26 de abril de 2020 - III DOMINGO DE
PASCUA – Ciclo A
"Ellos lo
reconocieron"
Hechos 2,14. 22-23
El día de Pentecostés, se presentó Pedro con los once, levantó la voz y
dirigió la palabra:
-Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús de Nazaret, el hombre que
Dios
acreditó ante vosotros realizando por
su medio milagros, signos y prodigios
que conocéis. Conforme al plan previsto
y sancionado por Dios, os lo
entregaron, y vosotros, por mano de
paganos, lo matasteis en una cruz. Pero
Dios lo resucitó rompiendo las ataduras
de la muerte; no era posible que la
muerte lo retuviera bajo su dominio
pues David dice:
Tengo siempre presente al Señor,
con Él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
exulta mi lengua
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me has enseñado el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y
lo enterraron, y conservamos su
sepulcro hasta el día de hoy. Pero era
profeta y sabía que Dios le había
prometido con juramento sentar en su trono
a un descendiente suyo; cuando dijo que
"no lo entregaría a la muerte y que
su carne no conocería la
corrupción", hablaba previendo la resurrección del
Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este
Jesús, y todos nosotros somos
testigos.
Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el
Espíritu
Santo que estaba prometido, y lo ha
derramado. Esto es lo que estáis viendo
y oyendo.
I Pedro 1,17-21
Queridos hermanos:
Si llamáis Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, sin parciali-
dad, tomad en serio vuestro proceder en
esta vida.
Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de
vuestros padres: no con bienes
efímeros, con oro o plata, sino a precio de la
sangre de Cristo, el cordero sin
defecto ni mancha, previsto antes de la
creación del mundo y manifestado al
final de los tiempos por nuestro bien.
Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y
así habéis puesto en Dios vuestra fe y
vuestra esperanza.
Lucas 24,13-35
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la
semana, a una aldea llamada Emaús,
distante unas dos leguas de Jerusalén;
iban comentando todo lo que había
sucedido. Mientras conversaban y discutían,
Jesús en persona se acercó y se puso a
caminar con ellos. Pero sus ojos no
eran capaces de reconocerlo. El les
dijo:
-¿Qué conversación es esta que tenéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos que se llamaba Cleofás,
le replicó:
-¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado
allí estos días?
El les preguntó:
-¿Qué?
Ellos le contestaron:
-Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en
palabras ante Dios y todo el pueblo;
cómo lo entregaron los sumos sacerdotes
y nuestros jefes para que lo condenaran
a muerte, y lo crucificaron. Nosotros
esperábamos que Él fuera el futuro
liberador de Israel. Y ya ves, hace dos
días que sucedió todo esto. Es verdad
que algunas mujeres de nuestro grupo
nos han sobresaltado, pues fueron muy
de mañana al sepulcro, y no encontraron
su cuerpo, e incluso vinieron diciendo
que habían visto una aparición de
ángeles, que les habían dicho que
estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron
también al sepulcro y lo encontraron
como habían dicho las mujeres; pero a
Él no lo vieron.
Entonces Jesús les dijo:
-¡Qué necios y torpes sois para entender lo que dijeron los profetas!
¿No
era necesario que el Mesías padeciera
esto para entrar en su gloria?
Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explica lo que
se refería a Él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de pasar adelante, pero
ellos le apremiaron diciendo:
-Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída.
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el
pan,
pronunció la bendición, lo partió y se
los dio. A ellos se les abrieron los
ojos y lo reconocieron. Pero Él
desapareció.
Ellos comentaron:
-¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron
reunidos a los Once con sus compañeros,
que estaban diciendo:
-Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.
Comentario
La liturgia va guiando la experiencia pascual de los creyentes a través
de un itinerario que presenta los
diversos aspectos de la resurrección de
Cristo. En el domingo de Pascua nos
presentó el acontecimiento de la
resurrección, en el segundo domingo la
identidad del resucitado con el
crucificado del Gólgota y en este
tercer domingo nos presenta el camino de
la fe de los discípulos, que se realiza
a través de la comprensión de las
Escrituras y el signo de la eucaristía.
En el arco de la jornada en que se produce la resurrección de Cristo,
Lucas (y él sólo) inserta la narración
de los discípulos que van a Emaús. Se
trata de un episodio secundario que lo
carga de un gran significado humano,
espiritual y teológico.
Dos amigos se vuelven a casa tristes y desilusionados. A través de su
conversación, primero entre ellos y
después con el desconocido que se les
acerca, conocemos la causa de su estado
de ánimo: "Nosotros esperábamos que
Él fuera el liberador de Israel...
" Y se extrañan de que haya alguien que
no conozca lo ocurrido.
Se diría que el evangelista quiere subrayar la dificultad del camino de
la fe. Los testimonios de la
resurrección de Jesús para los dos que van a
Emaús no significan nada. Son
banalizadas las palabras de las mujeres, las
apariciones de los ángeles, la
comprobación de que la tumba estaba vacía...
El Señor resucitado se acerca a ellos y les explica las Escrituras.
Seguramente ellos habían leído o
escuchado lo que dicen las Escrituras muchas
otras veces, pero no habían penetrado
su significado; sobre todo no habían
entendido que ellas "den
testimonio" de Jesús (Jn 5,39). Con las palabras del
Maestro algo empieza a cambiar en su
interior ("nuestro corazón ardía", dirán
después) pero los ojos de su fe
permanecen aún cerrados.
Con gran sabiduría el evangelista muestra que la Escritura introduce en
el conocimiento del misterio del Señor,
pero falta el paso decisivo de la fe
que sólo se cumple ante el signo del
pan.
Los ojos de los discípulos sólo se abren cuando, a través de los gestos
de Jesús, repetidos otras veces
seguramente en su presencia, entran en la
gracia del sacramento y lo reconocen
vivo junto a ellos. Pero en ese mismo
momento Jesús resucitado desaparece de
su vista. La experiencia de Cleofás
y su amigo (anónimo para que cada cual
pueda identificarse con él) es
paradigmática de todo creyente.
Dejando de lado las apariciones, el creyente está llamado a buscar a
Cristo en la Escritura y a reconocerlo
vivo y presente en los signos de su
presencia que son en primer lugar los
sacramentos de la Iglesia.
"Al partir el pan"
El relato del encuentro de Cristo resucitado con los dos que iban camino
de Emaús tiene un gran valor
sacramental, puesto que ellos lo reconocieron
"al partir el pan".
Meditando el evangelio desde Nazaret no podemos dejar de subrayar el
gesto de partir el pan. No queremos
hacerlo en contraposición con las
palabras de bendición que Jesús usó en
esos momentos y en el de la
institución de la Eucaristía. Queremos
sencillamente fijarnos en el gesto,
porque es una parte importante de la
celebración de la fe, pero también
porque nos lleva fácilmente al tiempo
de Nazaret. Jesús vio muchas veces y
probablemente también realizó el gesto
del jefe de familia de partir el pan.
Más tarde Él cargaría ese gesto de un
significado nuevo al establecerlo como
forma de celebrar la nueva alianza
entre Dios y los hombres.
"Partir el pan". Para el israelita toda comida, incluso la más
ordinaria
y sencilla, tenía un alto valor humano
y religioso, que Jesús asimiló
profundamente en la vida de cada día en
su familia de Nazaret. El Evangelio
presenta con frecuencia a Jesús
participando en reuniones que incluían una
comida (Caná, Jn 2,1-11; con la familia
de Lázaro, Lc 10,38-42; con los
publicanos y pecadores, Mt 9,10; Lc
19,2-10). Después de su resurrección,
Jesús come con sus discípulos (Lc
24,30; Jn 21,13). Pero los evangelios y
también S. Pablo ponen especial
atención en describir los gestos y las
palabras de Jesús durante la última
cena. Y entre los gestos ocupa un lugar
privilegiado el de "partir el
pan". Jesús aparece así como el verdadero padre
de familia, que reúne a los suyos y les
distribuye el alimento para nutrirlos
y ponerlos en comunión de vida unos con
otros. El gesto de partir el mismo
pan para ser comido por todos significa
la comunión de fe y de destino, pero
también el sacrificio que supone la
ruptura.
De hecho las primeras comunidades cristianas usaron la expresión
"fracción del pan" para
designar la comida realizada en memoria del Señor.
Más adelante se impondría la palabra
eucaristía = acción de gracias o
bendición. Es difícil saber si las
comidas fraternas de los primeros
cristianos de Jerusalén incluían
también propiamente la celebración
sacramental (Hech 2,42-46).
Progresivamente se pasó de la comida ordinaria
a la "cena del Señor" (1Co
11,20-34) y se fue liberando de las connotaciones
estrictamente judías para pasar a ser
la celebración cristiana anual y
también semanal (Hech 20,7-11)
(Cfr.Líon Dufour, Diccionario de teología
Bíblica, voz Eucaristía).
Dos cosas queríamos señalar con esta consideración: 1) que el gesto tan
humano de partir el pan, aprendido en
Nazaret, sirvió como gesto fundamental
para instituir la eucaristía y sirve
hoy para celebrarla en la Iglesia ("los
sacramentos no son sólo palabras, son
también acciones", Catecismo de la
Iglesia Católica, 1153-1155); 2) que la
primera expresión para designar la
eucaristía aludía precisamente a ese
gesto de fracción del pan que Jesús hizo
también en presencia de los dos de
Emaús.
Te
bendecimos, Señor Jesús,
en
el gesto de partir el pan,
perpetuado
para siempre en el sacramento de la Eucaristía.
Que
tu palabra reveladora de la verdad
haga
arder nuestros corazones
con
el fuego de tu Espíritu
y
podamos reconocerte en todas las formas de tu presencia.
Danos
esa atención que teme
dejarte
pasar de largo
en
tantas ocasiones como te acercas a nosotros
casi
de forma imperceptible.
Te
necesitamos siempre, Señor,
en
nuestra vida.
"El desapareció"
La inmediatez y continuidad de la presencia de Jesús en Nazaret
contrasta
con la fugacidad de sus apariciones
postpascuales. Poco a poco Jesús fue
educando a los que estaban con Él para
que pudieran reconocerlo en ese otro
modo de presencia que se realiza a
través de los signos.
Jesús nos dice con el relato evangélico de hoy que su poder salvador es
sacramental. Es decir, que su presencia
llega a nosotros desde su condición
actual de resucitado. Por eso cuando
los discípulos de Emaús lo reconocen en
el signo, cesa ese otro modo de
presencia extraordinario que es la aparición.
Así pueden entender que la vida del
resucitado no es un retorno al modo de
vivir de antes. Su muerte ha roto para
siempre esa continuidad y lo ha
constituido Señor y Salvador.
"Entró para quedarse con ellos", dice el texto evangélico.
Evidentemente,
para quedarse de otro modo, en la
permanencia de la fe, en la posibilidad de
"re-crear" su presencia a
través de los signos que Él mismo había
establecido.
El relato de los dos de Emaús es verdaderamente una parábola de la
condición peregrinante del creyente.
Toda su fuerza expresiva está en el
realismo de la visibilidad con que se
presenta el resucitado. Cuando caminaba
con ellos, no lo veían, aunque su corazón
algo les decía; cuando empezaron
a verlo, Él desaparece. Ellos se
esperaban del Mesías que cumpliera los
signos y prodigios capaces de liberar a
Israel. Pero Jesús resucitado empieza
a ejercer su poder de otra forma,
presentándose con unos signos que cambian
el corazón de las personas y comunican,
no a un solo pueblo sino a todos los
hombres, la verdadera liberación. Esa
es la nueva alianza de Dios con los
hombres en la que Cristo nos introduce
derramando su propia sangre.
La Palabra nos convoca hoy a renovar nuestra fe en los sacramentos de la
Iglesia y por medio de los sacramentos
de la Iglesia. Los gestos y las
palabras quedan vacíos sin esa fe capaz
de comprenderlos en profundidad y de
dejar que vayan transformando nuestra
vida hasta que un día nuestros ojos se
abran, purificados por la muerte, para
poder contemplar al Señor en su misma
condición gloriosa.
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