27
de julio de 2014 - XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"El Reino de los cielos es semejante a..."
-1Re 3,5. 7-12
-Sal 118
-Rom 8,28-30
Mateo
13,44-52
Dijo Jesús a la gente:
-El Reino de los cielos se parece a un
tesoro escondido en el campo: el
que
lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va, vende todo
lo
que tiene y compra el campo. El Reino de los cielos se parece también a
un
comerciante en perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va
a
vender todo lo que tiene y la compra. El Reino de los cielos se parece tam-
bién
a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces; cuando está
llena,
la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y
los
malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo:
saldrán los ángeles, separarán a
los
malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto
y
el rechinar de dientes: ¿Entendéis bien todo esto?
Ellos contestaron:
-Sí.
Él les dijo:
-Ya veis, un letrado que entiende del Reino
de los cielos es como un
padre
de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.
Comentario
Como introducción al mensaje evangélico, la liturgia
nos presenta la
sabiduría
de Salomón. Su capacidad de discernir el verdadero valor, que para
él
consistía en saber gobernar a su pueblo, es ampliamente elogiado por el
autor
sagrado. Dejando de lado riquezas y honores, sabe pedir en su oración
lo
que realmente le conviene y su oración es escuchada. El mismo libro de los
Reyes
muestra posteriormente cómo le fueron concedidas también la riqueza y
los
honores, a pesar de su infidelidad. Lo que importa es tener un corazón
sabio
e inteligente, como Salomón desea. En eso está verdaderamente el mejor
tesoro.
El capítulo de las parábolas del Reino se
cierra en el evangelio de Mateo
con
tres comparaciones brevísimas que leemos en este domingo.
Las dos primeras, la del tesoro y la del
mercader de perlas, son casi
paralelas.
En ambas se subraya la capacidad del protagonista para descubrir
un
bien que está por encima de los demás y su prontitud para dejar todo y
obtener
lo que más estima. Queda así claro cuál es la actitud que el
discípulo
de Jesús debe adoptar frente al anuncio del Reino. Ante el gran
tesoro
del Reino que Dios ofrece gratuitamente en Jesús, no queda más remedio
que
acogerlo y valorarlo por encima de todas las demás cosas.
Cada una de estas dos parábolas, a pesar de
su significado fun-
damentalmente
idéntico, acentúa un aspecto que conviene destacar. En la del
tesoro
encontrado en el campo, se subraya la alegría del afortunado. La
alegría
es uno de los signos más claros de todo discernimiento bien hecho,
de
quien ha sabido elegir bien. En la segunda parábola se destaca la
sagacidad
del comerciante capaz de distinguir, entre muchas perlas, la que
vale
más que entre todas las demás. Sólo una larga experiencia en el oficio
permite
llegar a un juicio tan certero.
La parábola de la red parece tener el mismo
sentido que la de la cizaña,
ya
comentada el domingo pasado. Aquí, sin embargo los elementos de la
comparación
quedan reducidos a lo esencial: la distinción entre peces buenos
y
malos, y la distinción entre los dos tiempos, el de la pesca en el presente
y
el de la selección, que se hará en el futuro. Esa esencialidad contribuye
a
destacar la distinción entre unos y otros: no caben situaciones
intermedias.
La conclusión del discurso de las parábolas
es también altamente
significativa.
A lo largo de la exposición de estas narraciones, el
evangelista
ha ido intercalando varios pasajes en los que da las razones de
este
modo de presentar el mensaje que Jesús practicaba, como también la
explicación
de algunas de las parábolas. En la conclusión se insiste sobre
la
necesidad del "comprender". Es necesario comprender no sólo ese modo
de
transmitir
el mensaje, sino el contenido del mismo. Jesús lo subraya con el
ejemplo
del escriba capaz de integrar lo nuevo y lo antiguo. Parece ser el
ideal
de quien, habiendo dado cabida a la novedad del Reino, es capaz de
conservar
los valores de la antigua alianza. Ese es también un tipo de
sabiduría
nada despreciable.
"Lo esconde de nuevo"
No es buen método de interpretación el
buscar un significado a cada uno
de
los detalles de las parábolas. Estas tienen un sentido unitario que se
capta
en la fuerza del témino de comparación: la figura, la imagen, el
comportamiento
recogido en la experiencia de la vida corriente que revela la
verdad
de orden espiritual.
Si se destaca un detalle, hay que saberlo
integrar en el sentido global
de
la parábola mostrando cómo ilumina su contenido desde un ángulo
particular.
Es lo que pretendemos hacer leyendo la experiencia de Nazaret a
la
luz de ese detalle destacado en el título, que forma parte de la parábola
del
campo en la que se encuentra el tesoro.
El texto dice que el hombre que encuentra el
tesoro "lo esconde de
nuevo".
Se distinguen así tres momentos en el tiempo de la narración de la
parábola:
el descubrimiento del tesoro, el momento más o menos largo en que
el
tesoro ya descubierto permanece nuevamente escondido bajo tierra y la
plena
posesión del mismo. Sólo en este último momento el tesoro puede ser
mostrado
sin temor puesto que el campo pertenece ya plenamente a quien
descubrió
su riqueza.
Si vemos en el tesoro, como nos enseña el
evangelio, no tal o cual valor
de
la vida ni tampoco el Reino de Dios como un dominio abstracto de Dios
sobre
el mundo, sino que lo identificamos con Jesús mismo, entonces podemos
decir
que el segundo momento del que hablábamos, en que el tesoro es ya
conocido
pero ha sido escondido de nuevo, coincide con el tiempo de Nazaret.
Después de la revelación inicial a María y a
José, y a algunos otros "que
esperaban
la redención de Israel", por mucho tiempo aún el tesoro estuvo
escondido.
El misterio de Cristo, "que no había sido comunicado a los hombres
en
los tiempos antiguos" (Ef 3,3), permaneció también oculto durante un largo
período
después de haber sido inicialmente revelado.
Los primeros que lo descubrieron, vivieron
esa "alegría" desbordante y
esperanzada
de quien sabe que un día el tesoro les pertenecerá
definitivamente
porque están dispuestos a dejarlo todo por él. Además saben
que
será puesto a disposición de todos para que todos los que quieran, puedan
beneficiarse
de él. Es lo que María canta en el Magníficat: "Su misericordia
llega
a sus fieles de generación en generación".
Esa alegría del hombre de la parábola que
sabe que el tesoro est allí y
que
puede ser de él para siempre, esa alegría no exenta de preocupaciones,
pero
que pone alas a la esperanza y lleva a dejarlo todo, sin mirar cuánto
vale,
porque sabe que lo que esconde la tierra vale más, es la misma que se
vivió
en Nazaret durante mucho tiempo.
Te bendecimos, Padre, porque en Cristo
nos has dado el conocimiento y la verdad.
Él es el tesoro por el que vale la pena dejarlo todo.
Te pedimos la gracia del Espíritu Santo,
que abra nuestro corazón a la verdadera sabiduría,
para saber encontrar el tesoro de nuestra vida
y esconderlo de nuevo
hasta que sepamos darlo todo
para poseerlo definitivamente.
Discernimiento
La atención sobre uno mismo y sobre la situación
que le rodea para captar
lo
que verdaderamente vale, "lo bueno, lo perfecto, lo que agrada a
Dios"
(Roma
12,2), es una de las dimensiones fundamentales del vivir cristiano. A
ella
parece invitarnos de forma insistente el mensaje de la Palabra de Dios.
Existe un primer y fundamental
discernimiento que consiste en descubrir
en
Jesús la llegada del Reino de Dios, como algo absoluto y superior a todo
lo
demás. Pero a ese descubrimiento inicial debe seguir una actitud concreta
de
discernimiento en la vida de cada día para ir viendo en cada caso lo que
es
conforme con ese valor primero. En esa confrontación es donde se juega la
bondad
o maldad de cada "pez" que es pescado en nuestra vida. De manera que
el
discernimiento final, el que se hace en un futuro que está más allá del
tiempo,
no hará más que manifestar de forma definitiva lo que han sido
nuestras
opciones presentes.
El cap. 8º de la carta a los Romanos, que
venimos leyendo todos estos
domingos,
constituye en el fondo una gran llamada a someter toda nuestra
existencia
al influjo del Espíritu Santo, el cual nos llevará a identificar
nuestra
vida con Cristo. "Él es para nosotros sabiduría, justicia y
redención"
(1Co 1,30 ) tal es el designio que el Padre ha "pensado" desde
siempre
para todos los hombres: "Que lleguemos a ser, según la imagen de su
Hijo"
(Roma 8,29).
Este don y esta promesa deben espolear cada
día nuestra atención para
buscar
con verdadero empeño dónde esta la verdad. Es más, la alegría de haber
descubierto
el verdadero tesoro, pone en la balanza que tenemos en nuestras
manos
el contrapeso que nos indica constantemente el valor que tienen las
demás
cosas. No podemos perder de vista esa perspectiva si queremos juzgar
las
situaciones y los acontecimientos con sabiduría y en conformidad con lo
que
un día se descubrirá.
Vivir en esa actitud de atención y de
fidelidad constante es una gracia
grande
que el Señor no niega a quienes quieren ser suyos y seguirlo.