
debería corresponder la actitud profunda de adhesión a Cristo muerto y
resucitado.
   El primer paso para vivir esa actitud, lo sabemos bien, consiste en creer
en Cristo, aceptando la contradicción que para una lógica puramente humana
puede tener el hecho de que la vida y la liberación puedan venir de la
entrega y el sacrificio. La respuesta tajante de Jesús a Pedro muestra que
se trata de un paso decisivo en el que no puede haber componendas.
   Viene luego como consecuencia inmediata la "necesidad", también para
nosotros, de cargar con nuestra cruz. Aquí es importante la recomendación de
S. Pablo (2ª. lectura) de no amoldarnos a la mentalidad del mundo, sino de
adoptar esa postura paradójica que supone el tomar voluntariamente la propia
carga de sufrimiento, que llamamos cruz. A los ojos mundanos puede parecer
una insensatez. "De hecho el mensaje de la cruz para los que se pierden
resulta una locura; para los que se salvan, para nosotros, es un portento de
Dios" (1Co 1,18).
   Entre la vía de la liberación del sufrimiento predicada por las
religiones orientales y la búsqueda morbosa de todo lo que contraría a la
naturaleza, está el camino cristiano de aceptación serena de las
contrariedades propias de nuestra vida y de nuestro mundo, que comprende
también "la entrega generosa de la propia vida como sacrificio vivo,
consagrado, agradable a Dios" (2ª. lectura), al servicio del prójimo.
   Lo importante es saber cargar con la propia cruz para seguir a Jesús. Es
decir, no podemos entender en primer lugar nuestra cruz como sufrimiento,
sino que el deseo de compartir el mismo destino de Jesús, nos lleva a cargar
con la cruz. Sabemos, en efecto, ya de entrada, que seguirlo comportará
momentos de fracaso y de decepción, de pobreza y humillación, de dolor, de
soledad y de muerte. Jesús asumió a sabiendas ese camino fiándose totalmente
del Padre. El triunfo maravilloso del Espíritu Santo sobre las ruinas del
Calvario en el día de la resurrección es nuestra garantía de que ese camino
conduce a la vida.


VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

sábado, 22 de agosto de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXI


23 de agosto de 2020 - XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIOCiclo A

                                      "¿Quién decís que soy yo?"

-Is 22,19-23
-Sal 137
-Rom 11,33-36
-Mt 16,13-20

Mateo 16,13-20

   Llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo y preguntaba a sus discí-
pulos:
   -¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
   Ellos contestaron:
   -Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los
profetas.
   Él les preguntó:
   -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
   Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
   -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
   Jesús le respondió:
   -¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado
nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del
infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que
ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra,
quedará desatado en el cielo. Y les mando a los discípulos que no dijeran a
nadie que Él era el Mesías.

Comentario

   La liturgia de la Palabra se abre con una explicación del símbolo de las
llaves que empleará después el evangelio. En el pasaje de Isaías, exponiendo
un caso concreto de la historia de Israel, se explica que este símbolo
representa la posesión de un poder que es estable y firme gracias a la
benevolencia divina.
   El texto del evangelio comprende dos partes fácilmente identificables: la
una se centra en la persona de Jesús, la otra en la de Pedro. Forman parte
también de la misma unidad literaria los versículos siguientes que se
refieren al seguimiento de Jesús por el camino de la cruz.
   La pregunta de Jesús acerca de su propia identidad culmina con la
respuesta de Pedro que confiesa abiertamente su mesianidad y su condición de
Hijo de Dios.
   Dos son los detalles propios del relato de Mateo, que por lo demás
depende casi totalmente de Marcos. El primero, de poca importancia, se
refiere a la lista de los personajes con los que la gente identifica a Jesús.
Mateo añade el profeta Jeremías, quizá por el significado mesiánico de su
persona. El otro detalle tiene mayor relieve. La confesión de fe de Pedro en
Mateo es más completa y expresiva que en Marcos. Mateo añade la expresión "el
Hijo de Dios viviente": Hay que reconocer, sin embargo, que en el evangelio
de Marcos la confesión de fe de Pedro juega un papel muy relevante. Es casi
el centro del segundo evangelio (Cf. Domingo XXIV del ciclo B). También aquí
se ve la orientación más cristológica de Marcos y más eclesiológica de Mateo.
   La segunda parte del texto leído hoy se refiere a la misión de Pedro.
Comienza con el elogio de Jesús no tanto referido a Pedro personalmente
cuanto a la acción del Padre en él. Aparece así Pedro como prototipo del
creyente que acoge la verdad de la fe.
   Su misión viene descrita con tres metáforas cada una de las cuales revela
un aspecto de la misma. La piedra evoca la solidez y estabilidad de los
cimientos subrayando también el aspecto comunitario al aludir a la
construcción que va encima. Añádase además la importancia que tiene en la
Biblia el cambio del nombre de una persona. Las llaves significan poseer no
sólo un poder, sino también una responsabilidad y una misión de vigilancia
y de custodia que cumplir. Finalmente tenemos la expresión de "atar y
desatar". Está tomada del lenguaje jurídico de la época y se empleaba para
distinguir lo que estaba permitido hacer de lo que no lo estaba. Puede tener
dos significados: manifestar de forma auténtica lo que es conforme a la
voluntad de Dios y la capacidad para admitir (o excluir) a una persona en la
comunidad. De esa forma se vinculan fuertemente en la persona de Pedro las
funciones de gobierno y de magisterio.

Pedro y José

   Leyendo el evangelio de hoy desde Nazaret viene espontáneamente la
comparación entre el ministerio de Pedro en la Iglesia y el de José en la
Sagrada Familia. ¿No es toda familia una "Iglesia doméstica"?. Naturalmente
no se trata de hacer una fácil transposición de funciones, ni un calco de las
figuras, sino de ver cómo la misión que José desempeñó puede iluminar de
algún modo la del responsable de la comunidad cristiana.
   La autoridad de José se funda en la obediencia de la fe. Y ésta consiste
en esa actitud básica "por la que el hombre se confía libre y totalmente a
Dios prestándole el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo
voluntariamente a la revelación hecha por Él" (D. V. 5). La fe de José, que
desde el principio se encuentra con la fe de María (R.C. 4), es la que le
constituye en el depositario del misterio que Dios le confía. Si no lo
confiesa explícitamente, como Pedro, podemos decir que su vida entera es un
testimonio de la revelación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios.
   La autoridad de José se ejerce en la línea de la paternidad. La
intervención del Espíritu Santo en la concepción virginal de Jesús no excluye
la colaboración humana de José. Jesús es el hijo de María pero es también el
hijo de José por su matrimonio. José es así llamado a tener una
responsabilidad en la familia de Jesús que introduce ya, de hecho, en lo que
será la estructura sacramental de la Iglesia. José asume todas las tareas y
funciones de un verdadero padre, aun sin serlo biológicamente. Como Pedro que
es colocado como cimiento de la Iglesia, sabiendo bien claramente que "un
cimiento diferente al ya puesto, que es Jesús, nadie puede ponerlo" (1Co
3,11). Esa atribución, por gracia, de lo que compete sólo a Cristo, debe ser
tenida siempre presente en la Iglesia, no sólo por parte de quienes ejercen
funciones de autoridad, sino por todos.
   La autoridad de José‚ se lleva a cabo como discipulado y como servicio.
"Su paternidad se expresa concretamente en haber hecho de su vida un
servicio, un sacrificio al misterio de la encarnación y a la misión redentora
que lleva unida; en haber usado la autoridad legal, que le correspondía como
jefe de la Sagrada Familia, para vivirla como don de sí, de su vida, de su
trabajo; en haber convertido su vocación humana al amor familiar, en oblación
sobrenatural de sí mismo, de su corazón y de sus capacidades en el amor
puesto al servicio del Mesías que había germinado en su propia casa" (Pablo
VI Alocución del 19-3-1966).
Vemos ya dibujado en José‚ el estilo del ejercicio de la autoridad como
servicio que Jesús pedirá en el evangelio a sus apóstoles.

Padre Santo, sólo con la fuerza del Espíritu Santo
podemos confesar la verdad acerca de Jesucristo.
Te bendecimos
porque en el misterio del Hijo
nos revelas también tu rostro
y tu designio de salvación para todos los hombres.
Junto con la firmeza en la verdadera fe,
danos una gran voluntad de comunión;
enséñanos a sentirnos a todos, responsables
de nuestra comunidad
colaborando con quienes son signos
de tu presencia de Padre
y ayudándolos a cumplir su misión.

Sentido de Iglesia

   La reflexión sobre la identidad de Jesús y sobre la misión de Pedro nos
llevan a examinar también el sentido de Iglesia que nosotros tenemos. Es uno
de los factores más importantes para crecer en la vida cristiana.
   Es la presencia de Cristo resucitado (Mt 28,28) la que garantiza a la
Iglesia su unidad y dinamismo en el cumplimiento de su misión en la historia.
Pero hay que tener en cuenta que el mismo Cristo ha designado un fundamento
visible. Esto nos lleva a recordar algunas afirmaciones esenciales del
Vaticano II que deben ser ya patrimonio de la mentalidad del cristiano desde
hace años. "Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad
de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible y
la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la
gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico
de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la
Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas,
porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y
otro divino. Por esa profunda analogía se asimila al misterio del Verbo
encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino de órgano
de salvación a Él indisolublemente unido, de forma semejante la unión social
de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica para el incremento
del cuerpo (Cf. Ef. 4,16)" (L.G. 8).
   El "sentido de Iglesia", que comporta no sólo el hacerse una idea clara
acerca de su naturaleza y su misión, sino además un amor grande y vital hacia
todo lo que la concierne, es uno de los grandes criterios para discernir la
madurez cristiana. Está también en el origen de los grandes compromisos de
todos los tiempos para renovar la misma Iglesia y para contribuir a realizar
su misión evangelizadora.

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf


sábado, 15 de agosto de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XX


16 de agosto de 2020 - XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

                                  "¡Qué‚ grande es tu fe, mujer!"

-Is 56,1. 6-7
-Sal 66
-Rom 11,13-15. 29-32
-Mt 15,21-28

  Mateo 15,21-28

   Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer
cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:
   -Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy
malo.
   El no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a
decirle:
   -Atiéndela, que viene detrás gritando.
   Él les contestó:
   -Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.
   Ella los alcanzó y se postró ante Él, y le pidió de rodillas:
   -Señor, socórreme.
   Él le contestó:
   -No está bien echar a los perros el pan de los hijos.
   Pero ella repuso:
   -Tienes razón, Señor; pero también lo perros comen las migajas que caen
de la mesa de los amos.
   Jesús le respondió:
   -Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas, En aquel
momento quedó curada su hija.
                         
Comentario

   Las tres lecturas de este domingo tienen como tema común la universalidad
de la salvación en Cristo, para que "todos los pueblos alaben a Dios" (Sal
66).
   El pasaje de la tercera parte del libro de Isaías hace hincapié en la
posibilidad que tienen los extranjeros de "subir al monte santo de Sión" y
de ofrecer su sacrificio en el templo, casa común de todos los pueblos. Es
de notar que el profeta insiste en las condiciones interiores, accesibles a
todos, para formar parte del pueblo de Dios (extranjeros que se han dado al
Señor), más que en las características étnicas o en observancias legales.
   Se va así abriendo camino la idea de una apertura universal según la cual
todo hombre puede adorar a Dios en espíritu y en verdad (Cfr. Jn 4,21) y de
que la salvación es ofrecida a todo el que cree (Rom 3,21). En esa línea
puede verse el relato que leemos hoy en el evangelio, aunque no sin alguna
dificultad.
   El único punto de referencia del relato de Mateo es el pasaje paralelo de
Marcos (7,24-30). Esto ya es significativo, pues Lucas, el evangelista que
más insiste en los aspectos universales de la salvación, omite este hecho.
   Si nos fijamos en el texto de Mateo que leemos hoy, llama la atención la
determinación de Jesús para ir a tierra de paganos. Hay que tener en cuenta
la crítica que en los versículos anteriores había hecho a las prácticas
legalistas que olvidan el corazón del hombre.
   Si leemos con atención el relato vemos que, ante la fe profunda y
sencilla de la mujer cananea, Jesús parece oponer un triple rechazo: el
silencio, la declaración de que su misión está reservada a las ovejas de
Israel y la preferencia de los hijos sobre los perros. Es de notar que en el
evangelio de Marcos el rechazo es sólo uno y que no hay una exclusión tan
fuerte de los paganos, sino más bien una preferencia por el pueblo elegido:
"Deja que coman primero los hijos" (Mc 7,27).
   La diferencia puede explicarse por la diversidad de destinatarios de
ambos evangelios: las comunidades provenientes del paganismo (Marcos) y las
comunidades judeocristinas (Mateo). O quizá la mayor dureza de Jesús en el
evangelio de Mateo sirva sólo para acentuar la fe de la mujer cananea. El
rechazo pone mayormente de relieve cómo de nada sirve la pertenencia al
pueblo de Israel sin la fe personal.
   La postura de Mateo se acercaría así a la que expresa S. Pablo en la 2ª.
lectura, el cual pretende despertar la emulación de los de su raza para ver
si salva a alguno de ellos.
  
Al encuentro del hombre

   La Palabra de Dios orienta nuestra reflexión hacia la dimensión universal
del plan salvífico de Dios. En el milagro efectuado por Jesús en favor de una
mujer que no pertenecía al pueblo elegido, los evangelistas ven el signo de
una llamada a todos los hombres a formar parte de la nueva alianza hecha por
Dios en Cristo. La única condición es la fe en Jesús, "el hijo de David".
   La piedra fundamental de ese universalismo de la salvación, ya anunciado
por los profetas, es ciertamente la encarnación del Verbo. El concilio
Vaticano II lo ha expresado así: "Imagen de Dios invisible (Col 1,15). Él es
el hombre perfecto que ha restaurado en la decadencia de Adán la semejanza
divina deformada por el primer pecado. La naturaleza humana ha sido por Él
asumida, no absorbida; por lo mismo, también en nosotros ha sido elevada a
dignidad sin igual. Y que Él, Hijo de Dios, por su encarnación, se identificó
en cierto modo con todos los hombres: trabajó con manos de hombre, reflexionó
con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con humano
corazón. Nacido de la Virgen María, es verdaderamente uno de nosotros,
semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (G.S. 22). Ese primer
paso de solidaridad con todo hombre dado por Dios mismo en la encarnación es
el que orienta todos los otros y el que guía los que la iglesia y cada uno
de nosotros debemos dar continuamente.
   Ante el hecho de la encarnación, podríamos, sin embargo,
estar tentados de eliminar todas las barreras y de llegar a un confusionismo
sincretista para decir que todas las situaciones religiosas son equivalentes,
puesto que Dios mismo parece haber negado la raíz de todos los privilegios.
El respeto de la libertad religiosa se funda en la naturaleza libre de la
persona y no en la mayor o menor adecuación a la verdad que tienen sus
creencias.
   El evangelio de este domingo nos invita a ser al mismo tiempo abiertos y
cautos ya que el mismo Jesús, que va al encuentro de todos, parece marcar
unas distancias y establecer unas prioridades. Esa es también la otra faceta
que nos enseña la encarnación y que no cesamos de meditar. Jesús se ha
identificado con un pueblo, el pueblo de Israel. Ha asumido la naturaleza
humana, no de modo genérico, sino con todas las limitaciones y connotaciones
de una cultura, una lengua, una fe. En un momento determinado y encontrándose
en una situación similar a la que relata el evangelio de este domingo, no
teme decir a la mujer samaritana: "la salvación viene de los judíos" (Jn
4,23).
   Efectivamente, Dios no puede deshacer con una mano lo que construye con
la otra. "Los dones y la llamada de Dios son irrevocables" (2ª. lectura). Hay
una armonía en el designio de Dios que a veces se nos escapa porque nuestra
limitación nos impide sondear el misterio.

Señor Jesús, abierto a todos,
que has salido al encuentro del hombre,
prisionero del diablo y del pecado,
aumenta en nosotros la fe
que confiesa tu nombre y tu poder,
y nos acerca al Padre con la confianza de los hijos.
Enséñanos a no desanimarnos en la oración
y danos esa actitud profunda
de respeto y de apertura,
de humildad y de sencillez,
fruto de la acción del Espíritu Santo,
que no hace cercanos a todos
y nos une verdaderamente a ti

Ser universales

   La construcción de la comunión entre todos los hombres es una vieja
aspiración humana que hoy se hace más apremiante por la facilidad de la
comunicación y por la frecuencia de intercambios de todo tipo. El evangelio
de hoy nos enseña que para que tal aspiración pueda realizarse de verdad es
necesario reconocer a Jesús como Señor y portador de la salvación. Es, en
efecto, el pecado lo que cierra el corazón del hombre al encuentro con sus
hermanos y con Dios.
   Podemos imaginar dos caminos para ensanchar nuestro corazón y vivir esa
universalidad de la salvación a la que invita la Palabra de Dios.
   El uno se dirige hacia la comprensión de la complejidad del alma humana
y de las diversas realidades en las que la salvación actúa. Es un camino que
lleva a la admiración por la multiplicidad y grandeza de las obras de Dios
en los distintos tiempos de la historia, en la diversidad de las culturas, en
la multiplicidad de los pueblos, de las instituciones... Requiere una buena
capacidad de apertura, de tolerancia y de penetración en las realidades
humanas para rastrear los senderos del Espíritu y para comprender a personas
muy distintas de nosotros.
   Pero hay otro camino para llegar a la universalidad. Es el de la
sencillez. Consiste en saber vivir en profundidad y con sentido común las
cosas más elementales. Podemos estar seguros de que en ella nos encontramos
con todo hombre.
   Fue quizá esa actitud de sencillez, aprendida largamente en Nazaret, la
que permitió a Jesús descubrir en la apremiante insistencia de una madre
cananea esa fe sincera que le arrancó el milagro de la liberación de su hija.
   Los cristianos, llamados hoy a colaborar más que nunca con todos los
hombres en los diversos terrenos de la actividad humana, debemos al mismo
tiempo ponernos al alcance de todos y conservar de modo firme la autenticidad
de nuestra fe y la coherencia con la vida teniendo como punto de referencia
a Jesús, el Hijo de Dios.

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf