sábado, 28 de abril de 2018

Ciclo B - V Domingo de Pascua


29 de abril de 2018 - V DOMINGO DE PASCUACiclo B

"Yo soy la vid verdadera"

Hechos 9,26-31

      En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con
los discípulos, porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo.
Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles.
      Saulo les contó cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre
de Jesús.
      Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén predicando
públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los judíos
de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los hermanos,
lo bajaron a Cesarea y lo hicieron embarcarse para Tarso.
      Entre tanto, la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría.
Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba
animada por el Espíritu Santo.

I de Juan 3,18-24

      Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la
verdad. En esto conocemos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra
conciencia ante El, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios
es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.
      Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante
Dios; y cuanto pidamos lo recibiremos de Él, porque guardamos sus manda-
mientos y hacemos lo que le agrada.
      Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucris-
to, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó.
      Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en Él; en esto
conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos dio.

Juan 15,1-8

      En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
      -Yo soy la vid y mi Padre es el labrador, a todo sarmiento mío que no
da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto.
      Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permane-
ced en mí y yo en vosotros.
      Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid,
así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
      Yo soy la vid y vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo
en Él; ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.
      Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se
seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
      Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis
lo que deseéis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis
fruto abundante; así seréis discípulos míos.

Comentario

      Como la imagen del buen pastor, también la de la vid nos coloca de
inmediato y de forma intuitiva, ante el núcleo central de la vida cristiana.
Se nos habla simultáneamente de la relación existente entre Cristo y los
cristianos y de la que se da entre Jesús y el Padre.

      En la misma línea de los otros discursos de despedida recogidos por el
cuarto evangelio, Jesús revela su identidad a través de una expresión fuerte:
"Yo soy". Y al igual que el adjetivo "bueno" aplicado a pastor tenía un matiz
polémico con los "asalariados", también en la alegoría de hoy, Jesús se
presenta como la vid "verdadera", quizá aludiendo a la tradición bíblica que
presentaba al pueblo de Israel comparándolo con la vid (Cfr. Is. 5,1-7; Jer
2,21; Ez 17,1-10; Sal 80). Jesús es, así, el nuevo y verdadero Israel, de
quien el Padre puede estar contento y al que hay que estar unido para recibir
la savia de la vida nueva.
      En la segunda parte del texto evangélico la atención se desplaza hacia
"los sarmientos". Se pasa, pues, al lenguaje exhortativo: "dar fruto",
"permaneced en mí". Se pone el acento en dos aspectos fundamentales: la
salvación es gratuita (viene del tronco a los sarmientos) pero al mismo
tiempo se deja toda la responsabilidad a éstos últimos. El lenguaje
escatológico y condenatorio del v. 6 ("los echan al fuego y los queman"),
subraya esa responsabilidad.
      Se trata, pues, de "dar fruto abundante" permaneciendo unidos a Cristo.
En los versículos siguientes a los que hoy se leen en la liturgia se explica
que " cumpliendo mis mandamientos", es decir, que la unión con la vid que es
Cristo, se realiza en los hechos de la vida de cada día, no sólo con
palabras. Y éste es precisamente el tema que desarrolla la 2ª. lectura ("Hijos
míos, no amemos sólo con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad"
I Jn 3,18) y que el autor de los Hechos de los apóstoles ve realizado en la
comunidad primitiva, la cual gozaba de "la paz".

"Permanecer" en Nazaret

      La figura de la vid, como la del árbol en general sugiere en primer
lugar la idea de estabilidad. Ese significado natural queda subrayado en el
evangelio de hoy por la insistencia de Jesús en el "permanecer" unidos a la
vid.
      El verbo griego menein = permanecer, seguir, quedarse, es típico de
cuarto evangelio y es usado siempre para designar esa relación profunda
existente entre Cristo y sus discípulos. Ya en el A. T. se habla de la fe
como elemento esencial de la relación estable entre Dios y su pueblo: "Si no
creéis, no subsistiréis" (Is 7,9).
      La larga permanencia de Jesús en Nazaret educa y reposa hoy nuestra
mirada en la figura de la viña para penetrar todo su significado. Cuando
Jesús habla hoy de permanecer unidos a Él tiene presente la inconstancia de
muchos que lo habían seguido en un primer momento y luego le [D1] abandonaron
como testimonia el mismo evangelio de Juan (Cfr cap. 6,66). Por otra parte
Él había explicado las condiciones para que la palabra sembrada dé fruto.
      Por eso tendría también ante los ojos la limpia fidelidad de su madre
y de S. José. Ellos habían perseverado, habían permanecido fieles durante
todo el período de Nazaret; "Su madre conservaba en su corazón el recuerdo
de todo aquello" (Lc 2,52). Nosotros podemos ver en ellos "los dos olivos y
los dos candelabros que están en la presencia del Señor de la tierra" (Ap.
11,4; Zac. 4).
      La fe, cuando dura en el tiempo y se traduce en obras, se llama
fidelidad y ese es el testimonio fundamental que recibimos de Nazaret cuando
leemos el evangelio de la viña. Frente a tantas infidelidades, pasadas y
recientes, la "estabilidad" de los testigos de Nazaret nos invita a dejar que
corra de forma permanente la vida que fluye constantemente de Cristo hacia
nosotros y se transforme en acciones concretas.
      Esa "permanencia" es la condición de la fecundidad. Dar frutos sólo es
posible cuando las raíces son fuertes y sanas y cuando el tiempo ha permitido
el desarrollo de la planta y la maduración del fruto. No es, pues, tiempo
muerto el tiempo de Nazaret, sino testimonio de una vida que fluye siempre,
aun en los momentos en que nada se ve.

Corra abundante, Señor, la savia de tu Espíritu Santo
por tus vástagos para que se alegre el corazón del Padre
que con tanto amor te ha plantado y nos cuida.
Queremos celebrar hoy
y alegrarnos con los frutos que has dado
desde el árbol de la cruz
y unirnos cada vez m s a ti,
para que cuando el Padre nos pode,
sepamos, como tú, dejarle hacer
y ponernos confiadamente entre sus manos.

"Permanecer"

      Permanecer, seguir con Jesús, estar unidos a Él, es la condición
indispensable para dar frutos, para cumplir nuestra misión y, en definitiva,
para ser eficaces.
      Desde nuestros muchos quehaceres, desde nuestros muchos planes de
acción, de pastoral, de formación, es bueno, con el evangelio de hoy visto
desde Nazaret, pararnos a considerar que lo primero es estar unidos a Cristo,
si queremos hacer algo que valga la pena. El canal por donde fluye la vida
que produce frutos es nuestra relación con Él, nuestra relación duradera,
permanente, constante.
      Como en otras ocasiones, vienen así valorizados para una verdadera
eficacia, todos esos momentos de apertura a Él sólo, de oración, de
permanencia y aguante en el dolor y en frustración vividos con fe, que tan
inútiles nos parecen a veces.
      "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,6). Vivir hoy en el pleno sentido
de la palabra es aceptar que no hay una relación directa e inmediata entre
nuestro hacer y los frutos que de ello resultan. La maduración y la cosecha
"acontecen" no sin nosotros ciertamente, pero sí en modos y tiempos muy
distintos a lo que podemos pensar.
      Celebramos hoy la vida, los frutos, que vienen no sólo del momento de
la floración, sino también del momento de la poda y del largo invierno
durante el cual en apariencia nada se mueve.

TEODORO BERZAL.hsf



 [D1]

sábado, 21 de abril de 2018

Ciclo B - IV Domingo de Pascua


22 de abril de 2018 - IV DOMINGO DE PASCUA – Ciclo B

                          "Yo soy el buen pastor"

Hechos 4,8-12

      En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo:
      -Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un
favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado
a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido
el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien
Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante
vosotros.
      Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los arquitectos, y que se
ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo,
no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.

I de Juan 3,1-2

      Queridos hermanos:
      Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él.
      Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque
le veremos tal cual es.

Juan 10,11-18

      En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:
      -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el
asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo,
abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que
a un asalariado no le importan las ovejas.
      Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen,
igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las
ovejas.
      Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas
las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo
Pastor.
      Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo
poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido
del Padre.

Comentario

      En este domingo la liturgia nos presenta cada año la figura del Buen
Pastor desde distintos puntos de vista. El evangelio de este ciclo invita a
considerar la persona misma de Jesús como pastor bueno subrayando el rasgo
de su entrega libre que lo diferencia netamente de los "mercenarios" y lo
coloca en una relación filial con el Padre.
      Por tres veces (vers. 11,15,17) en el texto del evangelio se menciona
el desprendimiento de la propia vida. La primera para distinguir al buen
pastor del asalariado, la segunda para expresar su "amor por las ovejas" y
la tercera como motivo del amor que el Padre tiene por Él: "Por eso me ama
mi Padre, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo".
      Esta relación única y personalísima de Jesús con el Padre, puesta en
evidencia sobre todo en el misterio pascual de muerte y de resurrección, es
la que califica definitivamente a Jesús como pastor. El es el pastor en
cuanto es el Hijo del Padre.
      La expresión "Yo soy", que hace eco a la revelación personal de Dios
en el Antiguo Testamento y la figura del pastor con la que Dios se había
identificado muchas veces (Cfr. Jer. 23; Ez 34; Zac. 13) para distinguirse
de los otros pastores, presentan la identidad de Jesús de modo absoluto. Pero
a renglón seguido se hace ver su dimensión relacional: Él es el Hijo ("este
encargo me ha dado el Padre", Jn 18,10).
      Su condición de "pastor" es, pues, al mismo tiempo algo que define a
Jesús de modo total y absoluto pero al mismo tiempo lo pone en una relación
peculiarísima con el Padre. Esa relación Él la vive en la dimensión filial
de su vida que le lleva al don de sí, a la entrega generosa desde esa
libertad suprema de poder "desprenderse de su vida para recobrarla de nuevo".
      De este modo se comprende que Jesús sea el "único" del que el hombre
pueda esperar la vida y la salvación, como insiste S. Pedro en el discurso
de la 1ª. lectura.

Jesús, el hijo

      Jesús, anunciado como sucesor de David, "que reinará en la casa de
Jacob" (Lc 2,33), es en Nazaret ante todo el "hijo".
      En el episodio de los tres días en el templo el evangelista lo muestra
ya con esa libertad interior de quien posee el dominio sobre su propia vida
(se pierde y se deja encontrar) que el texto de la misa de hoy pone también
en primer plano.
      Pero ya en Nazaret ese aparente acto de insubordinación que es la
permanencia en Jerusalén, es visto por Lucas en relación con el Padre. La
vinculación misteriosa con "la casa de mi Padre", deja entrever esa relación
personal de Jesús con el Padre que comportará su muerte, resurrección y
glorificación.
      Y como signo y ratificación de su condición filial con respecto al
Padre está su obediencia a María y a José durante su infancia y juventud. Es
este el modo más convincente de interpretar la obediencia y sumisión de Jesús
a sus padres.
      Este es nuestro pastor, el modelo de pastor. Alguien de quien podemos
fiarnos totalmente, porque Él mismo es hijo, es decir obediente. Sabemos así
que entrando en su modo de ser, Él nos llevará al Padre.
      Jesús, a quien contemplamos hoy como pastor y guía, es también, ya
desde su infancia "modelo del rebaño", como dice la primera carta de Pedro
(5,3).
      Lo que da a Jesús su condición de pastor y Mesías es su vinculación
única con el Padre, pero esa condición no lo hace ajeno a nuestra condición
humana.
      Mirando a Jesús en sus años de Nazaret, y desde ellos todo el arco de
su existencia terrena, podemos ver esa trayectoria nítida de libertad y
sometimiento que hacen de la obediencia a Dios y a los hombres un acto de
amor: algo que brota de lo más íntimo de la persona, algo que constituye al
hombre en una libertad nueva y lo lanza hacia espacios antes ignorados.
"Tengo otras ovejas que no son de este recinto" (Jn 10,16).

Señor Jesús, somos conocidos por ti,
como tú eres conocido por el Padre.
Tú eres nuestro pastor,
transparencia diáfana del rostro de Dios,
tú nos conoces y nos llevas a Él.
Introdúcenos, con la fuerza del Espíritu Santo,
en tu gesto supremo y permanente de donación
que es la eucaristía;
así llegaremos a la libertad radiante de los hijos.

Somos hijos

      "Hijos de Dios lo somos ya", dice S. Juan en la 2ª. lectura de hoy. La
unión con Jesús en el bautismo nos ha colocado en esa situación maravillosa.
      Ser hijos hoy para nosotros, mirando al evangelio desde Nazaret, es
profundizar en esa situación de libertad interior que lleva a entregar
voluntariamente la vida por los demás: "De buena gana, como Dios quiere",
dice S. Pedro cuando habla de los pastores.
      La condición de hijos nos lleva también a esa obediencia sencilla y
clara a quienes son constituidos como pastores, como lo hizo Jesús con María
y José, descubriendo en lo que ellos dicen y deciden "el encargo que me ha
dado el Padre" (Jn 10,18).
      Esta condición filial de Jesús en Nazaret nos revela la de todo hombre,
a la vez responsable de otros y dependiente de ellos, y el camino para
vivirla hoy como hijos de Dios: entregar la propia vida con la fe puesta en
el Padre, sabiendo que un día nos la devolverá en modo nuevo.
      La jornada de oración por las vocaciones que se celebra en este domingo
es una ulterior llamada a tomar conciencia de esa responsabilidad que tenemos
todos en la Iglesia: todos por ser hijos y hermanos somos responsables de la
vida de los otros (Gen 4,9). Jesús, el buen pastor, nos indica cómo vivir
hasta el fondo esa responsabilidad ministerial. En distintos modos y a varios
niveles el esquema de toda vocación es el mismo: responder a la llamada,
desprenderse de la propia vida para recobrarla "cuando Jesús se manifieste
y lo veamos como es, entonces seremos como Él" (I Jn 3,2).
TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 14 de abril de 2018

Ciclo B - III Domingo de Pascua


15 de abril de 2018 - III DOMINGO DE PASCUA – Ciclo B

                            "Soy yo en persona"

Hechos 3,13-15. 17-19

      En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
      -Israelitas, ¿de qué os admiráis?, ¿por qué nos miráis como si hubiése-
mos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud?. El Dios de Abra-
hán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su
siervo Jesús, al que vosotros entregasteis ante Pilato, cuando había decidido
soltarlo.
      Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino;
matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y
nosotros somos testigos.
      Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras
autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por
los profetas: que su Mesías tenía que padecer.
      Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros
pecados.

II de Juan 2,1-5a

      Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca,
tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo.
      Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los
nuestros, sino también por los del mundo entero.
      En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y
la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, en él ciertamente el
amor de Dios ha llegado a su plenitud.

Lucas 24,35-48

      En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en
el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan.
      Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les
dijo:
      -Paz a vosotros.
      Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo:
      -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?
Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que
un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.
      Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de
creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
      -¿Tenéis ahí algo que comer?
      Ello le ofrecieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comi¢ delante
de ellos. Y les dijo:
      -Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros; que todo lo
escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía
que cumplirse.
      Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y
añadió:
      -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los
muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón
de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Comentario

      El tema central de las lecturas de este domingo es la salvación que
Cristo resucitado ofrece a sus discípulos y por medio de ellos a todos los
hombres.
      El camino de la salvación empieza por el reconocimiento del propio
pecado (1ª. y 2ª. lecturas) y termina en el reconocimiento de Jesús como Señor
(evangelio).
      La página del evangelio nos lleva de la mano a través de ese proceso
en el que Jesús, haciéndose compañero de camino del hombre, lo cambia por
dentro: primero a los dos de Emaús, luego a los apóstoles y a los que estaban
con ellos y, finalmente, a través de ellos "a todos los pueblos, empezando
por Jerusalén" (Lc 24,47).
      De la desesperanza, el abatimiento y dispersión se pasa en el relato
evangélico, gracias a la fe que nace o renace, a la valentía del compromiso
y del testimonio.
      Tres son los puntos que el evangelista destaca en este proceso de
transformación. Primero está el hacer comunidad. Jesús se aparece "mientras
hablaban", mientras los de Emaús cuentan lo que les ha pasado y los once
comunican su fe: "Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc
24,34). Segundo, está el reconocimiento del resucitado, vivo, presente, capaz
de intervenir en su vida: "soy yo en persona". Y, finalmente, como punto de
apoyo permanente que podrá generar siempre el proceso está la apertura del
entendimiento para comprender las Escrituras.
      Existe en la Escritura, en efecto, una lógica (anuncio-cumplimiento)
que ahora los discípulos pueden entender, pero, sobre todo, mediante la fe,
pueden ahora constatar recreando así el camino que va de la certeza personal
a la comunión con los otros creyentes y al anuncio de la buena nueva de la
salvación a todos los pueblos. Es lo que Pedro hace en su discurso a los
judíos después de Pentecostés (1ª. lectura); es lo que Juan recuerda a todos
los cristianos: "Así podemos saber que estamos con Él" (I Jn 2,5).

"Ellos no comprendieron"

      En los evangelios de la infancia de Cristo tenemos ya todo el
vocabulario evangélico referido a la inteligencia de las escrituras. Con la
misma fuerza del "así estaba escrito" (Lc 24,46), referido a la pasión y
muerte de Cristo, tenemos el "para que se cumpliera lo que dijeron los
profetas", repetido varias veces en los dos primeros capítulos de Mateo,
refiriéndolo a los acontecimientos de la infancia del Salvador.
      Pero tenemos, sobre todo, la figura de María (y de José), a quien Lucas
presenta verdaderamente como la "virgo sapiens". Ella ya desde el principio
supo conservar en el corazón los hechos y las palabras, vivió en sí misma el
drama entender - no entender, drama que vivirán luego los discípulos de
Jesús a lo largo de todo el evangelio y hasta después de la resurrección.
Pero María mereció sobre todo ser bienaventurada porque ya en los comienzos
creyó en el cumplimiento de la Palabra de Dios: "¡Dichosa tú que has creído!
Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45).
      Ese "entender las Escrituras" que Jesús da a sus discípulos consiste
no tanto en una penetración intelectual o en una capacidad de descubrir la
lógica de los acontecimientos por una concatenación establecida teóricamente,
sino en la apertura confiada al Dios fiel que promete y cumple y que conduce
todo según su sabiduría.
      Esa es también la actitud básica de la Virgen de Nazaret. Ella creyó
en el momento de la anunciación que en el Hijo que se le prometía se iban a
cumplir las Escrituras: "Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor
Dios le dará el trono de David su antepasado" (Lc 1,32). Y creyó que el
momento histórico que le tocaba vivir era el de la máxima actuación del
todopoderoso, que verdaderamente Dios estaba cumpliendo las promesas hechas
a Abrahán y a David (Lc 1,55).
      Desde la "alegría de la fe" y el "asombro" de los apóstoles ante el
Señor resucitado comprendemos mejor la fe de María ("Alégrate, María, llena
de gracia") y de José; Y a su vez María y José nos enseñan a vivir esa
actitud básica del creyente (puro don de Dios) que consiste en "entender" las
Escrituras.

Ven, Espíritu Santo,
"Espíritu de la verdad" (Jn 16,13),
danos hoy el don de "comprender" las Escrituras,
de ver cómo se cumple en nosotros,
en las situaciones que ahora vivimos
y en el mundo actual, la Palabra de Dios,
manifestada en Jesús, el resucitado.
Ábrenos a la fuerza de la Palabra
que nos transforma y nos puede cambiar,
si somos testigos fieles, para el mundo en que vivimos.

La fuerza de la Palabra

      El testigo necesita la fuerza de la Palabra. el apóstol Pedro,
dirigiéndose a su propio pueblo, se apoya en la fuerza de la Escritura para
afirmar la verdad de la resurrección de Jesús y para pedir, en su nombre, la
conversión. La consecuencia, en virtud de la misericordia y de la comprensión
de Dios manifestadas en Jesús, es "el perdón de los pecados" (Hech. 3,19).
      No se trata de dominar con soltura las diversas formas que tiene el
hablar humano ni de la fuerza de persuasión que puede tener un discurso, sino
de la fuerza de la Palabra, que penetra el corazón y lleva a la persona a
ponerse ante su propia situación, a reconocerse a sí mismo y desde ahí,
abrirse al Dios misericordioso que en Cristo le ofrece la salvación.
      Sólo quien ha echo el camino de vuelta de Emaús o, como Pedro, ha
llorado su traición, es capaz de dejar que la Palabra desarrolle todo su
poder de conversión primero en uno mismo y luego en los demás.
      A ese testimonio fuerte somos llamados hoy en el "entender las
Escrituras" que el resucitado nos ofrece. Somos llamados a "predicar en su
nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (Lc
24,47).
      La Escritura, testigo permanente e inalterable de la fidelidad de Dios,
es el apoyo siempre válido de todos los testigos del mensaje de Jesús. La
historia personal de cada uno, está contada ya en ella de forma objetiva e
irrecusable. Quien se abre a su mensaje, llega a la fe.
TEODORO BERZAL.hsf