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de septiembre de 2014 - XXVI DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Se arrepintió y fue"
-Ez
18,25-28
-Sal
24
-Fil
2,1-11
Mateo
21,28-32
Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los
ancianos del pueblo:
-¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos.
Se acercó al primero y le
dijo:
"Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". El contestó: "No
quiero". Pero
después
se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le
contestó:
"Voy, señor". Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el
padre?
Contestaron:
-El primero.
Jesús les dijo:
-Os aseguro que los publicanos y las
prostitutas os llevan la delantera
en
el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el
camino
de la justicia y no le creísteis; en cambio los publicanos y las
prostitutas
le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepen-
tisteis
ni le creísteis.
Comentario
La parábola de los dos hijos que leemos en
el evangelio de hoy sigue a la
controversia
de Jesús sobre su autoridad con los responsables religiosos del
pueblo
judío. Es una parábola propia de Mateo y, situada después de la
entrada
mesiánica en Jerusalén y la purificación del templo, tiene una
función
de ruptura con las autoridades judías. La respuesta de Jesús a
quienes
le preguntaban ¿con qué autoridad cumplía aquellos gestos? comprende
en
el evangelio dos partes: la parábola y su explicación.
La parábola se abre con una pregunta
retórica (¿Qué os parece?) que
sirve
para relacionarla con el párrafo anterior y al mismo tiempo para
implicar
a los oyentes en la explicación.
El fuerte contraste entre el comportamiento
de los dos hijos, reducido en
el
relato evangélico a los rasgos esenciales, refleja de forma esquemática
los
dos grupos principales de quienes hasta entonces habían escuchado a Jesús
y
lo habían seguido y, desde una perspectiva más amplia, los dos componentes
fundamentales
de la sociedad judía de su tiempo.
Viene en primer lugar el hijo que da una
respuesta negativa, pero después
se
arrepiente, se convierte, dice literalmente el texto. En el polo opuesto
está
el otro hijo que llama al padre "señor", tratándole con la debida
reverencia
y respeto, considerándolo digno de ser escuchado y a quien se debe
responder
con educación. Pero después, en la práctica, no existe concordancia
entre
lo que se dice y lo que se hace.
Ante el padre de la parábola, que representa
a Dios, última garantía de
verdad,
en el primer hijo están representados quienes no tienen en cuenta las
prescripciones
de la ley de Moisés y pertenecen, en un primer momento, a la
categoría
de los "pecadores". En el segundo hijo están representados los
observantes
de la ley, los que son fieles a las prescripciones de la
religión,
los justos. El punto clave está, sin embargo, en el hecho de que,
ante
el anuncio del Reino efectuado primero por Juan y luego por Jesús,
fueron
los primeros los que se convirtieron y no los segundos.
A través de la parábola y su explicación
evangélica se desplaza así el
problema
desde la legitimidad y autenticidad del mensajero (autoridad de Juan
o
de Jesús) hacia la acogida efectiva que se da a su mensaje. O si se quiere,
más
en general, teniendo también en cuenta lo que se dice en la 1ª. lectura,
la
cuestión de fondo es dar una respuesta personal y responsable a Dios, que
nos
interpela y nos pide recapacitar y convertirnos a su voluntad para vivir
verdaderamente.
Obediencia de la fe
La parábola evangélica pone de manifiesto
una de las dimensiones
esenciales
del misterio de Nazaret, que podemos sintetizar con la expresión:
obediencia
de la fe. Fue ese, en efecto el camino que María y José siguieron.
Muchos judíos contemporáneos suyos, y en
particular los fariseos,
esperaban
que la venida del Mesías supondría una confirmación de la situación
existente.
Es decir, de un lado, ellos, los justos, el pueblo elegido, el
hijo
que había dicho sí a su Señor... Del otro, los pecadores, los paganos,
los
demás pueblos, que hasta entonces habían dado a Dios una respuesta
negativa.
Pero la venida del Mesías rompió totalmente ese esquema, y María
y
José, como todos los auténticamente creyentes, lo habían entendido así
desde
el principio.
Ellos comprendieron que de poco sirve ser de
la casa de David, ser hijos
de
Abrahán o apelar a los privilegios del pasado. Lo importante es la actitud
personal
ante Dios. En realidad Este puede sacar hijos de Abrahán incluso de
las
piedras, es decir, de los pecadores más insensibles. Lo que cuenta es,
en
el momento definitivo, cuando se escucha la llamada de la fe, dar un sí
a
Dios sin condiciones.
Pero el mensaje evangélico ilumina hoy sobre
todo la importancia que
tiene
la respuesta concreta, la que se da con la vida y no tanto con las
palabras.
Entramos así de lleno en el tema de la obediencia de la fe que
tanto
brilla en Nazaret.
Más allá del contraste entre el decir y el
hacer, está el que se produce
entre
la incredulidad y la fe. La obediencia de la fe traduce esa armonía
profunda
entre la aceptación de lo que Dios propone y las transformación de
la
propia vida hasta hacerla coincidir con su voluntad.
Por una parte la obediencia no es posible si
antes la fe no descubre en
qué
consiste la llamada de Dios, que se manifiesta normalmente a través de
sus
mensajeros; por eso la fe debe preceder a la obediencia. Por otra parte,
la
fe que no acaba en el cumplimiento de la voluntad de Dios con actos
concretos,
es vana, pura ilusión. De algún modo el actuar del creyente es
interpretación
de su fe.
Y eso fue en realidad la existencia de la
Sagrada Familia en Nazaret: una
traducción
coherente durante largos años del sí dado a Dios al comienzo.
Jesús,
María y José mantuvieron siempre la actitud profunda de humildad que
los
llevó a vivir como una familia cualquiera, pasando por una de tantas. Ese
es
el camino que más tarde llevó a Jesús a la humillación de la cruz y al
triunfo
de la resurrección.
Padre, te bendecimos porque tú conoces lo
más íntimo
de nuestro corazón,
y porque nos has dado la libertad
de responder a lo que nos mandas.
Tú ofreces a todos la salvación
y a todos pides el paso necesario de la
conversión
para entrar en el Reino.
Danos el Espíritu Santo
que cree en nosotros esa armonía profunda
entre lo que te decimos en la oración
y lo que hacemos en nuestra vida.
Enséñanos el camino de la verdad y de la
humildad
que siguió Jesús.
Hágase tu voluntad
Las lecturas de hoy tienen un sentido
mirando no sólo al momento inicial
del
anuncio del Reino, que se traduce en la aceptación de la salvación y la
consiguiente
conversión. Si las meditamos bien, se refieren también al
momento
actual de nuestra vida de cada día. Hay en ellas efectivamente una
llamada
a buscar cuáles son las motivaciones profundas y auténticas de
nuestro
obrar, a ser coherentes con lo que decimos creer.
En la vida cristiana, para que se dé un
crecimiento constante y sano, la
primera
condición es la constante búsqueda de claridad, de autenticidad. La
erradicación
de la hipocresía es una labor de toda la vida. Si no estamos
atentos,
constantemente tienden a colársenos motivaciones falsas en lo que
hacemos,
podemos aparentar estar diciendo sí a Dios cuando en realidad
estamos
tratando de realizar nuestra voluntad o los deseos de otros.
Para eliminar esa falsedad interior, que
vicia la raíz de toda vida
cristiana,
se necesita una atención constante sobre el propio obrar y sobre
las
motivaciones que nos llevan a la acción. "Quien obra la verdad viene a
la
luz" (Jn 3,21).
La principal preocupación del cristiano pasa
a ser en este campo un
esfuerzo
de discernimiento de la voluntad de Dios: presentarnos ante el Padre
para
que nos mande a su viña. Y esto de manera constante y sistemática,
tratando
de adherirnos a lo que creemos ser su voluntad. Esto comporta una
apertura
de todo nuestro ser en la oración, pero también el deseo de
interpretar
los signos y de descubrir en las mediaciones concretas que se nos
van
presentando cada día, ese rostro personal y vivo del Padre que envía. En
eso
consiste la rectitud del corazón, la claridad interior, imprescindible
para
todo progreso espiritual.
Existirá siempre una distancia entre lo que
descubrimos ser la voluntad
de
Dios y lo que hacemos. Lo importante es mantenernos siempre en esa actitud
de
atención a su palabra y de prontitud en el cumplimiento de lo que nos
pide,
convencidos como debemos estar que en la voluntad de Dios est nuestro
bien,
nuestra salvación y la del mundo.