sábado, 25 de abril de 2020

Ciclo A - Pascua - Domingo III


26 de abril de 2020 - III DOMINGO DE PASCUA – Ciclo A

                          "Ellos lo reconocieron"

   Hechos 2,14. 22-23

   El día de Pentecostés, se presentó Pedro con los once, levantó la voz y
dirigió la palabra:
   -Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús de Nazaret, el hombre que Dios
acreditó ante vosotros realizando por su medio milagros, signos y prodigios
que conocéis. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, os lo
entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero
Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la
muerte lo retuviera bajo su dominio pues David dice:
       Tengo siempre presente al Señor,
         con Él a mi derecha no vacilaré.
       Por eso se me alegra el corazón,
         exulta mi lengua
         y mi carne descansa esperanzada.
       Porque no me entregarás a la muerte,
         ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
       Me has enseñado el sendero de la vida,
         me saciarás de gozo en tu presencia.
   Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y
lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era
profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono
a un descendiente suyo; cuando dijo que "no lo entregaría a la muerte y que
su carne no conocería la corrupción", hablaba previendo la resurrección del
Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos
testigos.
   Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo
y oyendo.

   I Pedro 1,17-21

   Queridos hermanos:
   Si llamáis Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, sin parciali-
dad, tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
   Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de
vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la
sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la
creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien.
   Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y
así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.

   Lucas 24,13-35

   Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la
semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén;
iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían,
Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no
eran capaces de reconocerlo. El les dijo:
   -¿Qué conversación es esta que tenéis mientras vais de camino?
   Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos que se llamaba Cleofás,
le replicó:
   -¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado
allí estos días?
   El les preguntó:
   -¿Qué?
   Ellos le contestaron:
   -Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en
palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes
y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros
esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos
días que sucedió todo esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo
nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, y no encontraron
su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de
ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron
también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a
Él no lo vieron.
   Entonces Jesús les dijo:
   -¡Qué necios y torpes sois para entender lo que dijeron los profetas! ¿No
era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?
   Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explica lo que
se refería a Él en toda la Escritura.
   Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de pasar adelante, pero
ellos le apremiaron diciendo:
   -Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída.
   Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y se los dio. A ellos se les abrieron los
ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció.
   Ellos comentaron:
   -¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?
   Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron
reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
   -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
   Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.

Comentario

   La liturgia va guiando la experiencia pascual de los creyentes a través
de un itinerario que presenta los diversos aspectos de la resurrección de
Cristo. En el domingo de Pascua nos presentó el acontecimiento de la
resurrección, en el segundo domingo la identidad del resucitado con el
crucificado del Gólgota y en este tercer domingo nos presenta el camino de
la fe de los discípulos, que se realiza a través de la comprensión de las
Escrituras y el signo de la eucaristía.
   En el arco de la jornada en que se produce la resurrección de Cristo,
Lucas (y él sólo) inserta la narración de los discípulos que van a Emaús. Se
trata de un episodio secundario que lo carga de un gran significado humano,
espiritual y teológico.
   Dos amigos se vuelven a casa tristes y desilusionados. A través de su
conversación, primero entre ellos y después con el desconocido que se les
acerca, conocemos la causa de su estado de ánimo: "Nosotros esperábamos que
Él fuera el liberador de Israel... " Y se extrañan de que haya alguien que
no conozca lo ocurrido.
   Se diría que el evangelista quiere subrayar la dificultad del camino de
la fe. Los testimonios de la resurrección de Jesús para los dos que van a
Emaús no significan nada. Son banalizadas las palabras de las mujeres, las
apariciones de los ángeles, la comprobación de que la tumba estaba vacía...
   El Señor resucitado se acerca a ellos y les explica las Escrituras.
Seguramente ellos habían leído o escuchado lo que dicen las Escrituras muchas
otras veces, pero no habían penetrado su significado; sobre todo no habían
entendido que ellas "den testimonio" de Jesús (Jn 5,39). Con las palabras del
Maestro algo empieza a cambiar en su interior ("nuestro corazón ardía", dirán
después) pero los ojos de su fe permanecen aún cerrados.
   Con gran sabiduría el evangelista muestra que la Escritura introduce en
el conocimiento del misterio del Señor, pero falta el paso decisivo de la fe
que sólo se cumple ante el signo del pan.
   Los ojos de los discípulos sólo se abren cuando, a través de los gestos
de Jesús, repetidos otras veces seguramente en su presencia, entran en la
gracia del sacramento y lo reconocen vivo junto a ellos. Pero en ese mismo
momento Jesús resucitado desaparece de su vista. La experiencia de Cleofás
y su amigo (anónimo para que cada cual pueda identificarse con él) es
paradigmática de todo creyente.
   Dejando de lado las apariciones, el creyente está llamado a buscar a
Cristo en la Escritura y a reconocerlo vivo y presente en los signos de su
presencia que son en primer lugar los sacramentos de la Iglesia.

                            "Al partir el pan"

   El relato del encuentro de Cristo resucitado con los dos que iban camino
de Emaús tiene un gran valor sacramental, puesto que ellos lo reconocieron
"al partir el pan".
   Meditando el evangelio desde Nazaret no podemos dejar de subrayar el
gesto de partir el pan. No queremos hacerlo en contraposición con las
palabras de bendición que Jesús usó en esos momentos y en el de la
institución de la Eucaristía. Queremos sencillamente fijarnos en el gesto,
porque es una parte importante de la celebración de la fe, pero también
porque nos lleva fácilmente al tiempo de Nazaret. Jesús vio muchas veces y
probablemente también realizó el gesto del jefe de familia de partir el pan.
Más tarde Él cargaría ese gesto de un significado nuevo al establecerlo como
forma de celebrar la nueva alianza entre Dios y los hombres.
   "Partir el pan". Para el israelita toda comida, incluso la más ordinaria
y sencilla, tenía un alto valor humano y religioso, que Jesús asimiló
profundamente en la vida de cada día en su familia de Nazaret. El Evangelio
presenta con frecuencia a Jesús participando en reuniones que incluían una
comida (Caná, Jn 2,1-11; con la familia de Lázaro, Lc 10,38-42; con los
publicanos y pecadores, Mt 9,10; Lc 19,2-10). Después de su resurrección,
Jesús come con sus discípulos (Lc 24,30; Jn 21,13). Pero los evangelios y
también S. Pablo ponen especial atención en describir los gestos y las
palabras de Jesús durante la última cena. Y entre los gestos ocupa un lugar
privilegiado el de "partir el pan". Jesús aparece así como el verdadero padre
de familia, que reúne a los suyos y les distribuye el alimento para nutrirlos
y ponerlos en comunión de vida unos con otros. El gesto de partir el mismo
pan para ser comido por todos significa la comunión de fe y de destino, pero
también el sacrificio que supone la ruptura.
   De hecho las primeras comunidades cristianas usaron la expresión
"fracción del pan" para designar la comida realizada en memoria del Señor.
Más adelante se impondría la palabra eucaristía = acción de gracias o
bendición. Es difícil saber si las comidas fraternas de los primeros
cristianos de Jerusalén incluían también propiamente la celebración
sacramental (Hech 2,42-46). Progresivamente se pasó de la comida ordinaria
a la "cena del Señor" (1Co 11,20-34) y se fue liberando de las connotaciones
estrictamente judías para pasar a ser la celebración cristiana anual y
también semanal (Hech 20,7-11) (Cfr.Líon Dufour, Diccionario de teología
Bíblica, voz Eucaristía).
   Dos cosas queríamos señalar con esta consideración: 1) que el gesto tan
humano de partir el pan, aprendido en Nazaret, sirvió como gesto fundamental
para instituir la eucaristía y sirve hoy para celebrarla en la Iglesia ("los
sacramentos no son sólo palabras, son también acciones", Catecismo de la
Iglesia Católica, 1153-1155); 2) que la primera expresión para designar la
eucaristía aludía precisamente a ese gesto de fracción del pan que Jesús hizo
también en presencia de los dos de Emaús.

Te bendecimos, Señor Jesús,
en el gesto de partir el pan,
perpetuado para siempre en el sacramento de la Eucaristía.
Que tu palabra reveladora de la verdad
haga arder nuestros corazones
con el fuego de tu Espíritu
y podamos reconocerte en todas las formas de tu presencia.
Danos esa atención que teme
dejarte pasar de largo
en tantas ocasiones como te acercas a nosotros
casi de forma imperceptible.
Te necesitamos siempre, Señor,
en nuestra vida.

                             "El desapareció"

   La inmediatez y continuidad de la presencia de Jesús en Nazaret contrasta
con la fugacidad de sus apariciones postpascuales. Poco a poco Jesús fue
educando a los que estaban con Él para que pudieran reconocerlo en ese otro
modo de presencia que se realiza a través de los signos.
   Jesús nos dice con el relato evangélico de hoy que su poder salvador es
sacramental. Es decir, que su presencia llega a nosotros desde su condición
actual de resucitado. Por eso cuando los discípulos de Emaús lo reconocen en
el signo, cesa ese otro modo de presencia extraordinario que es la aparición.
Así pueden entender que la vida del resucitado no es un retorno al modo de
vivir de antes. Su muerte ha roto para siempre esa continuidad y lo ha
constituido Señor y Salvador.
   "Entró para quedarse con ellos", dice el texto evangélico. Evidentemente,
para quedarse de otro modo, en la permanencia de la fe, en la posibilidad de
"re-crear" su presencia a través de los signos que Él mismo había
establecido.
   El relato de los dos de Emaús es verdaderamente una parábola de la
condición peregrinante del creyente. Toda su fuerza expresiva está en el
realismo de la visibilidad con que se presenta el resucitado. Cuando caminaba
con ellos, no lo veían, aunque su corazón algo les decía; cuando empezaron
a verlo, Él desaparece. Ellos se esperaban del Mesías que cumpliera los
signos y prodigios capaces de liberar a Israel. Pero Jesús resucitado empieza
a ejercer su poder de otra forma, presentándose con unos signos que cambian
el corazón de las personas y comunican, no a un solo pueblo sino a todos los
hombres, la verdadera liberación. Esa es la nueva alianza de Dios con los
hombres en la que Cristo nos introduce derramando su propia sangre.
   La Palabra nos convoca hoy a renovar nuestra fe en los sacramentos de la
Iglesia y por medio de los sacramentos de la Iglesia. Los gestos y las
palabras quedan vacíos sin esa fe capaz de comprenderlos en profundidad y de
dejar que vayan transformando nuestra vida hasta que un día nuestros ojos se
abran, purificados por la muerte, para poder contemplar al Señor en su misma
condición gloriosa.

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sábado, 18 de abril de 2020

Ciclo A - Pascua - Domingo II


19 de abril de 2020 - II DOMINGO DE PASCUA – Ciclo A

                        "Recibid el Espíritu Santo"

   Hechos 2,42-47

   Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles,
en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
   Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que
los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo
tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos,
según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos,
celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios
con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras
día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

   I Pedro 1,3-9

   Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran
misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorrupti-
ble, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo.
   La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a
manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis
que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -
de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego-
llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo
nuestro Señor.
   No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en Él; y
os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de
vuestra fe: vuestra propia salvación.

   Juan 20,19-31

   Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discí-
pulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto
entró Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo:
   -Paz a vosotros.
   Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
   -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
   Y dicho esto exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
   -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
   Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando
vino Jesús y los otros discípulos le decían:
   -Hemos visto al Señor.
   Pero é les contestó:
   -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el
agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
   A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
   -Paz a vosotros.
   Luego dijo a Tomás:
   -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
   Contestó Tomás:
   -­Señor mío y Dios mío!
   Jesús le dijo:
   -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
   Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, Jesús hizo a la
vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es
el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida eterna en su
nombre.
                       
Comentario

   Al final del pasaje evangélico que leemos hoy, S. Juan dice cuál es la
finalidad de su evangelio: "Para que creáis que Jesús es el Mesías". Su
escrito se presenta así, sobre todo en su primera parte, como un "libro de
signos", destinado a suscitar y afianzar la fe. Pero el signo más importante,
y el que confirma a todos los otros, es la resurrección de Jesús. Por eso el
IV evangelio, como todos los otros, le dedica una mayor atención y lo
presenta como el comienzo de una época nueva que da sentido a toda la
historia del mundo.
   De la enorme riqueza de contenido que ofrece el texto, seleccionamos dos
detalles, ambos con ecos en el Antiguo Testamento, que nos ayudarán a captar
el mensaje en su conjunto.
(Para otros aspectos de este mismo texto del Evangelio, pueden verse los
comentarios a los ciclos B y C, pues es un pasaje que se lee todos los
años).

   Después de saludar a los discípulos y mostrarles las manos y los pies,
Jesús "sopló (o exhaló su aliento) sobre ellos". Ese gesto de "exhalar"
recuerda en primer lugar la muerte de Jesús, quien, según Jn 19,30
"reclinando la cabeza, exhaló el espíritu". Subraya así el evangelista la
conexión existente entre la muerte de Jesús, su resurrección y la donación
del Espíritu Santo. "Les da este Espíritu como a través de las heridas de su
crucifixión" (Dominum et vivificantem, 24). Más lejos en el tiempo parece que
puede descubrirse también en ese gesto una alusión al soplo vital que Dios
transmitió al hombre al crearlo. "Le sopló en su nariz aliento de vida y el
hombre se convirtió en ser vivo" (Gen 2,7). Tendríamos así en el evangelio
de hoy un nuevo "acto creador" que el Mesías cumple infundiendo el Espíritu
Santo para dar vida a la "nueva creación" por Él redimida.
   El otro detalle subraya la dimensión liberadora de la resurrección. En
contraste con la Magdalena que va al sepulcro por la mañana temprano, los
discípulos se quedan "en una casa con las puertas cerradas por miedo a los
judíos". El "miedo" de los apóstoles recuerda el del pueblo de Israel en
Egipto mientras se cumplía la acción liberadora de Yaveh para sacarlos del
dominio del Faraón y llevarlos a la tierra prometida (Cfr Ex 12,40-42; 14,10).
Como la de los hebreos en Egipto, la situación de los apóstoles era
insostenible, y es el mismo Cristo quien toma la iniciativa de liberarlos.
Y lo hace no tanto eliminando los obstáculos externos (El no abre las
puertas) cuanto comunicándoles con la donación del Espíritu Santo esa paz,
esa alegría, esa fuerza interior que los llevará hasta los confines del
mundo.
   A través de ellos esa acción liberadora de Cristo se extiende a todos los
hombres puesto que les comunica el poder de perdonar los pecados. El mismo
Jesús había dicho que "quien comete pecado es esclavo" a los judíos que le
preguntaban: "¿Cómo dices tú que vamos a ser libres?" Y luego añadió: "Sólo
si el hijo os da la libertad seréis realmente libres" (Jn 8,34)

                             Comunidad-familia

   La Palabra de Dios nos presenta hoy la reagrupación de la comunidad de
los discípulos en torno a Cristo resucitado en su fase inicial (3ª. lectura)
y cuando su vida ya se ha afianzado y desarrollado (1ª. lectura). No se trata
sólo de una reconstrucción del grupo de los que creían en Jesús ya antes de
su muerte, de un volver a conquistar lo que ese acontecimiento había
destruido, sino que nace algo nuevo que recupera lo ya existente y lo abre
a nuevas dimensiones hasta entonces insospechadas. En esa misma perspectiva
hemos de ver también el misterio de Nazaret, realidad prepascual que se pro-
yecta también en el tiempo de la Iglesia.
   Una figura clave para entender todo esto es María de Nazaret. "Así pues,
en la economía de la gracia, que se lleva a cabo bajo la acción del Espíritu
Santo, existe una singular correspondencia entre el momento de la encarnación
del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos
momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En
los dos casos su presencia es discreta, pero esencial, indica la vía del
"nacimiento del Espíritu". Así ella que está presente en el misterio de
Cristo como madre, está por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo,
presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia es una presencia
materna, como indican las palabras pronunciadas en la cruz: Mujer he ahí a
tu hijo; he ahí a tu madre" (R. M. 24).
   Las palabras de Cristo en la cruz que confían a Juan esa "filiación de
sustitución" abren el misterio de Nazaret a su dimensión eclesial en el
tiempo de después de la Pascua, porque reconstruyen en sus líneas esenciales
(maternidad-filiación) la realidad familiar de Nazaret que se basa
precisamente en esas relaciones. Y sólo después de haber puesto las bases de
Esa realidad nueva, Jesús da por cumplida su misión en la tierra: "Sabiendo
Jesús que todo estaba cumplido... " (Jn 19,28). Y anticipando el gesto del
cenáculo exhala el espíritu, sopla el nuevo aliento de vida sobre esa nueva
creación.
   "Las palabras que Jesús pronuncia desde la cruz significan que la
maternidad de quien le ha engendrado alcanza una "nueva" continuidad en la
Iglesia y mediante la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este
modo, ella que, como "llena de gracia" fue introducida en el misterio de
Cristo para ser su madre, es decir, la santa madre de Dios, mediante la
iglesia permanece en ese misterio como la "mujer" designada en el libro del
Génesis (3,15) al principio y en el Apocalipsis (21,1) al final de la
historia de la salvación. Según el eterno deseo de la Providencia divina, la
maternidad divina de María debe extenderse a la Iglesia, como indican las
afirmaciones de la tradición, para las cuales la maternidad de María respecto
a la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto al
Hijo de Dios" (R. M. 24).

Jesús, cada uno de nosotros
quiere decirte hoy como el apóstol Tomás:
"Señor mío y Dios mío".
Sin haberte visto queremos experimentar
el gozo inefable y transfigurado
que comunica la fe.
Infunde en nosotros, en nuestra comunidad
y en toda la Iglesia,
ese espíritu de fuerza
que rompe las cadenas del miedo
y libera del pecado,
para poder ofrecer signos claros
de tu presencia entre los hombres
y que así todos glorifiquen al Padre.

                          Construir la comunidad

   Quien está acostumbrado a leer el evangelio desde Nazaret ve fácilmente
ya en la "nueva familia" construida por Jesús desde la cruz con María y Juan,
el germen de la Iglesia, porque había intuido esa misma realidad en la
familia que Él mismo había formado con María y José.
   El acontecimiento pascual da cumplimiento y hace florecer las esperanzas
de Nazaret y de la cruz. La presencia del resucitado infundiendo el Espíritu
a los suyos, libera a la comunidad de sus miedos, de su desconfianza hacia
el mundo que la rodea y de la falta de fe, para hacerla vivir en la libertad,
en la alegría y en la paz. De esta forma la comunidad empieza a recobrar su
capacidad de testimonio y de acción misionera. Es la Iglesia que vemos
descrita en la 1ª. lectura de hoy: unida y dinámica, llena de vida y de entu-
siasmo.
   En el intento por construir hoy nuestra comunidad, al que nos lleva la
Palabra, hemos de tener muy en cuenta los dos aspectos que ha subrayado
nuestra meditación: la raíz de donde arranca todo, que es la fe en Cristo
resucitado donador del Espíritu Santo, y la constancia (la perseverancia) en
sostener y promover los cuatro pilares de toda comunidad cristiana (1ª.
lectura).
   La escucha de la Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, el
compartir los bienes materiales y de todo tipo, la celebración de la
eucaristía que pone a la comunidad en contacto real con Cristo muerto y
resucitado y la oración, expresión de la alianza con el Dios vivo, han sido
y serán siempre los grandes medios para verificar el camino y promover el
crecimiento de nuestras comunidades.
   El texto de los Hechos de los Apóstoles habla concretamente de
"constancia" y "perseverancia". Una comunidad está siempre en creación. Por
eso no se pueden descuidar esos medios que la vivifican desde la raíz. Cada
vez que la Iglesia ha querido renovarse ha vuelto a esa inspiración
primitiva. En su medida, lo mismo debe hacer también cada comunidad
cristiana.

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