sábado, 26 de diciembre de 2020

Ciclo B - Sagrada Familia

 27 de diciembre de 2020 – TIEMPO DE NAVIDAD

 

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESUS, MARIA Y JOSE

 

   "Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño"

 

-Gen 15,1-6; 21,1-3

-Sal 104

-Heb 11,8-12,17-19

-Lc 2,22-40

 

Lucas 2,22-40

 

      Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de

Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo

con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado

al Señor") y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: "un par

de tórtolas o dos pichones").

      Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado

y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba

en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte

antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al

templo.

      Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con Él lo

previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

 

      Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz;

      porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante

      todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu

      pueblo, Israel.

 

Comentario

 

      En la fiesta de la Sagrada Familia, la Iglesia nos propone en las

lecturas una amplia meditación sobre la familia: la familia como lugar de las

más profundas relaciones humanas (paternidad, maternidad, filiación), como

uno de los ámbitos donde se realiza la condición humana (vejez y juventud,

fecundidad y esterilidad) y, sobre todo, como medio donde vivir la fe.

      En las tres lecturas el personaje central es el hijo: el hijo Isaac,

símbolo de la fidelidad de Dios y de la confianza total de Abrahán y Sara,

el hijo Jesús, "luz de las gentes" y "gloria de Israel".

      Desde nuestro punto de vista cristiano, podemos componer un cuadro que

nos ayude a profundizar el mensaje central que nos ofrece hoy la Palabra de

Dios.

      Situemos en el fondo Abrahán y Sara, animados por una fe inquebrantable

en la promesa de Dios, una fe que vence las dificultades objetivas para tener

una descendencia, pues se fían del "Dios que es capaz de resucitar a los

muertos": ambos llevan ya los signos de la muerte en sus cuerpos, muerte de

Isaac en el sacrificio.

      Pongamos más adelante Simeón y Ana, llenos de esperanza en la venida

del Mesías. Cada uno ha vivido una experiencia, pero ambos comparten esa

apertura a Dios y a los signos del presente que dan sentido a su larga

espera. Ambos son así, para nosotros, profetas, pues están llenos del

Espíritu Santo y saben ver la presencia del Señor en el niño que tienen

delante.

      Y en primer plano coloquemos a María y José presentando a Jesús. Ellos

van a cumplir "lo previsto por la ley", pero sorprendentemente se les anuncia

que el niño que llevan es el "Salvador", es la luz de todos los pueblos y

hablan de Él "a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén". Esta

confirmación externa de lo que a ellos se les había anunciado debió

sorprenderlos y llevarlos a vivir de otro modo el gesto ritual de la

presentación del niño en el templo. Aquel primogénito era verdaderamente el

"consagrado por Dios", es decir, el Mesías. El es el punto de contradicción,

"la bandera discutida" ante la que todos tendrán que tomar postura. Y en este

movimiento de adhesión o de ruptura, que lleva consigo la redención, ellos

también se ven implicados nuevamente en primera persona.

 

Se volvieron a Nazaret

 

      Como en el día solemne de la presentación, Jesús siguió siendo siempre

el centro de la familia de Nazaret. La actitud oblativa de María y de José

(vista en el trasfondo de la fe de Abrahán) iría creciendo de día en día.

      Los hechos de los comienzos no pudieron ser para María y José un

recuerdo episódico, una anécdota de la infancia de su hijo, sino la

revelación del verdadero rostro de aquél con quien se codeaban cada día.

Aquél que daba sentido a su vida no en la prolongación de una descendencia,

de una herencia, de un apellido según la carne, sino (y aquí vemos de nuevo

en contraluz la fe de Abrahán y Sara) la descendencia según la fe, es decir

el heredero de todos los hombres y el salvador de todos los hombres.

      Las palabras de Simeón no habían sido, pues, fruto de los sueños de un

viejo desocupado, ni la propaganda de Ana expresión de una anciana que no

puede dominar su lengua.

      Los espacios de futuro, de universalidad, la verdadera grandeza que

tales acontecimientos y palabras habían creado en el corazón de María y de

José, estaban ahí, mientras el muchacho "crecía y se robustecía y adelantaba

en saber". Es lo que constituye el misterio de Nazaret.

 

Bendito seas, Padre,

porque a través de la fe de Abrahán y de Sara,

de Simeón y de Ana,

de María y José

nos has dado el conocimiento de tu Hijo.

Nosotros hoy, herederos de la misma promesa,

queremos darte la misma confianza

que ellos te dieron,

para que tú puedas, por medio de Cristo,

seguir siendo la luz y vida del mundo.

Forma tú, Padre, con el Espíritu Santo,

la gran familia de tus hijos

entorno a tu Hijo primogénito.

 

Nuestras familias

 

      Aunque distantes en el tiempo y en la cultura de la familia de Nazaret,

nuestras familias y comunidades, pueden encontrar en ella fuerza y estímulo

para crecer en la fe y en el amor. Las lecturas de hoy nos sugieren algunos

puntos importantes en el camino de evangelización de la familia.

      Ante todo hay que saber dejarse educar por Dios. Saber descubrirlo en

el nacimiento y en la muerte, en los acontecimientos de gozo y dolor que

jalonan la vida familiar. Darle el protagonismo de guía y educador a través

de una fe que lo acoge en la oración y de un amor que opta por cumplir sus

mandamientos en lo concreto de la vida.

      Saber abrirse a la novedad, a los signos de vida y esperanza. El núcleo

familiar y comunitario necesita identificarse y crecer en relación con los

demás, en apertura y diálogo, para enriquecerse con lo que viene de fuera,

con lo que viene del futuro. Todo ello, naturalmente, sin renunciar a la

propia memoria e identidad.

      La familia de Nazaret, como nuestras familias y comunidades, fue ante

todo un conjunto de personas animadas por la fe. Como ella nuestras familias

pueden encontrar su unión y su fuerza en la participación en el amor de Dios,

si Cristo es su centro y su luz.

 

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

 

jueves, 24 de diciembre de 2020

NAVIDAD

ad
NATIVIDAD DEL SEÑOR Misa de la noche

                            "Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador"

Isaías 9,1-3. 5-6

   El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban la
tierra de sombras, y una luz les brilló.
   Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como
gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.
   Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su
hombro, los quebrantaste como el día de Madián.
   Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el
principado, y es su nombre:
   Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la
paz.
   Para dilatar el principado con una paz sin límites, sobre el trono de
David y sobre su reino.
   Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora
y por siempre. El celo del Señor lo realizará.

Tito 2,11-14

   Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hom-
bres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a
llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la
dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro,
Jesucristo.
   El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y para
prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.

Lucas 2,11-14

   En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer
un censo en el mundo entero.
   Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria.
Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.
   También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la
ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para
inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí
le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió
en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.
   En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre,
velando por turno su rebaño.
   Y un Ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de
claridad y se llenaron de gran temor.
   El  Ángel les dijo:
   -No temáis, os traigo una buena noticia, la gran alegría para todo el
pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el mesías, el
Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre.
   De pronto, en torno al Ángel, apareció una legión del ejército celestial,
que alababa a Dios, diciendo:
   -Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios
ama.

Comentario

   El relato del nacimiento de Jesús que nos ofrece el evangelio de Lucas en
el corazón de esta noche santa o noche buena, nos da las coordenadas de
tiempo y de lugar para situar el hecho y para interpretar su alcance. El
evangelista lo hace no sólo en términos generales y solemnes, como conviene
al caso, (emperador reinante, regiones y comarcas del imperio), sino que nos
da también una serie de detalles concretos que convierten el acontecimiento
en algo cercano y familiar.
   Fijémonos en primer lugar en los aspectos que tratan de subrayar la
magnitud de este acontecimiento singular. El texto de Lucas alude en primer
lugar al emperador Augusto y al "censo de todo el mundo". El mismo
evangelista ofrece otras referencias para situar la historia de Jesús. El
censo de todo el mundo y el hecho de que "todos iban a inscribirse" abre el
nacimiento del niño de Belén a unas perspectivas universales insospechadas.
Esa tendencia a amplificar el hecho se refuerza después en el anuncio del
Ángel a los pastores. La alegría que anuncia no es sólo para ellos, sino
"para todo el pueblo". Además el anuncio es presentado como "buena noticia"
(=evangelio), destinada por tanto a propagarse y a comunicarse.
   Dentro de esa perspectiva universalista, no sólo en cuanto al espacio
sino también al tiempo, la liturgia destaca justamente el "hoy" de la cele-
bración. Desde ese "hoy" litúrgico y actual pretende llevarnos a aquel otro
en el que se cumplió nuestra salvación. La palabra "hoy" es el centro del
anuncio del Ángel a los pastores y es igualmente el centro del mensaje que
la Iglesia quiere transmitir permanentemente a los hombres: hoy ha nacido el
Salvador.
   A dar ese sentido de plenitud y cumplimiento que tiene el "hoy" de la
liturgia contribuye también el texto de Isaías que se proclama en la 1ª.
lectura. En él se anuncia la época mesiánica como un paso de las tinieblas
a la luz, de la tristeza a la alegría, a esa alegría plena del momento de las
cosechas o de la liberación de una opresión milenaria. Pero todo ello se da
como algo ya realizado ("una luz les brilló"). El niño que ha nacido es el
príncipe de la paz. Pero al mismo tiempo es algo que se cumplirá en el
futuro: "El celo del Señor lo realizará".
   Ese mismo sentido podemos ver en la 2ª. lectura, cuando el apóstol habla
de la aparición de la gracia de Dios realizada en Cristo. Su venida y su
entrega tienen como finalidad el "prepararse un pueblo purificado", lo que
supone una tarea permanente.
   La lectura de la Palabra nos lleva así a vivir ese "hoy" de la salvación
ya cumplida en Cristo que se hace actual en nuestra historia. Somos invitados
a participar personalmente con María y José‚ con los pastores y con todos los
creyentes en ese maravilloso intercambio en el que Dios presenta y ofrece al
hombre su misma vida y el hombre es llamado a dejarse desarmar y entrar en
esa nueva luz que lo salva.
   En eso consiste la "gloria de Dios" que los Ángeles cantan y que tiene su
eco correspondiente en la "paz" de los hombres en la tierra. La manifestación
de Dios y la salvación del hombre son dos aspectos de la misma realidad.

Los signos concretos

   La narración del nacimiento de Jesús se mueve en el evangelio de Lucas a
través de signos muy concretos y muy sencillos que pretenden guiar al lector
a encontrar, también él, como los personajes del relato, al Mesías.
   El signo central, que da sentido a todos los otros, es el "niño": "encon-
traréis un niño". Este niño es presentado en primer lugar como "primogénito".
Es un término de amplio significado en el Nuevo Testamento porque refiere a
Jesús la herencia mesiánica de la casa de David. Además el recién nacido es
designado con tres títulos de gran relieve: Salvador, título ya incluido en
su nombre, el Mesías o Cristo que recoge la profecía sobre la ciudad de David
como lugar de su nacimiento, y, sobre todo, el Señor, aplicando de forma
directa al niño la designación que servirá a los creyentes para hablar de su
condición divina.
   Todo esto dice a quien se acerca al texto evangélico que el "niño" de
quien se habla esconde, tras su apariencia sencilla, un misterio profundo.
Por otra parte hay un gran contraste entre esa "grandeza" y "universalidad",
a la que aludíamos antes, y los signos concretos que se ofrecen para recono-
cer la identidad del niño. Ese contraste estimula también hoy al lector a dar
el mismo paso que los destinatarios del primer anuncio.
   Los signos concretos situados entorno al niño son, en primer lugar, su
condición de impotencia y debilidad; vienen luego los "pañales" que lo
envuelven, pero también que limitan sus movimientos y su libertad. Ese último
aspecto ha llevado a algunos a establecer un paralelismo entre este pasaje
y el de la sepultura de Jesús (Lc 23,53). Está también el detalle del
"pesebre" que puede subrayar el alejamiento del ambiente humano normal en el
que se produjo el nacimiento del niño.
   Por tres veces el texto evangélico recalca esos detalles ("niño", "paña-
les", "pesebre"): en la narración directa del hecho, en el anuncio del Ángel
a los pastores y en la constatación que éstos efectúan. Queda así bien subra-
yada la pobreza de los signos para revelar el altísimo misterio.
   Esos signos concretos ofrecidos a los pastores, pero también a María y a
José (y a nosotros), nos invitan a dar el paso de la fe reconociendo en el
niño recién nacido al Salvador. Y ese paso de la fe es el mismo que María y
José continuaron en Nazaret durante muchos años. Con el tiempo irán cambiando
los signos concretos según las condiciones de vida, pero siempre permanecerán
en el ámbito de la pobreza, de la humildad, de la sencillez. Es como una
invitación constante a mantenerse fieles a ese contraste infinito entre lo
que se ve y lo que se esconde, contraste por donde se mueve la fe.

En silencio y llenos de amor
queremos también nosotros
llegarnos hasta el pesebre
y contemplar la Palabra hecha carne.
Te adoramos, Señor Jesús,
en la elocuencia y humildad
de tu primer gesto de encuentro con los hombres.
Ilumina con tu luz
las zonas de sombra de nuestra vida,
esas partes aún no evangelizadas de nosotros mismos
y del mundo en que vivimos,
para que encontremos la verdadera paz
y Dios sea glorificado.

Jesús, María y José
   La fiesta de Navidad nos invita a captar en profundidad el misterio de la
sencillez de los signos. Más que escudriñar los detalles de la narración,
ser bueno fijarnos con mirada contemplativa en los gestos de María y de José‚
para aprender esas actitudes cristianas que nos llevan a acoger en nuestra
vida la salvación traída por Cristo.
   Fijémonos en María. La sublimidad de su gesto se esconde en las acciones
simples, transparentes, puras que menciona el evangelio: dio a luz a su hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre... Es el primer
gesto de donación y presentación de Jesús. María ha acogido el Verbo en su
carne y lo ha entregado al mundo. Ningún gesto de posesión, ninguna sombra
de protagonismo ha ensombrecido la gloria de Dios en su entrega al hombre.
Nada hay más personal que engendrar y dar a luz y nada más desprendido que
entregar al recién nacido y permitirle que cumpla su misión.
   La solución inmediata de colocar al niño en el pesebre por no tener sitio
en la posada, sin duda compartida por María y José‚ traduce esa sencillez tan
humana de saberse contentar con lo que se tiene, de saber acomodarse a las
circunstancias como se presentan. Ninguna vanidad herida hubo en ese momento
porque ninguno de los dos pretendía una dignidad que fuera reflejo de la
grandeza del momento que vivían.
   José estaba también allí. Sin duda con la preocupación y premura, con la
responsabilidad y atención que requería un momento tan delicado y en tales
circunstancias. De él no se dice apenas nada, ¿qué importa? Su silencio su
"ausencia" del relato, deja ver con mayor claridad el signo central que es
el niño. También de él tenemos que aprender a desaparecer para que el
Salvador, el Señor, pueda manifestarse.
   Sin embargo, cuando los pastores llegan para comprobar el mensaje del
Ángel encuentran a María y a José junto con el niño. Se diría que las figuras
de María y de José sólo cobran importancia cuando se ha descubierto quién es
el recién nacido.

                                                 NAVIDAD (Misa del Día)

                                                  "El Verbo se hizo carne"


Isaías 52,7-10

     ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia
la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión:
¡"Tu Dios es Rey"! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara
a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusa-
lén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda
su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la
tierra la victoria de nuestro Dios.

Hebreos 1,1-6

      En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a
nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado
por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido
realizando las edades del mundo. Es el reflejo de su gloria, impronta de su
ser. El sostiene el universo con su Palabra poderosa. Y, habiendo realizado
la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en
las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el
nombre que ha heredado.
      Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: "Hijo mío eres tú hoy te he engendra-
do"? O: "¿Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo?" Y en otro
pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: "Adórenlo todos los
ángeles de Dios".

Juan 1,1-18

      En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
      Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo
que se ha hecho.
      En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz
brilla en las tinieblas, y la tiniebla no la recibió.
      Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como
testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la
fe, No era él la luz, sino testigo de la luz.
      La palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Al mundo
vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no
la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
      Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si
creen en su nombre. Estos no han nacido de la sangre, ni de amor carnal, ni
de amor humano, sino de Dios.
      Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado
su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de
verdad.
Juan da testimonio de El y grita diciendo: éste es de quien dije: "El que
viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo".
      Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la
ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de
Jesucristo.
      A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Comentario

      En la fiesta de Navidad y durante todo el tiempo que sigue celebramos
el misterio de Dios que se hace hombre.
      Dios se encuentra con los hombres precisamente en Cristo en cuanto
hombre. Y así a través del elemento humano de la persona de Cristo, el
hombre puede acceder a lo invisible y puede adentrarse en el misterio de
Dios.
      Aquel que en el seno del Padre era Verbo-palabra, al hacerse hombre,
se convierte en el revelador de lo que Dios es. Cristo es la plenitud de la
revelación, Él es el "unigénito de Dios" y "está lleno de gracia y de ver-
dad". "La luz ha brillado en las tinieblas", Dios se ha hecho hombre. Ahora
como entonces el hombre puede acogerlo, abrirse a Él o rechazarlo.
      Dios ha salido a encontrarse personalmente con el hombre y éste tiene
la posibilidad de la acogida o del rechazo. "Pero a los que lo acogieron los
hizo capaces de ser hijos de Dios". "De su plenitud todos hemos recibido".
      Ante la plenitud de gracia dada en Cristo, la alianza del Antiguo Tes-
tamento queda pálida, anticuada. La nueva alianza viene cualificada sobre
todo por la calidad del mediador que es Cristo. Con él Dios nos ha dicho de
sí mismo su palabra definitiva. "Es el Hijo único, que es Dios y está al lado
del Padre, quien lo ha explicado". "Si te tengo ya habladas todas las cosas
en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora
responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos en Él, porque en Él te
lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en Él más de lo que pides y
deseas" S. Juan de la Cruz, II Subida, 22,5.
      "Y la Palabra se hizo hombre". Es el misterio de la Navidad. Es un
misterio de humildad, pobreza y ocultamiento. La gloria eterna de Dios brilla
en el rostro de un niño y se expresa con los gestos de un recién nacido. El
Dios eterno e inmenso se somete a las condiciones de espacio y de tiempo y
asume todas las limitaciones de la naturaleza humana. Los pañales que
envuelven al niño, como las vendas puestas alrededor de su cuerpo ya muerto
y bajado de la cruz, están ahí para indicar hasta que punto Dios ha unido su
designio a nuestra condición.
      Pero lo más maravilloso es el impulso de amor que descubrimos a través
de este gesto supremo de acercamiento. Dios se hace hombre para salvar al
hombre. "Os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor"
Lc. 10-11. "El motivo del nacimiento del Hijo de Dios, dice S. León Magno,
no fue otro sino el de poder ser colgado en la cruz".

Desde Nazaret

      Para María y José‚ el misterio de la venida de Dios entre los hombres
estaba ligado a lugares, personas y situaciones muy concretas: el anuncio del
mensajero de Dios, el bando de un censo, el viaje a Belén, el no encontrar
lugar en la posada, la cuadra, el pesebre, los pañales, los pastores, ...
Dios en persona con la apariencia de un niño como todos los otros.
      El tiempo de Nazaret nos descubre una dimensión importantísima de la
encarnación. Esta no consiste en que Dios se haga hombre en un momento
determinado, sino en que además Dios asuma la condición de hombre, todo lo
humano, con lo que ello lleva consigo.
      La frase "La Palabra se hizo carne" puede tener dos sentidos. Uno
puntual, circunscrito a un momento concreto de la historia, y otro durativo,
que indica todo el proceso necesario para que el Hijo de Dios vaya asumiendo
todas las características humanas hasta llegar a ser un hombre completo. Este
proceso implica el crecimiento físico, la inserción en una cultura, en un
ambiente de vida, aprender a vivir todas las dimensiones de la persona.
      Este segundo aspecto es el que descubrimos viendo desde Nazaret el
misterio de Navidad.
      Esta asunción de lo humano y de lo "mundano" por parte del Hijo de Dios
transforma y santifica todo lo humano y todo lo que está en el mundo.
      En Nazaret vemos a Jesús, tocar, ver, agarrar, caminar, comer, reír,
vestirse, estar con la gente, amar a sus padres y a los demás... Es admirable
y maravilloso contemplar como Dios tomó la naturaleza humana no de forma abs-
tracta o aparente, sino muy concretamente y de manera profunda y total. Dios
vivió como nosotros; habló, rió, amó, como cualquier hombre.     
      Esta dimensión de la encarnación, tan importante y rica de consecuen-
cias, se hace patente en Nazaret.

Para vivir ahora

      Para vivir ahora, en el tiempo de la Iglesia, encontramos en Nazaret
un fuerte estímulo y un fundamento sólido de valoración de todo lo humano y
de apreciación positiva del mundo y de sus valores.
      Cristo asumiendo todo lo humano (menos el pecado): lengua, cultura,
instituciones sociales, le infunde una nueva vida, un nuevo sentido, y le da
una proyección eterna.
      Desde que Cristo se hizo hombre hay que hablar de un modo nuevo del
mundo y del hombre. Ciertamente el pecado existe, pero el pecado y el mal ya
no caracterizan de la forma más profunda ni al hombre ni al mundo. Dios hizo
buenas todas las cosas y Cristo viniendo al mundo y haciéndose hombre, en-
contró la vía exacta para poner de nuevo en armonía la relación hombre-mundo
dañada por el pecado. La encarnación del Cristo no sólo libera al hombre de
una concepción pesimista del mundo, sino que le da la posibilidad de trabajar
en él como lugar de encuentro con Dios, como ámbito de sus relaciones
fraternas con los demás hombres, como materia prima de la construcción de su
propia realidad.
      El concilio Vaticano II asigna a los laicos la misión de consagrar el
mundo con estas palabras: "Cristo Jesús, supremo y eterno sacerdote, desea
continuar su testimonio y su servicio también por medio de los laicos; por
ello vivifica a éstos con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a
toda obra buena y perfecta. Pero a aquéllos a quienes asocia íntimamente a
su vida y misión, también los hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden
al ejercicio del culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hom-
bres. Así también los laicos, como adoradores que en todo lugar obran
santamente, consagran a Dios el mundo mismo" L.G. 34; Cfr. 36,b.
      Contemplando desde Nazaret la encarnación de Cristo, aprendemos a
encarnarnos también nosotros para llevar el mundo a Dios.

TEODORO BERZAL hsf

sábado, 19 de diciembre de 2020

Ciclo B - Adviento - Domingo IV

 20 de diciembre de 2020 - IV DOMINGO DE ADVIENTO - Ciclo B

                         

                        "... de la casa de David".

 

II Samuel 7,1-5. 8b-11. 16

 

      Cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la

paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al Profeta Natán:

      -Mira: yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor

vive en una tienda.

      Natán respondió al rey:

      -Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo.

      Pero aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor:

      -Ve y dile a mi siervo David: ¿Eres tú quien me va a construir una

casa para que habite en ella?

      Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras

jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré

con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré

un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin

sobresaltos, y en adelante no permitiré que animales lo aflijan como antes,

desde el día que nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel.

      Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una

dinastía. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono

durará por siempre."

 

Romanos 16,25-27

 

      Hermanos:

      Al que puede fortalecernos según el evangelio que yo proclamo,

predicando a Cristo Jesús -revelación del misterio mantenido en secreto

durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a

conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la

obediencia de la fe-, al único Dios por Jesucristo, la gloria por los siglos

de los siglos. Amén

 

Lucas 1,26-38

 

      En aquel tiempo, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de

Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José,

de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.

      El Ángel, entrando a su presencia, dijo:

      -Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las

mujeres.

      Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era

aquel.

      El Ángel le dijo: -No temas María, porque has encontrado gracia ante

Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre

Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el

trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su

reino no tendrá fin-.

      Y María dijo al Ángel:

      -¿Cómo será eso, pues no conozco varón?

      El Ángel le contestó:

      -El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá

con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.

      Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido

un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios

nada hay imposible.

      María contestó:

      -Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

      Y el Ángel se retiró.

 

Comentario

      La densidad del mensaje de la Palabra de Dios en este domingo se ve

reforzada por el eco y amplificación que la primera lectura encuentra en el

Evangelio.

      David, después de haber consolidado su poder y sintiéndose seguro en

la capital de su reino, quiere dar también una estabilidad al signo de la

presencia de Dios en medio de su pueblo: construir una casa para el Señor.

Excelente deseo, aprobado por el profeta Natán, pero quizá también tentación

de querer instrumentalizar a Dios haciéndole garante de la propia dinastía.

      En este contexto, Dios interviene por medio del profeta para dejar

claro quién es el Señor, quién guía los destinos de la historia. Es fácil de

entender el contenido de la profecía de Natán atendiendo a la doble acepción

de la palabra casa. Tú me quieres construir una casa = templo, dice el Señor,

pero seré yo quien te dé una casa = dinastía (descendencia) en la que se

cumplirá mi promesa.

      El Evangelio ha "leído", desde la "plenitud de los tiempos", la antigua

profecía en su relato del anuncio del nacimiento de Jesús, ayudándonos así

a comprender mejor quién es el Enviado y cómo se cumplen las promesas del

Señor. A David Dios le había asegurado, por medio del profeta, "una descen-

dencia nacida de tus entrañas". A María el Ángel le asegura que "concebirá

en su seno". El descendiente prometido a David había de heredar su "trono",

y al hijo de María "el Señor Dios le dará el trono de David, su padre". La

estirpe de David debía ser "grande" y el evangelista dice que quien había de

nacer de María "será grande y se llamará Hijo del Altísimo. Como a la descen-

dencia de David, también del Mesías se dice que "su reino no tendrá fin".

      El "hijo" que nace de María es verdaderamente el descendiente prometido

a David, es de la casa de David. Las genealogías de Lucas y de Mateo pre-

tenden confirmarlo. Pero curiosamente en ambos casos la continuidad con la

casa de David viene asegurada por José, pues "se pensaba que (Jesús) era hijo

de José" (Lc 3,24).

 

"A una ciudad de Galilea que se llama Nazaret"

 

      Si todo el evangelio puede ser leído en Nazaret, con mayor motivo pode-

mos leer este pasaje que nos transmite un acontecimiento ocurrido en ese

lugar.

      Desde la humilde casa de Nazaret, el momento de la visita del Ángel

Gabriel es el momento de la acción de Dios por antonomasia, el momento

maravilloso, estupendo, que hace nuevas todas las cosas. Hay que colocarlo

en la línea que va de la creación del mundo, a la alianza con Abrahán, a la

gran manifestación del Sinaí, cuando la nube cubrió la cima de la montaña

cuando "la gloria del Señor llenaba el santuario" (Ex 40,35).

      Esa es la maravilla que María canta desde el fondo de su alma "porque

se fijó en su humilde esclava" (Lc 2,47). Ese momento de la acción suprema

del Espíritu Santo funda y da sentido a toda la experiencia vivida en Nazaret

que es una prolongación de la encarnación del Verbo del Padre.

      Desde que María fue "morada" del Hijo de Dios, ella y José se pusieron

en camino con la fe de Abrahán, y aun cuando permanecieron mucho tiempo en

el pueblo de Galilea, nunca pretendieron como su antepasado David, erigir una

"casa" para Dios. Ellos habían comprendido que sería Dios mismo quien se

ocuparía de ello. "Después volverá a levantar de nuevo la choza caída de

David; levantará sus ruinas y la pondrá en pie, para que los demás hombres

busquen al Señor" (Am 9,11; cfr. Hech 15,16-17).

      Sólo desde esa fe cobran sentido todas las preocupaciones por buscar

un lugar digno donde pudiera nacer el Mesías y para proporcionarle una

familia, una casa y un ambiente donde crecer.

 

Señor, desde el principio del mundo

tú has construido para el hombre una casa,

un hogar donde acogernos a todos.

Cuando vino Jesús, tu Palabra,

Él "plantó su tienda entre nosotros"

para ofrecer a todos los hombres

un espacio de salvación.

Danos la fe de María,

danos la obediencia de la fe

para acoger la acción fecunda del Espíritu Santo

y poder así llevarte a los demás.

 

Nuestra casa

 

      La actitud de María, de José, de Jesús en Nazaret orientan nuestro

vivir. Vivir el misterio de Nazaret es vivir en familia, y vivir en familia

quiere decir, entre otras cosas, vivir en una casa.

      Todos sabemos que construir la comunidad es también construir la casa,

porque la casa es el lugar donde el hombre es persona, es el lugar de la

fraternidad y de la acogida y es también el lugar donde Dios habita.

      Pero cuando construimos desde la fe, necesitamos saber, como David,

como María y José, que lo importante es lo que Dios construye, que su obra

es más grande que la nuestra.

      Tenemos que aprender, sobre todo, el camino de la solidaridad para

sentir como nuestro el problema de quienes no tienen casa, por causas econó-

micas, por exilio, por desamparo o injusticia humana. Solo así llegaremos a

creer verdaderamente que desde su venida y desde que derramó su Espíritu, es

Cristo quien está construyendo una casa para todos, porque es Él quien nos

abre un porvenir de libertad y de humanidad nueva.

      De vez en cuando es bueno escuchar estas palabras del Señor para

valorar lo que estamos haciendo: "El cielo es mi trono y la tierra estrado

de mis pies: ¿qué casa podréis construirme o qué lugar para mi descanso?" Is

66,1. "El Altísimo no habita en edificios construidos por el hombre" (Hch 7,48).

 

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