sábado, 29 de octubre de 2016

Ciclo C - TO - Domingo XXXI

30 de octubre de 2016 - XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C

                        "Hoy ha llegado la salvación a esta casa"

Lucas 19,1-10

      En aquel tiempo entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre
llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era
Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más
adelante y se subió a una higuera para verlo, porque tenía que pasar por
allí.
      Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
      - Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.
      Bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos mur-
muraban diciendo: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
      Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor:
      - Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de
alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.
      Jesús le contestó:
      - Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de
Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que
estaba perdido.  

Comentario

      El evangelio de hoy narra el encuentro de Jesús con Zaqueo en la ciudad
de Jericó. Siguiendo un procedimiento empleado en otras ocasiones, el
evangelista presenta el acontecimiento y, sólo al final, las palabras de
Jesús hacen comprender la hondura de lo que ha sucedido.
      En el relato queda bien claro que lo importante es la fe en Jesús y el
encuentro con Él. No se dice por qué motivos Zaqueo deseaba ver a Jesús. Lo
cierto es que según la narración evangélica es Jesús quien levanta la vista
y lo ve. Empieza entonces para él un proceso que le llevará a cambiar de
vida.
      Jesús pide alojamiento en casa de Zaqueo, pero lo que busca en realidad
no es tanto la casa como la persona de Zaqueo. Otros acogieron a Jesús en su
casa y nunca se abrieron a la fe en Él (Lc 7,36 ss). Zaqueo, en cambio, es
"hijo de Abrahán", es decir, hombre de fe.
      Ese es el paso decisivo para que se dé una auténtica conversión, que
lleva a la transformación de la vida. Pero además la conversión, cuando es
auténtica, opera una verdadera revolución social, sin violencia, pero muy
eficaz: el dinero adquirido con el robo pasa de ser instrumento de opresión
a medio concreto de comunión y de solidaridad con los pobres.
      En Zaqueo se realizó de modo admirable la palabra del Apocalipsis:
"Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, entraré y cenaré con él y él
conmigo" Ap 3,20. La casa de Zaqueo, acogiendo a Jesús y dejándose acoger por
Él, se convirtió en un cenáculo abierto también a los pobres. El encuentro
auténtico con Dios abre siempre al encuentro con los hombres.

El Salvador llegó a Nazaret

      La salvación llegó a casa de Zaqueo, cuando Jesús entró en ella, porque
aquel había creído. En la casa de Nazaret entró el Salvador cuando María y
José dieron el sí de la fe al maravilloso plan de Dios de salvar a los
hombres mediante la encarnación de su Hijo.
      No podemos decir que la salvación del mundo se produjo porque María y
José creyeron, como si Dios estuviera ligado a tal o cual persona para
cumplir su obra, pero de hecho así aconteció porque Él lo quiso.
      Ahora bien; María y José no son sólo el canal por donde vino la
salvación al mundo. En ellos aconteció también la salvación cuando recibieron
al Salvador. Su vida, como la de Zaqueo, como la de todos los creyentes,
sufrió una reorientación radical producida por el encuentro con Cristo.
      Ellos no tenían bienes materiales adquiridos injustamente para empezar
a repartir. Pero supieron orientar toda su vida al servicio de Jesús y, a
través de Él, al servicio de todos los hombres.
      La casa de Nazaret empezó ya a ser casa de salvación mientras Jesús,
María y José vivían en ella. Por eso no es arriesgado presentar a la familia
de Nazaret como imagen viva de la Iglesia que "es en Cristo como un
sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad
de todo el género humano" L.G. 1.
      Más  aún, en Nazaret, en la vida santa de Jesús, en María y José la sal-
vación llegó a su realización más plena y perfecta, de modo que la casa de
Nazaret es también, de alguna manera, anticipación de la casa del Padre en
el momento final de la historia, cuando Dios lo sea "todo en todos" ICo
15,28.

Jesús es nuestro Salvador

      Viviendo en Nazaret, el encuentro con Jesús es algo habitual, forma
parte de las realidades de cada día. A partir del primer encuentro y de la
llamada a vivir en Nazaret hoy, Jesús entra en casa siempre como Salvador.
      El gran peligro del que vive en Nazaret es acostumbrarse a lo mara-
villoso y hacer que lo cotidiano se vuelva rutinario. Como en Nazaret no
brillaron las luces de la pascua, tampoco en el Nazaret de ahora brilla el
fulgor de la resurrección. No se ven aún los resultados últimos de la sal-
vación.
      Pero la salvación está allí donde Jesús está, aunque no se vea.
Necesitamos dejar que nuestros encuentros diarios con Jesús nos vayan
transformando progresivamente, abriendo cada vez más nuestro corazón y
nuestras manos hasta que coincidan con el gesto de entrega total por la
redención del mundo.
      El evangelio nada dice de la vida de Zaqueo después del primer paso de
su conversión.
      A la luz de Nazaret nosotros sabemos que el primer paso de la acep-
tación de Jesús en la vida, tiene que ir seguido de muchos otros que vayan
haciendo penetrar la salvación en todas las dimensiones de la persona hasta
cambiar todo el yo.
      De Nazaret tampoco conocemos los pasos intermedios, pero al final nos
encontramos con Jesús portador de la salvación a todos los hombres y
dispuesto a morir por ellos y a María capaz de seguirlo de cerca hasta la
cruz y de colaborar en la edificación de la Iglesia.
      Esa es también la meta de los que hoy queremos vivir en Nazaret: dejar
crecer en nosotros la salvación de modo que podamos ser también, con la
gracia de Dios, portadores de salvación a nuestros hermanos los hombres.
TEODORO BERZAL.hsf



sábado, 22 de octubre de 2016

Ciclo C - TO - Domingo XXX

23 de octubre de 2016 - XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C

                 "El publicano volvió a casa justificado"

Lucas 18,9-14

      En aquel tiempo dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose
por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás:
      - Dos hombre subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro,
un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te
doy gracias, por que no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros;
ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo
lo que tengo.
      El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar
los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten
compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado y
aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido.

Comentario


      La parábola del fariseo y del publicano nos muestra de forma clara dos
maneras de ser del hombre en relación con Dios.
      La oración del fariseo parece ser a primera vista un agradecimiento a
Dios. Pero su finalidad es poner de manifiesto el propio mérito que lleva a
exigir a Dios una recompensa. Tal modo de expresarse ante Dios desnaturaliza
y destruye la relación con Él porque el hombre, en último análisis, quiere
tener sometido a Dios con su modo de obrar. Es una posición radicalmente
falsa.
      El publicano, por el contrario, está en la verdad. Es la verdad radical
que coloca al hombre en su situación de indigencia frente a Dios. Es la
verdad de saber que él no puede salvarse por sí mismo ni entrar en amistad
con Dios por su propia iniciativa. Es el primer paso para abrirse a la acción
de Dios: reconocerse pecador e incapaz de salvarse.
      Ambos personajes encarnan la oposición entre dos tipos de justifi-
cación: la que viene del hombre y la que viene de Dios.
       La mentalidad farisaica considera que es posible salvarse a fuerza de
cumplir exactamente la ley. Por el contrario, quien se reconoce pecador se
pone en disposición de recibir la justificación que viene de Dios. S. Pablo
lo dirá explícitamente: "Porque nuestra tesis es esta: que el hombre se
rehabilita por la fe, independientemente de la observancia de la ley" Rm
3,28.
      Esa es también la conclusión de la parábola. El publicano "bajó a casa
bien con Dios", el fariseo, no.

La verdad de Nazaret

      Desde el comienzo, Jesús, María y José‚ se colocaron en la verdad de la
humildad.
      María se declaró "la esclava del Señor", José se puso a sus órdenes,
Jesús "asumió la condición de siervo".
      Los tres unidos en familia, vivieron como nadie la espiritualidad de
los pobres de Yavé. Esa espiritualidad se caracteriza por "una actitud de
apertura a Dios y la disponibilidad de quien todo lo espera del Señor"
(Puebla, Pobreza, 4).
      Uno de los mejores retratos del pobre de Yavé nos viene presentado por
el salmo 37. Según este salmo es pobre de Yavé quien:
-     confía en el Señor: su seguridad está en Dios;
-     tiene sus delicias en el Señor: Dios es quien colma su vida;
-     encomienda a Dios su camino: Dios es el único guía de su existencia;
-     se queda en silencio ante el Señor: es la actitud de espera de quien
      sabe que Dios lo conoce todo y es bueno.
      Esta figura del pobre de Yavé es la que mejor retrata, de una parte,
al publicano del evangelio de hoy y, de otra, a los componentes de la Sagrada
Familia. Estos últimos vivieron en esa actitud profunda de pobreza espiritual
que tiene como notas: la humildad, la sencillez de vida, la esperanza, la
confianza en Dios.
      Es esta la actitud que provoca la acción salvadora y liberadora de
Dios, no sólo para quien la tiene sino para todo el pueblo.
      Es esta la actitud que mejor prepara a una colaboración sincera y total
con el designio de salvación que Dios tiene para el mundo.
      Es esta la actitud que da al hombre toda su dignidad y lo glorifica
definitivamente al colocarlo en la relación correcta con Dios.

Infancia espiritual

      Mirando a Nazaret, el gesto del publicano aparece como la punta de un
iceberg. Es el signo de toda una disposición de alma y corazón, de una forma
de vivir que llega a su plenitud en Cristo, quien "se rebajó hasta someterse
a la muerte y muerte de cruz" Fil 2,8,l, que no conocía el pecado.
      Esa es la forma típica del cristiano. Es la postura de la infancia
espiritual del evangelio, que sabe recibir como don la realidad del reino,
que vive en apertura, disponibilidad y confianza de cara a Dios, que es capaz
de construir fraternidad porque no se coloca por encima de los demás.
      Santa Teresa de Lisieux describió como nadie lo que es la infancia
espiritual cuando le preguntaron lo que entendía por "permanecer siempre
como un niño ante Dios". Esta fue su respuesta: "Es reconocer la propia nada
y esperarlo todo de Dios, como un niño pequeño lo espera todo de su padre,
sin preocuparse de nada, ni de ganar fortuna. Incluso en la casa de los
pobres a los niños se les da lo que necesitan, pero cuando los niños se hacen
grandes, su padre les dice: Ahora tienes que trabajar tú, ya te puedes bastar
a ti mismo. Precisamente para no tener que oír esas palabras yo no he querido
llegar a ser grande puesto que me siento incapaz de ganar mi propio pan, que
es la vida eterna del cielo. Así pues, siempre he permanecido pequeña,
teniendo sólo como ocupación la de recoger flores. Flores de amor y de
sacrificio para ofrecérselas a Dios" Novissima verba p. 125-126.
      Esta infancia espiritual que tiene su fundamento en el bautismo y está 
hecha de confianza total en el Padre, de abandono a su providencia maternal
y de atención amorosa a su voluntad, es a la vez la primera condición y el
mejor fruto de la vida nazarena.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 15 de octubre de 2016

Ciclo C - TO - Domingo XXIX

16 de octubre de 2016 - XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C

                      "Orar siempre y no desanimarse"

Lucas 18,1-8

      En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que
orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
      - Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los
hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme
justicia frente a mi adversario"; por algún tiempo se negó, pero después se
dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me
está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara".
      Y el Señor respondió:
      - Fijaos lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a
sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará  largas? Os digo que les
hará  justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará 
esta fe en la tierra?

Comentario

      La parábola de la viuda y el juez necesita de poco comentario para ser
comprendida. El texto mismo del evangelio dice la finalidad que Jesús se
propuso al contarla ("para explicarles que tenían que orar siempre") y ofrece
elementos suficientes para su interpretación.
      La enseñanza es muy clara y sencilla: si un hombre severo y duro, como
el juez injusto, es capaz de conmoverse ante la súplica insistente de una
pobre viuda, ­cuánto más Dios, que es infinitamente bueno, no acogerá nues-
tras súplicas!
      La imagen en negativo que el juez injusto ofrece de Dios tiende a poner
de manifiesto la enseñanza central que se quiere inculcar: la perseverancia
en la súplica. Y esto no porque Dios lo necesite. Ante Dios no hace falta
insistir para convencerlo. El mismo Evangelio nos previene contra la
tentación de cifrar la eficacia de la oración en la abundancia de palabras
(Mt 6,7-8) "pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que se lo
pidáis". Quienes necesitamos de la oración perseverante somos nosotros. Y la
necesitamos para mantener siempre encendida la lámpara de la fe. Hay una
relación profunda entre la fe y la oración. Así como la oración es una
expresión clara de la fe, ésta necesita para vivir y crecer del alimento
constante de la oración Mt 15,28.
      La oración perseverante es la respuesta adecuada al Dios que es siempre
fiel. Dios actúa permanentemente prodigando el bien en favor de sus hijos los
hombres (Lc 11,9-13). La apertura constante a Él en la oración es necesaria
para que su plan de amor y de salvación continúe realizándose siempre en
nosotros y en el mundo.

En Nazaret

      Sólo podemos imaginar la fidelidad cotidiana de la Sagrada Familia a
los tres momentos de oración de las familias judías de su tiempo, su
asiduidad a la reunión semanal de la sinagoga y a la peregrinación anual a
Jerusalén para la fiesta de Pascua. El Evangelio únicamente alude a este
último aspecto de la celebración de la fe en la Sagrada Familia (Lc 2,41).
      Pero el propio Evangelio cita explícitamente otros rasgos fundamentales
que nos permiten descubrir en la Familia de Nazaret una vida de oración
profunda, intensa, perseverante. El evangelio de hoy subraya con particular
insistencia este último aspecto, por eso nos detendremos sólo en él.
      La perseverancia indica la permanencia activa en la oración. Y la
oración no es sólo súplica y petición, es también apertura a Dios, acogida
de su Palabra, alabanza y adhesión generosa a su voluntad, amor...
      A Jesús le encontramos siempre abierto al Padre. El evangelio habla
repetidamente de su oración: en la vida de cada día, en los momentos
importantes, en la noche. En el huerto de Getsemaní, Jesús insistía en la
oración (Lc 22,44).
      El mensaje del Nuevo Testamento sobre María se abre con su disponi-
bilidad a Dios en la anunciación y se cierra con la escena de su oración en
el cenáculo, en compañía de los apóstoles y de la comunidad. Son los dos
extremos de toda una vida perseverante en la oración.
      De José conocemos su atención a la voz de Dios y su prontitud en
obedecerla.
      Jesús, María y José formaron en Nazaret una comunidad orante, una
comunidad siempre abierta a Dios y con una confianza sin límites en el Padre.
Su oración fue perseverante no sólo porque duró el tiempo, sino porque llevó
la oración hasta las últimas consecuencias que es la entrega de la propia
vida por los demás.

Perseverar en la oración

      La oración es una de las componentes fundamentales de la perseverancia
cristiana: "vigilad y orad" Mc 14,38.
      La existencia cristiana se desarrolla necesariamente en medio de
múltiples dificultades (Rm 5,3; 2Tes 1,6-7). "Todo el que se proponga vivir
como buen cristiano será perhsfseguido" 2Tm 3,12. Por eso S. Pablo recomienda
a los cristianos mostrarse firmes en la fe (ICo 16,13), es decir, fuertemente
unidos a la verdad del evangelio y en permanente actitud de confianza en Dios
que es fiel (ICo 1,9).
      El cristiano que quiere vivir de verdad el evangelio necesita fuerza
y coraje: "Sed hombres, sed robustos" ICo 16,13. "Dios no nos ha dado un
espíritu de cobardía sino un espíritu de valentía, de amor y de dominio
propio" 2Tim 1,7.
      Nuestra vida cristiana se desarrolla en el tiempo presente, entre la
victoria de Cristo muerto y resucitado y la verificación de tal victoria, al
final de la historia de la salvación. Es ya partícipe, de alguna manera, de
la salvación definitiva y sin embargo esa vida nueva hay que defenderla contra
las potencias del mal, contra el mundo, que trata siempre de envolverla en
una lógica de cerrazón a Dios, y contra uno mismo. Porque el hombre viejo
sigue luchando contra el hombre nuevo.
      En esta situación de combate que caracteriza toda existencia cristiana
si desea mantenerse fiel, la perseverancia en la oración es sencillamente
algo esencial. El cristiano sabe bien que con sus propias fuerzas es
imposible. Por eso S. Pablo dice: "Dejad que os robustezca el Señor con su
poderosa fuerza" Ef 6,10. Y hablando de su propia experiencia exclama: "Para
todo me siento con fuerzas en Aquel que me robustece" Fil 4,14.
      Una mirada a Jesús, María y José en Nazaret, siempre disponibles,
siempre abiertos para que el poder de Dios actuara en ellos, nos ayudará a
vivir esta fe y oración perseverante, que el evangelio de hoy nos enseña, y

sin las cuales no hay verdadera vida cristiana que dure.
TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 8 de octubre de 2016

Ciclo C - TO - Domingo XXVIII

9 de octubre de 2016 - XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C

"¿No ha habido quien vuelva para agradecérselo a Dios excepto este
      extranjero?"

Lucas 17,11-19

      Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando
iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se
pararon a lo lejos y a gritos decían:
      - Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.
      Al verlos, les dijo:
      - Id y presentaos a los sacerdotes.
      Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos que estaba
curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a
los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano.
      Jesús tomó la palabra y les dijo:
      - ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No
ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
      Y le dijo:
      - Levántate, vete; tu fe te ha salvado.

Comentario

      Como siempre, Jesús no pasa de largo ante el sufrimiento humano, ni
rehusa asumir la condición del hombre, por muy desfigurado que este se
encuentre. "Id a presentaros a los sacerdotes", dice a los diez leprosos. El
encuentro con Jesús, animado por tanta esperanza en su poder, obra el
milagro.
      Todos los milagros son signos de la presencia y del poder de Dios, pero
los que dan la vida al hombre o la restauran en su integridad, que son la
mayor parte de los milagros de Jesús, son los más significativos. Invierten
la tendencia a la decadencia, a la muerte, al vaciamiento del vivir humano
y marcan el triunfo de la vida.
      Pero el evangelista no se detiene en explicar el significado del
milagro en sí, sino que se complace en subrayar cómo sólo uno, y éste,
samaritano, vuelve para dar gracias a Jesús.
      Jesús aprecia el gesto y, precisamente para ese extranjero, la gracia
de la curación física será la ocasión para llegar a la fe y a la salvación:
"tu fe te ha salvado"
      El samaritano que vuelve, no lo hace por pura gratitud humana. Ha
entendido algo muy importante. Con los otros nueve compañeros había ido al
templo de Jerusalén, pero él había entendido que era Jesús el nuevo templo
de Dios, el lugar de su presencia salvífica. Por eso vuelve "alabando a Dios
a voces". El agradecimiento a Jesús y la alabanza a Dios se identifica para
él y marcan el vértice de la experiencia humana y espiritual del leproso
curado y creyente. Los otros se quedaron con el beneficio físico de la cura-
ción, él cree y llega a la salvación. En realidad sólo en él se "cumple"
verdaderamente el milagro.

El milagro de Nazaret

      El milagro de Nazaret, el único milagro de Nazaret, fue la presencia
de Jesús en medio de la familia por obra del Espíritu Santo.
      Y como tal fue acogido por María, que presentó la objeción de "no
conocer varón", y por José‚ primero con su respetuoso silencio y después,
ante la palabra del Señor, con su "vuelta" a casa.
      Los dos creían que en Jesús Dios había "visitado a su pueblo", que,
como había dicho el  Ángel en la anunciación, "lo que va a nacer lo llamarán
"Consagrado", "Hijo de Dios" Lc 1,35. Pero no por eso su fe se quedó siempre
estacionada. Al contrario, tuvo que abrirse siempre a nuevas perspectivas.
      Que su hijo es "de Dios" lo experimentaron primero ante las palabras
proféticas de Simeón ("lo has colocado ante todos los pueblos como luz para
alumbrar a las naciones" Lc 2,31) y luego en Jerusalén cuando el mismo Jesús
les respondió que "tenía que estar en la casa de su Padre" Lc 2,49.
      El corazón de María y de José debió estar siempre transido de agra-
decimiento ante el gran don que habían recibido en Jesús. El hijo de Dios era
su hijo. ¿Quiénes eran ellos para recibir tanto bien?. "Aquí está  la sierva
del Señor", dijo María.
      El agradecimiento a Dios, la proclamación de sus maravillas, el canto
del magnificat, no fue sólo cosa de un momento, sino una actitud permanente
de la Familia de Nazaret.
      Las fórmulas de oración comportaban para los hebreos muchas bendiciones
a Dios: bendición, alabanza, agradecimiento por el día nuevo, por el pan, por
el agua, por el primer fruto de la estación,... ¿Cuántas veces también agra-
decimiento y bendición por Jesús, el Salvador, el Dios-con-nosotros?.

Gratitud

      La experiencia de que todo es don de Dios, de que todo nos viene de Él,
de que todo "es gracia", es fundamental en Nazaret y en toda vida cristiana.
Los milagros nos lo recuerdan.
      La convicción profunda de que "Dios nos amó primero" (IJn 4,19) lleva
a entender toda la vida como respuesta a ese amor. La experiencia de la
gratuidad crea la gratuidad.
      De este espacio de libertad creado por el amor libremente ofrecido y
libremente aceptado arranca la dimensión contemplativa de toda vida cris-
tiana.
      Quien acierta a ver toda la vida como don de Dios, y todo lo que en
ella ocurre como manifestación o rechazo de ese don, fácilmente llega a una
permanente actitud de agradecimiento, a una perenne "eucaristía".
      Muchos gestos y palabras, muchos tiempos de oración no encuentran una
explicación satisfactoria ni una razón suficiente si se quita esa experiencia
primera de haberse sentido amado por Dios y de haberse sentido colmado de sus dones.
      El reconocimiento, la aceptación, la contemplación del "Dios que ha
hecho tanto por mí" es fundamental para que, como en el samaritano curado,
crezca nuestra fe, y nuestra vida encuentre una explicación más allá de la
eficacia y de los resultados de nuestros trabajos.
      Es lo que vemos en la Sagrada Familia quien por boca de María supo
cantar en los comienzos de su trayectoria "las maravillas del Señor" y vivir
todo el resto de su vida en armonía con ese canto.
      La gratitud introduce en la existencia un elemento nuevo, inexplicable
e indestructible que da siempre motivos para trabajar más, para luchar m s,
para sufrir más.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 1 de octubre de 2016

Ciclo C - TO - Domingo XXVII

2 de octubre  de 2016 - XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C

                  "No somos más que unos pobres criados"

Lucas 17,5-10

      En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor:
      - Auméntanos la fe.
      El Señor contestó:
      - Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "A-
rráncate de raíz y plántate en el mar" y os obedecería. Suponed que un criado
vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo ¿Quién
de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diráis:
"Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás
y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado que ha hecho lo
mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
"Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer".

Comentario

      De las cuatro recomendaciones dadas por Jesús a los discípulos que
Lucas pone al comienzo del cap. 17, hoy leemos las dos últimas: la que se
refiere a la fe y la que se refiere a la valoración de nuestra actividad
frente al don de Dios. Las dos primeras tratan sobre el escándalo y sobre el
perdón.
      A la petición de los apóstoles de que les aumente la fe, Jesús responde
con una pequeña parábola que pone de manifiesto la importancia de lo que
piden y el misterio de ese don de Dios que es la fe.
      El minúsculo grano de mostaza sirve de término de comparación a la fe
auténtica, la que no duda (St 1,6), la que está absolutamente segura que para
Dios nada hay imposible (Gen 18,14; Lc 1,37), la que es capaz de desarraigar
una morera y hacer que se plante en el mar (Lc 17,6) y de trasladar las
montañas (Mt 21,21-22).
      El segundo ejemplo que Jesús pone subraya la gratuidad de la acción de
Dios y su relación con quienes trabaja en el campo de su Reino (Mt 20,1-15).
La identificación que Jesús propone a sus seguidores con los criados que,
después de hacer lo que deben, saben reconocer que son solamente simples
criados, deja bien clara, de una parte, la naturaleza del Reino y de otra, el
sentido de la acción humana para extenderlo. Nosotros somos simples cola-
boradores (ICo 3,9; 2Co 6,1) para llevar a cabo una misión recibida sin
pretender hacernos dueños de lo que no nos pertenece.
      Esta actitud humilde y desprendida del obrero del evangelio traduce
netamente el espíritu de las bienaventuranzas en el campo del trabajo
apostólico. Por un lado está la fidelidad total al Señor, que es quien envía,
por otro el reconocimiento de que el Señor del campo es siempre Él y que por
tanto a Él incumbe la última responsabilidad. Esto no lleva a zafarse de las
propias responsabilidades sino a actuar con libertad, con desprendimiento y
con generosidad.

En Nazaret

      En otras ocasiones hemos contemplado la fe de María y de José‚ hoy nos
fijamos en cómo vivieron la actitud evangélica que lleva a decir: "No somos
más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer". También
esta actitud es un fruto de la fe.
      María y José hicieron todo lo que estaba de su parte para que se
realizara la salvación que nos fue dada en Jesús.
      Ellos estuvieron desde la primera hora en el campo del Señor con toda
la disponibilidad de la propia persona, con entrega y generosidad para acoger
a Jesús y darlo al mundo.
      Cuando "volvieron a casa" no se sentaron enseguida a la mesa. María se
declaró desde el principio la "sierva del Señor" y, junto con José‚ mantuvo
hasta el final esa actitud de servicio. El "prepárame de cenar, ponte el
delantal y sírveme mientras yo como" del evangelio de hoy, fue practicado mil
veces al pie de la letra en Nazaret. Y esto no porque aquel que vino a servir
y no a ser servido" lo exigiera (Mt 20,28), sino porque brotaba espontá-
neamente de la fuente del amor.
      ¿Y qué decir de la discreción de María y de José? Supieron estar donde
se los pedía, prestar el servicio que hacía falta, sin aparecer. Supieron
dejar siempre al Señor el primer plano de la escena, como aparece en los
evangelios. Supieron retirarse cuando conviene. De José no sabemos ni
siquiera ni cómo ni cuando.
      María y José‚ son la encarnación misma del evangelio de la discreción,
que tiene su fundamento en la encarnación de Dios y que nos manda reco-
nocernos como servidores inútiles cuando hemos hecho lo que teníamos que
hacer.

"Unos pobres criados"

      Para llegar a la actitud evangélica de humildad que hoy se pide a
quienes trabajan en el campo del Señor se requieren algunas experiencias
básicas.
      La primera de todas es aceptar como un don el carisma del apostolado.
Quien va a trabajar en el campo del Señor debe sentirse ante todo un enviado,
indigno de recibir tal misión. Tal es la experiencia de S. Pablo (Cfr I Co
3,10; Gal 2,9). Si el don del apostolado no procede del propio apóstol, sino
de aquél que lo envía, tampoco el contenido del mensaje que anuncia es cosa
suya. Escuchemos también en esto la experiencia de S. Pablo: "Pero este
tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan
extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros". Co 4,6-7.
      Finalmente hay que estar convencidos de que tampoco el resultado de
nuestros esfuerzos depende de nosotros. Nuevamente el testimonio de S. Pablo:
"Yo planté, Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer; por tanto, ni el
que planta significa nada, ni el que riega tampoco, cuenta el que hace
crecer, o sea, Dios" ICo 3,6-7.
      Quien vive su trabajo por el reino y su servicio en la comunidad con
estas características, fácilmente llega al "no somos más que unos pobres
criados" y se sitúa en sintonía con la manera de actuar que se aprende en
Nazaret. El compromiso por el Reino adquiere así una fuerza mucho mayor, pues
lo que se presenta no es una idea propia, sino algo que nos supera totalmen-
te, algo que es del Señor y que por lo tanto vale inmensamente más de lo que
nosotros podemos transmitir o inventar.



TEODORO BERZAL.hsf