sábado, 25 de agosto de 2018

Ciclo B - TO - Domingo XXI


26 de agosto de 2018 - XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo B

            "Las palabras que os he dicho son espíritu y vida"

-Jos 24,1-2,15-17. 18
-Sal 33
-Ef 5,21-32
-Jn 6,60-69

Juan 6,61-70

      En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:
      - Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?
      Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban les dijo:
      - ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde
estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las
palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros
no creen.
      Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba
a entregar. Y dijo:
      - Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo
concede.
      Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron
a ir con Él.
      Entonces Jesús les dijo a los Doce:
      - ¿También vosotros queréis marcharos?
      Simón Pedro le contestó:
      - Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna;
nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

Comentario

      Con la página del evangelio que leemos hoy se concluye el discurso del
pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún (y también el paréntesis introducido
en la lectura continua del evangelio de Marcos).
      Siguiendo la sucesión de los acontecimientos del IV evangelio, Jesús
ha mostrado su condición divina con los milagros (signos) de la tempestad
calmada y de la multiplicación de los panes. Con su palabra ha intentado
mostrar a los judíos que su origen divino no es incompatible con su condición
humana y que Él mismo es el primer signo del amor de Dios a los hombres. Ante
el rechazo generalizado de la multitud, da un paso más y pretende verificar
(aunque ya lo sabía, Jn 6,64) cuál es la postura de sus discípulos.
      En la intención del evangelista parece estar la idea de establecer una
distinción neta entre quienes creen y quienes no creen, es decir, de volver
a colocar en el centro la cuestión fundamental de todo el discurso: reconocer
la verdadera identidad de Jesús.
      La lectura del libro de Josué (1ª. lectura) introduce ya a esa opción
radical que se produce entre quien cree (acepta, sirve) al Señor y quien
prefiere otros dioses u otros caminos en la vida.
      Quien se aventura en el camino de la fe verdadera sabe que tendrá que:
fiarse más de Dios que de sus propias luces ("la carne no sirve para nada"),
dejarse conducir más bien por el Espíritu Santo y reconocer, como Pedro, que
Jesús es el "Consagrado de Dios", el Cristo.
      La confesión de fe es una opción de vida que implica el dejarse guiar
por el impulso del Padre, el cual conduce al hombre a Cristo.
      Esa opción comporta un creer y un conocer ("nosotros creemos y sabemos"
v. 69). Creer y saber en el evangelio de Juan se implican mutuamente. La
adhesión a Cristo lleva a una penetración cada vez m s viva en su misterio
(Jn 4,42) y desemboca en la visión de Dios, "cuando Jesús se manifieste y lo
veamos como es" (I Jn 3,2; 2ª. lectura).
      Proclamar que Jesús es el "Consagrado de Dios" (expresión equivalente
a otras empleadas por los sinópticos: el Cristo en Marcos, el Cristo de Dios
en Lucas, el Hijo de Dios vivo en Mateo), es en definitiva, comprometer la
propia vida con Jesús, aceptar el riesgo de perderse o, como asegura la fe,
poseer la vida eterna que brota de sus palabras.

"Dejar el hombre su padre y su madre" (Ef. 5,31)

      Quien entra en comunión con Cristo mediante la fe y el bautismo, se
hace una realidad nueva a partir de la cual todas las instituciones humanas
adquieren un valor nuevo. La aplicación concreta a la que nos lleva la
liturgia de hoy en la celebración de la Palabra se refiere a la familia y es
particularmente cercana a la vida familiar que llevaron Jesús, María y José
en Nazaret. Ello nos lleva a meditar el evangelio con una tonalidad especial.
      Para hablar de la familia, la carta a los Efesios toma como punto de
partida el concepto de sumisión de los m s débiles (niños, mujeres, esclavos)
a los más fuertes (hombres, maridos, dueños). Era el punto clave de la
familia tradicional pagana. El apóstol corrige esa visión en dos direcciones:
primero habla de una sumisión mutua, en el temor de Cristo (5,21) y después
presenta el matrimonio como signo de la unión entre Cristo y la Iglesia:
"Este símbolo es magnífico; yo lo estoy aplicando a Cristo y a la Iglesia"
Ef. 5,33.
      Ese modo nuevo de construir la familia, en recíproca sumisión, nos
lleva a pensar en la orientación dada por Jesús y recogida en evangelio: "El
mayor entre vosotros, sea vuestro servidor" (Mc 10,43-44). Y refleja
directamente la vida nazarena en la que Jesús, el mayor "bajó con ellos a
Nazaret y siguió bajo su autoridad" (Lc 2,52). "Les estaba sumiso", traducen
otros.
      Desde esta perspectiva, se comprenden mejor las implicaciones de la fe
en Cristo y de la participación en la eucaristía. La vida en el amor,
exigencia de toda vida cristiana, construye ese "cuerpo" que es la Iglesia
(Ef 5,21-24) al que Cristo se da y que Cristo da hoy para la salvación del
mundo.
      La igualdad radical, en la diversidad de los carismas y las funciones,
sobre la que se construye la familia y la Iglesia, está ya presente
germinalmente en la familia de Nazaret y su vida concreta nos estimula a la
donación recíproca en la vida de cada día, donde el primado de la caridad
pone en segundo lugar la importancia del papel que cada uno juega, para que
aparezca más claro el don y el signo de la comunión.

Señor Jesús, tú tienes palabras
que son Espíritu y vida.
Queremos dejarnos arrastrar hacia ti
por la fuerza misteriosa del Padre.
Desde nuestra fragilidad y pecado
gritamos a ti para que veas nuestras limitaciones
y nuestro deseo de construir una Iglesia-familia
que se inspire en la de Nazaret.

"¿A quién iremos?"

      Como a los hebreos del tiempo de Josué, como a los discípulos de Jesús
la escucha de su Palabra y la participación en la eucaristía, nos coloca en
una alternativa existencial: retirarnos a nuestras casas particulares o
servir al Señor formando un solo pueblo guiado por Él; abandonar a Jesús como
tantos otros o reconocer en Él al Consagrado de Dios.
      El punto más importante en este caso es plantearse el problema, no
pasar por alto el "ultimátum" de Jesús: "¿También vosotros queréis
marcharos?" (Jn 6,67).
      Los pasos que hemos dado tras las huellas de Jesús no nos autorizan
nunca a prescindir del dilema esencial, presente a lo largo de toda nuestra
vida y renovado cada vez en la donación del signo del pan y del vino que se
nos hace en la eucaristía.
      No podemos hoy refugiarnos en el pensamiento de que entre los apóstoles
"uno sólo es el traidor" (Jn 6,60), cuando en tantos lugares y en tantos
terrenos los seguidores de Jesús se ven en minoría frente a otras propuestas.
      Nuestra fe, don del Padre, se apoya sobre la fe de Pedro y de otros que
han seguido a Jesús y, al mismo tiempo, aun en la oscuridad presente es una
opción personal que lleva a quedarse con Jesús y con quien dice la verdad en
palabras llenas de Espíritu y de vida.
      Sólo así se construye la comunidad-familia, minoritaria quizá, pobre
y limitada, pero al mismo tiempo llena de Espíritu vivificante y capaz de ser
un signo y un punto de referencia para cuantos la vean.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 18 de agosto de 2018

Ciclo B - TO - Domingo XX


19 de agosto de 2018 - XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo B

                    "El pan que voy a dar es mi carne"

-Prov 9,1-6
-Sal 33
-Ef 5,15-20
-Jn 6,51-58

Juan 6,51-58

      En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
      - Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré‚ es mi carne, para la vida del mundo.
      Disputaban entonces los judíos entre sí:
      - ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
      Entonces Jesús les dijo:
      - Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis
su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
      Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
      El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
      El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que come vivirá por mí.
      Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

Comentario

      En la parte del discurso sobre el pan de vida que leemos este domingo,
podemos notar una serie de acentuaciones que provocan un clima de mayor
intensidad y realismo en los contenidos. Al mismo tiempo crean la tensión
cristológica y existencial que llevan al planteamiento radical del final del
discurso, objeto de nuestra atención el domingo próximo.
      Sobre la pista de ésos, que podríamos llamar, cambios de acento en los
significados, estamos invitados a captar el mensaje que la Palabra nos ofrece
hoy.
      De la exigencia de acoger en la fe el "pan" bajado del cielo, se pasa
a la necesidad de comerlo en el sacramento. A partir del "pan de vida", Jesús
pasa a hablar explícitamente de sí mismo como "pan vivo" ("Yo soy el pan vivo
bajado del cielo" Jn 6,51). Su origen está en el Padre, "que vive" (6,57).
Se carga de un mayor realismo el verbo que indica la acogida de Jesús:
"masticar", "triturar", para expresar la acción de comer el pan. Existe
también un progreso en la oposición a las palabras de Jesús; de la
murmuración se pasa a la protesta (v. 41) y luego a "discutir acaloradamente"
(v. 51).
      Pero donde más gana en intensidad el discurso es en la rápida
transición de "comer el pan" (v. 50) a "comer la carne" (v. 51). La
identificación de Jesús con el pan de vida se completa con la donación total
de su persona ("carne" y "sangre") en el sacrificio de la cruz (vv. 53-55).
      No podemos ver una oposición entre el "comer el pan" que vendría a
significar la aceptación de la revelación de la verdadera identidad de Cristo
y el "comer la carne" que para nosotros implicaría la participación en la
eucaristía. Se da más bien una progresión que el clima litúrgico de la
celebración donde se lee la Palabra pone aún más de manifiesto.
      Lo que queda bien claro es la necesidad de entrar en esa dinámica de
comunión ("si no coméis"... "si no bebéis"... ) para "tener vida", la misma
vida que el Padre posee en plenitud y que a través de Jesús distribuye a
todos los hombres.
      Ese es el banquete al que somos invitados (1¦ lectura).

"La carne del Hijo del hombre"

      El término "carne" usado por Juan en el prólogo de su evangelio (1,14)
y en este discurso (6,51) pone en relación directa el misterio de la
eucaristía con la encarnación. La "carne" en la mentalidad bíblica indica la
persona completa en su aspecto de debilidad y de limitación, pero también de
comunión y apertura a la flaqueza humana.
      Cuando se habla, pues, de la "carne del Hijo del hombre" que será
entregada como alimento y que debe ser comida para tener vida, se está
indicando la persona de Jesús en su plena humanidad, el Jesús de Nazaret
nacido de María y un día clavado en la cruz. Y así como al acto de la
encarnación siguió el tiempo de Nazaret, en el que ese misterio adquirió toda
su amplitud al hacerse el hijo de Dios plenamente hombre mediante el
crecimiento, al acto de su entrega en la cruz y de su resurrección gloriosa
corresponde su permanencia en el sacramento de la eucaristía, mediante el
cual su "cuerpo", que es la Iglesia, crece hasta la plenitud del Reino.
      Podemos de este modo descubrir una correlación entre el tiempo de
Nazaret y el tiempo de la eucaristía, que de alguna manera encuentra una
confirmación en un verbo usado con frecuencia en el IV evangelio y que tiene
un gran alcance para la vida cristiana. Se trata del verbo "permanecer",
"seguir con", "morar", que tiene una resonancia nazarena y se emplea también
en la página evangélica de hoy. "Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue
conmigo y yo con él" (v. 57).
      Esa presencia recíproca de Cristo y quien come su carne y bebe su
sangre, revela la intimidad de la relación a la que está llamado quien cree
en Él y tiene su contrapunto en la intimidad trinitaria (Yo vivo gracias al
Padre" v. 57). Naturalmente esa intimidad lleva consigo la permanencia, para
nosotros los hombres, e implica la duración en el tiempo y el crecimiento
constante. La encarnación del Verbo es ya una garantía de permanencia de Dios
entre nosotros; los largos años de Jesús en Nazaret son signo del designio
de Dios que quiere estar para siempre con el hombre.
      El evangelio, leído desde Nazaret, nos lleva a acentuar esos aspectos,
quizá menos dramáticos, pero ciertamente también fundamentales para
comprender esta página evangélica. Ellos también son importantes para nuestra
vida cristiana de cada día donde lo que cuenta es lo que dura y se
desarrolla.

Padre santo, queremos acudir al banquete
que con tu sabiduría infinita nos has preparado.
Tú nos ofreces en tu designio de amor,
a tu Hijo hecho hombre,
hundido en la tierra para que se multiplique el grano
y cocido en el fuego ardiente del Espíritu,
para que todos lo puedan comer.
Nos atraes a Él para que dejemos
las aguas de las cisternas envenenadas
y bebamos el vino mejor,
lleno de la alegría del Espíritu,
que brota de su costado abierto en la cruz.

Permanecer en Él

      Muchas veces hemos reflexionado sobre las consecuencias que tiene para
nuestra vida la participación en la celebración eucarística. Necesitamos
pedir fuerzas al Espíritu Santo para que la fuerte invitación que hoy
recibimos a hacerlo de nuevo no sea vana.
      "Quien come de mi carne y bebe de mi sangre, mora en mí y yo en él" (Jn
6,51). "Comer la carne", participar en el banquete implica, pues, esa
absorción mutua en la que uno se hace el otro sin perder la propia identidad.
      Debemos pensar nuestra participación en la eucaristía en términos
comunitarios. Lo que sucede en nosotros, sucede también en los demás
cristianos. Se construye así en la eucaristía la más perfecta unidad, pues
todos somos uno en Cristo y entre nosotros. Es el triunfo definitivo del
Espíritu que realiza la familia de los hijos de Dios con los hombres
dispersos y desunidos.
      Permanecer en Jesús es entrar en esa vida que el Padre posee en
plenitud, rica de horizontes nuevos y de dinamismo inagotable, que nos
arranca de nuestros círculos demasiado cerrados y recortados por la
desesperanza y el pecado.
      La vida eterna del cristiano adquiere un nuevo valor cuando es vivida,
desde Nazaret, bajo el signo de la eucaristía. Todo lo que refuerza la
unidad, todo lo que hace familia, todo lo que colabora a la expansión de la
vida encuentra en ella su plenitud. Así puede celebrarse como una verdadera
fiesta, un convite en el que Dios nos da lo mejor de sí mismo y nosotros
llevamos lo que su gracia construye poco a poco en nuestras vidas.

TEODORO BERZAL.hsf



sábado, 11 de agosto de 2018

Ciclo B - TO - Domingo XIX

12 de agosto de 2018 - XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo B

                    "El pan que voy a dar es mi carne"

-1Re 19,4-8
-Sal 33
-Ef 4,30 - 5,2
-Jn 6,41-51

Juan 6,41-52

      En aquel tiempo, criticaban los judíos a Jesús porque había dicho "yo
soy el pan bajado del cielo", y decían:
      - ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su
madre? ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
      Jesús tomó la palabra y les dijo:
      - No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me
ha enviado.
      Y yo lo resucitaré el último día.
      Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios".
      Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.
      No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: Ése
ha visto al Padre.
      Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
      Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná 
y murieron: Éste es el pan que ha bajado del cielo, para que el hombre coma
de Él y no muera.
      Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan
vivirá para siempre.
      Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

Comentario

      En la continuación del discurso sobre el pan de vida que el evangelio
de hoy nos ofrece, el evangelista desarrolla algunos de los temas ya
apuntados anteriormente: la oposición y murmuración de la gente, la fe y la
revelación interior necesarias para acoger a Jesús y, sobre todo, la
identificación de Éste con el pan que da la vida al mundo.
      Queda así cada vez más claro el sentido eucarístico del conjunto del
discurso. A ello contribuye también el contexto litúrgico, al presentarnos
la primera lectura ese alimento misterioso que da fuerzas al profeta para
continuar su camino desde el triunfo del Carmelo hasta la experiencia de Dios
en el Horeb y su compromiso para restablecer la justicia en Israel.
      En su diálogo con la gente, Jesús se reafirma como pan de la vida para
quien se abre a la atracción interna del Padre, que lleva aceptarlo mediante
la fe.
      El significado de la expresión "pan de la vida" viene precisado con más
nitidez. Se trata del punto focal de todo el Cap. VI del evangelio de Juan.
Es un pan "bajado del cielo" y un pan que "voy a dar". Las dos expresiones
engloban la existencia entera de Jesús en la mentalidad del IV evangelio,
pues aluden respectivamente a la encarnación del Verbo y a su entrega en la
cruz.
      Los efectos que produce el pan de vida se definen por contraste con el
maná. Este fue un apoyo importante en el camino del pueblo de Israel hacia
la tierra prometida, pero, como dice el mismo evangelio: "Vuestros padres
comieron el pan en el desierto, pero murieron" (6,49). Quien come del otro
pan, no solo no muere, sino que tiene la vida eterna. Se trata de esa
plenitud de vida que Dios tiene en sí mismo y que desea compartir con todos
los hombres: "El Padre dispone de la vida y ha concedido al Hijo disponer
también de la vida" (Jn 5,26). Lo sorprendente es que la donación de la vida
se da a través de la muerte de Jesús en la cruz.

"Nosotros conocemos a su padre y a su madre"

      La expresión referente a su familia puesta por el evangelista en boca
de los opositores de Jesús en Cafarnaún nos puede dar pie para una lectura
"nazarena" del evangelio de hoy.
      La protesta de los judíos, que recuerda las del pueblo de Israel en el
desierto, se refiere a la afirmación de Jesús de que Él "es pan bajado del
cielo" (Jn 6,41). Como las antiguas también ésta es una oposición al plan
divino porque en la práctica, no se acepta que la salvación pueda acontecer
por los caminos que Dios ha elegido: en el Antiguo Testamento era el camino
del desierto, en la época mesiánica el camino de la encarnación.
      Y en la protesta de los judíos contra lo que Jesús dice, queda bien
claro que lo que causa escándalo es en definitiva cómo conciliar su origen
divino (6,41-42) con el hecho de provenir de una familia bien conocida, la
familia de Nazaret, es decir, de ser un hombre como todos los demás. Más
adelante en el mismo evangelio reaparece la misma objeción: "Por qué tu,
siendo hombre, te haces Dios?" (Jn 10,33).
      Esta oposición sirve así para reafirmar esa dimensión humana de Jesús
que la vida de Nazaret tan claramente muestra. Quizá sea útil recordar que
en el curso de los siglos a la Iglesia le ha costado tanto el afirmar la
verdadera humanidad de Cristo como su divinidad. Porque lo que aquí está
en juego, como en tantas otras páginas del evangelio y también en muchas
situaciones de nuestros días, es el saber decir "la verdad sobre Jesucristo"
(Cfr. Documento de Puebla. Discurso inaugural).
      En el plan de Dios la "carne" y por tanto la encarnación es un medio
de comunicación de Dios con el hombre, un signo de su presencia amorosa, un
instrumento de gracia y de condescendencia. Pero sólo la fe, don de Dios,
atracción del Padre, logra penetrar en ese sentido verdadero y hacer de ella
la puerta de entrada en el Reino. Sin la fe, la debilidad de la "carne" es
vista sólo como limitación e impotencia, como opacidad que oculta lo divino.
      También nosotros necesitamos de la fe del "padre y de la madre" de
Jesús para ver en Él al Dios-con-nosotros, al único que puede llevarnos al
encuentro con el Padre y resucitarnos "en el último día" (6,44), a través del
velo de su "carne" (Heb. 10,20).

Señor Jesús, pan de la vida bajado del cielo,
danos de ese pan y danos tu Espíritu Santo,
que nos lleve a compartir
tu mismo gesto de donación a todos.
Como el profeta y como el pueblo hambriento
necesitamos ese pan
en las arenas movedizas e inconsistentes
de nuestro desierto,
de nuestras dudas y desánimos.
Padre, atráenos tú a Cristo.

Pan para el camino

      La Iglesia ha visto siempre en el alimento misterioso que dio nuevas
fuerzas al profeta y en el maná que el pueblo comió en el desierto sendas
figuras de la eucaristía.
      Esta, en cuanto memoria viva de la entrega de Jesús - de su carne y su
sangre en el Calvario - acompaña siempre al nuevo pueblo de Dios en su
peregrinar por el mundo hacia la plenitud del Reino.
      La Palabra de Dios nos invita hoy a saber incorporar personalmente y
como comunidad el sentido que tiene la eucaristía, presencia de Cristo
resucitado en la humildad del pan.
      Como el del pueblo de Israel, nuestro camino es un proceso de
liberación de la esclavitud, para pasar a la vida nueva y ese paso sólo puede
cumplirse en comunión con Cristo.
      Al apropiarnos ahora de su gesto en el sacramento, debemos ser
conscientes de que nos colocamos en esa dinámica que lleva a la entrega de
la carne y de la sangre. Y ese gesto se vive concretamente en la práctica de
la caridad, como recuerda Pablo en la 2ª. lectura de hoy. Lo contrario sería
"irritar al Santo Espíritu que os selló para el día de la liberación" (Ef.
4,30).
      Vivir el mensaje de la Palabra de hoy en estilo nazareno, comporta
descubrir esa línea de humildad, de concretez realista que une la
encarnación del Verbo, su presencia viva en la eucaristía y los actos de la
vida diaria en los que se expresa el amor cristiano. A través de ella se
cumple el designio del Padre de llevar a todos a Cristo y de empezar a
comunicar esa vida divina que Él posee en plenitud y que desea ofrecer a
todos los hombres.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 4 de agosto de 2018

Ciclo B - TO - Domingo XVIII


5 de agosto de 2018 - XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo B

"Yo soy el pan de vida"

-Ex 16,2-4; 12,15
-Sal 77
-Ef 4,17. 20-24

Juan 6,24-35

      En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos
estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al
encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron:
      - Maestro, ¿cuándo has venido aquí?
      Jesús les contestó:
      - Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque
comisteis pan hasta saciaros.
      Trabajad no por el alimento que parece, sino por el alimento que
perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste
lo ha sellado el Padre, Dios.
      Ellos le preguntaron:
      - ¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?
      Respondió Jesús:
      - Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha
enviado.
      Ellos le replicaron:
      - ¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Nuestros
padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: "Les dio a comer
pan del cielo".
      Jesús les replicó:
      - Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es
mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el
que baja del cielo y da vida al mundo.
      Entonces le dijeron:
      - Señor, danos siempre de ese pan.
      Jesús les contestó:
      - Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que
cree en mí no pasará nunca sed.

Comentario

      El diálogo de Jesús con la multitud, como lo presenta Juan en el
evangelio de hoy, tiene como tema de fondo "el pan de vida". Jesús pretende
que sus oyentes den el paso de penetrar el signo de la multiplicación de los
panes para llegar a un conocimiento de su propia persona y de su misión. Es
también el paso al que la liturgia de este domingo parece invitarnos también
a nosotros, de modo que se transforme nuestra mente y nos revistamos del
"hombre nuevo", como lo pide la 2ª. lectura.
      A la gente, que pretende enseguida otras señales (Jn 6,31) porque no
han entendido el signo del pan multiplicado, Jesús le propone el camino de
la fe en Dios, que supone la aceptación de su Enviado (Jn 6,29). De esta
forma a una mentalidad que se detiene sólo en lo más inmediato y que pregunta
sólo por curiosidad, "Maestro ¿cuándo has venido?", Jesús no responde
directamente. El va directamente al fondo de la cuestión poniendo en tela de
juicio las motivaciones que anidan en el corazón de quienes lo siguen y lo
escuchan. A la visión puramente terrena e interesada de las cosas responde
el pan material que, aunque realidad material donde se apoya necesariamente
el signo, termina por corromperse.
      Jesús, por el contrario, propone el camino de la fe que es capaz de
"leer" en el pan distribuido, la donación del amor de Dios en su propia
persona. El conocimiento de la Escritura hubiera sido de gran ayuda si los
oyentes de Jesús no hubieran tenido la mente tan cerrada como los que vivieron
el signo del maná en el desierto. También ellos encontraron que el pan del
cielo era insípido y se recordaron de las cebollas de Egipto (Num 11,5).
      Al hablar del pan que sacia para siempre, como hizo la samaritana al
oír hablar de la otra agua (Jn 4,15), la reacción inmediata de la gente es:
"Danos siempre pan de ése". Y entonces Jesús no pierde la ocasión de ir hasta
el fondo del significado que tiene tanto el signo del antiguo maná, como el
reciente de los panes: "Yo soy el pan de la vida", dice.
      No puede estar más clara la relación entre la fe y los signos que la
suscitan y la expresan.

Las señales

      El cuarto evangelio es el libro de los signos o de las señales. A lo
largo de su camino, Jesús va realizando una serie de "obras", algunas de
ellas maravillosas, que quien se acerca a Él debe saber interpretar: son
otros tantos indicadores que permiten a quien se abre a la fe reconocer en
el hombre Jesús al "enviado de Dios".
      Aparentemente el tiempo de Nazaret es un período privado de esos
signos. Desde el prólogo, en el cuarto evangelio se pasa a la vida pública
de Jesús. Por eso conviene profundizar en el signo fundamental de que Juan
habla que es el de la encarnación del verbo. "Y la Palabra se hizo hombre,
acampó entre nosotros y contemplamos su gloria: gloria de Hijo único del
Padre, lleno de amor y de lealtad" (Jn 1,14).
      José y María viven en Nazaret de ese signo, único y luminoso que marca
toda su vida. Todo el camino de Nazaret se realiza a la luz de ese único
signo. Y en realidad no hacen falta más cuando se ha creído. La multiplicidad
y espectacularidad de los signos tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento parece que están más bien en relación con la debilidad humana y
con la condescendencia divina.
      María y José vivieron con Jesús el camino de la fe. Ellos supieron
penetrar en la profundidad del signo cuando aceptaron a Jesús como Hijo de
Dios, siempre en la oscuridad de la fe. Llegados a ese punto, sobran todos
los milagros. Es lo que Jesús enseña en su catequesis a la multitud de
Cafarnaún. No se trata de ofrecer otras señales (aunque luego Él mismo las
dá) sino de penetrar en el signo de la multiplicación del pan y aceptar que
es Él el verdadero pan de la vida.
      El camino de Nazaret - con la sola luz de la Escritura y de la
presencia del Verbo encarnado - es también nuestro camino. Su modo de
presencia ha cambiado, pero no la exigencia de abrirse al único signo que
sigue siendo su propia persona en la que hay que penetrar desde la
materialidad de su "cuerpo".
      El signo del pan, leído a la luz de Nazaret, nos invita a parar de la
exigencia de una multiplicidad de señales a la sencillez del único signo,
nos abre así ya a la experiencia de eucaristía en la época postpascual.

Padre bueno, crea en nosotros
ese hombre nuevo hecho también a tu imagen
con esa rectitud de corazón y esa mirada pura,
que es capaz de leer los signos
que encontramos en la vida,
hasta descubrir la presencia - viva y misteriosa -
de Cristo, el Señor, tu Enviado.
Que la fuerza del Espíritu Santo
sostenga y aumente nuestra fe
hasta que venzamos el egoísmo y la ceguera
que nos impiden ver en Jesús
aquél a quien has marcado con tu sello.

"Danos siempre pan de ése"

      Es la petición de la multitud. Petición ambigua que, de una parte,
parece abrirse al misterio, y de otra tiende a querer perpetuar un régimen
de asistencia inmediata por parte de Dios.
      Necesitamos también nosotros preguntarnos por las razones de nuestra
búsqueda de Jesús si queremos profundizar nuestra fe.
      Para que la Palabra de hoy no sea vana en nuestra vida, tenemos que
corregir nuestro deseo instintivo de sensacionalismo y de seguridades
inmediatas en lo que se refiere a la fe, y entrar en ese campo abierto a
muchas responsabilidades y compromisos serios que es aceptar a Jesús como
Señor y salvador nuestro y de los demás.
      La obra a la que se nos llama hoy es creer, es decir, entrar en la
dinámica de un amor que no se deja ilusionar por un entusiasmo servil ni se
abate porque ya no se ven pruebas palpables. La sobriedad y sencillez de
Nazaret pueden enseñarnos mucho en este sentido.
      Ése es nuestro trabajo, el trabajo de la fe. Sin que deje de ser en
último término don, la fe requiere ese empeño, constancia y seriedad que todo
trabajo lleva consigo. Y de ese esfuerzo noble por creer, nacerá el
compromiso para transmitir a otros el gozo de la fe, para ofrecer señales
válidas de la llegada del Reino entre nosotros y para construir un mundo
donde la solidaridad haga el gran milagro de suprimir el hambre de quienes
no tienen pan.

TEODORO BERZAL hsf