26 de agosto de 2018 - XXI DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO - Ciclo B
"Las
palabras que os he dicho son espíritu y vida"
-Jos 24,1-2,15-17. 18
-Sal 33
-Ef 5,21-32
-Jn 6,60-69
Juan 6,61-70
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:
- Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban les dijo:
- ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde
estaba antes? El espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las
palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros
no creen.
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba
a entregar. Y dijo:
- Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo
concede.
Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron
a ir con Él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce:
- ¿También vosotros queréis marcharos?
Simón Pedro le contestó:
- Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna;
nosotros creemos. Y sabemos que tú eres
el Santo consagrado por Dios.
Comentario
Con la página del evangelio que leemos hoy se concluye el discurso del
pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún
(y también el paréntesis introducido
en la lectura continua del evangelio de
Marcos).
Siguiendo la sucesión de los acontecimientos del IV evangelio, Jesús
ha mostrado su condición divina con los
milagros (signos) de la tempestad
calmada y de la multiplicación de los
panes. Con su palabra ha intentado
mostrar a los judíos que su origen
divino no es incompatible con su condición
humana y que Él mismo es el primer
signo del amor de Dios a los hombres. Ante
el rechazo generalizado de la multitud,
da un paso más y pretende verificar
(aunque ya lo sabía, Jn 6,64) cuál es
la postura de sus discípulos.
En la intención del evangelista parece estar la idea de establecer una
distinción neta entre quienes creen y
quienes no creen, es decir, de volver
a colocar en el centro la cuestión
fundamental de todo el discurso: reconocer
la verdadera identidad de Jesús.
La lectura del libro de Josué (1ª. lectura) introduce ya a esa opción
radical que se produce entre quien cree
(acepta, sirve) al Señor y quien
prefiere otros dioses u otros caminos
en la vida.
Quien se aventura en el camino de la fe verdadera sabe que
tendrá que:
fiarse más de Dios que de sus propias
luces ("la carne no sirve para nada"),
dejarse conducir más bien por el
Espíritu Santo y reconocer, como Pedro, que
Jesús es el "Consagrado de
Dios", el Cristo.
La confesión de fe es una opción de vida que implica el dejarse guiar
por el impulso del Padre, el cual
conduce al hombre a Cristo.
Esa opción comporta un creer y un conocer ("nosotros creemos y
sabemos"
v. 69). Creer y saber en el evangelio
de Juan se implican mutuamente. La
adhesión a Cristo lleva a una
penetración cada vez m s viva en su misterio
(Jn 4,42) y desemboca en la visión de
Dios, "cuando Jesús se manifieste y lo
veamos como es" (I Jn 3,2; 2ª.
lectura).
Proclamar que Jesús es el "Consagrado de Dios" (expresión
equivalente
a otras empleadas por los sinópticos:
el Cristo en Marcos, el Cristo de Dios
en Lucas, el Hijo de Dios vivo en Mateo),
es en definitiva, comprometer la
propia vida con Jesús, aceptar el
riesgo de perderse o, como asegura la fe,
poseer la vida eterna que brota de sus
palabras.
"Dejar el hombre su
padre y su madre" (Ef. 5,31)
Quien entra en comunión con Cristo mediante la fe y el bautismo, se
hace una realidad nueva a partir de la
cual todas las instituciones humanas
adquieren un valor nuevo. La aplicación
concreta a la que nos lleva la
liturgia de hoy en la celebración de la
Palabra se refiere a la familia y es
particularmente cercana a la vida
familiar que llevaron Jesús, María y José
en Nazaret. Ello nos lleva a meditar el
evangelio con una tonalidad especial.
Para hablar de la familia, la carta a los Efesios toma como punto de
partida el concepto de sumisión de los
m s débiles (niños, mujeres, esclavos)
a los más fuertes (hombres, maridos,
dueños). Era el punto clave de la
familia tradicional pagana. El apóstol
corrige esa visión en dos direcciones:
primero habla de una sumisión mutua, en
el temor de Cristo (5,21) y después
presenta el matrimonio como signo de la
unión entre Cristo y la Iglesia:
"Este símbolo es magnífico; yo lo
estoy aplicando a Cristo y a la Iglesia"
Ef. 5,33.
Ese modo nuevo de construir la familia, en recíproca sumisión, nos
lleva a pensar en la orientación dada
por Jesús y recogida en evangelio: "El
mayor entre vosotros, sea vuestro
servidor" (Mc 10,43-44). Y refleja
directamente la vida nazarena en la que
Jesús, el mayor "bajó con ellos a
Nazaret y siguió bajo su
autoridad" (Lc 2,52). "Les estaba sumiso", traducen
otros.
Desde esta perspectiva, se comprenden mejor las implicaciones de la fe
en Cristo y de la participación en la
eucaristía. La vida en el amor,
exigencia de toda vida cristiana,
construye ese "cuerpo" que es la Iglesia
(Ef 5,21-24) al que Cristo se da y que
Cristo da hoy para la salvación del
mundo.
La igualdad radical, en la diversidad de los carismas y las funciones,
sobre la que se construye la familia y
la Iglesia, está ya presente
germinalmente en la familia de Nazaret
y su vida concreta nos estimula a la
donación recíproca en la vida de cada
día, donde el primado de la caridad
pone en segundo lugar la importancia
del papel que cada uno juega, para que
aparezca más claro el don y el signo de
la comunión.
Señor
Jesús, tú tienes palabras
que
son Espíritu y vida.
Queremos
dejarnos arrastrar hacia ti
por
la fuerza misteriosa del Padre.
Desde
nuestra fragilidad y pecado
gritamos
a ti para que veas nuestras limitaciones
y
nuestro deseo de construir una Iglesia-familia
que
se inspire en la de Nazaret.
"¿A quién
iremos?"
Como a los hebreos del tiempo de Josué, como a los discípulos de Jesús
la escucha de su Palabra y la
participación en la eucaristía, nos coloca en
una alternativa existencial: retirarnos
a nuestras casas particulares o
servir al Señor formando un solo pueblo
guiado por Él; abandonar a Jesús como
tantos otros o reconocer en Él al
Consagrado de Dios.
El punto más importante en este caso es plantearse el problema, no
pasar por alto el "ultimátum"
de Jesús: "¿También vosotros queréis
marcharos?" (Jn 6,67).
Los pasos que hemos dado tras las huellas de Jesús no nos autorizan
nunca a prescindir del dilema esencial,
presente a lo largo de toda nuestra
vida y renovado cada vez en la donación
del signo del pan y del vino que se
nos hace en la eucaristía.
No podemos hoy refugiarnos en el pensamiento de que entre los apóstoles
"uno sólo es el traidor" (Jn
6,60), cuando en tantos lugares y en tantos
terrenos los seguidores de Jesús se ven
en minoría frente a otras propuestas.
Nuestra fe, don del Padre, se apoya sobre la fe de Pedro y de otros que
han seguido a Jesús y, al mismo tiempo,
aun en la oscuridad presente es una
opción personal que lleva a quedarse
con Jesús y con quien dice la verdad en
palabras llenas de Espíritu y de vida.
Sólo así se construye la comunidad-familia, minoritaria quizá, pobre
y limitada, pero al mismo tiempo llena
de Espíritu vivificante y capaz de ser
un signo y un punto de referencia para
cuantos la vean.
TEODORO
BERZAL.hsf