sábado, 26 de septiembre de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXVI

 27 de septiembre de 2020 - XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

 

                                                  "Se arrepintió y fue"

 

-Ez 18,25-28

-Sal 24

-Fil 2,1-11

-Mt 21,28-32

 

Mateo 21,28-32

 

   Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

   -¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le

dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". El contestó: "No quiero". Pero

después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le

contestó: "Voy, señor". Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el

padre?

   Contestaron:

   -El primero.

   Jesús les dijo:

   -Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera

en el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el

camino de la justicia y no le creísteis; en cambio los publicanos y las

prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepen-

tisteis ni le creísteis.

 

Comentario

 

   La parábola de los dos hijos que leemos en el evangelio de hoy sigue a la

controversia de Jesús sobre su autoridad con los responsables religiosos del

pueblo judío. Es una parábola propia de Mateo y, situada después de la

entrada mesiánica en Jerusalén y la purificación del templo, tiene una

función de ruptura con las autoridades judías. La respuesta de Jesús a

quienes le preguntaban ¿con qué autoridad cumplía aquellos gestos? comprende

en el evangelio dos partes: la parábola y su explicación.

   La parábola se abre con una pregunta retórica (¿Qué os parece?) que

sirve para relacionarla con el párrafo anterior y al mismo tiempo para

implicar a los oyentes en la explicación.

   El fuerte contraste entre el comportamiento de los dos hijos, reducido en

el relato evangélico a los rasgos esenciales, refleja de forma esquemática

los dos grupos principales de quienes hasta entonces habían escuchado a Jesús

y lo habían seguido y, desde una perspectiva más amplia, los dos componentes

fundamentales de la sociedad judía de su tiempo.

   Viene en primer lugar el hijo que da una respuesta negativa, pero después

se arrepiente, se convierte, dice literalmente el texto. En el polo opuesto

está el otro hijo que llama al padre "señor", tratándole con la debida

reverencia y respeto, considerándolo digno de ser escuchado y a quien se debe

responder con educación. Pero después, en la práctica, no existe concordancia

entre lo que se dice y lo que se hace.

   Ante el padre de la parábola, que representa a Dios, última garantía de

verdad, en el primer hijo están representados quienes no tienen en cuenta las

prescripciones de la ley de Moisés y pertenecen, en un primer momento, a la

categoría de los "pecadores". En el segundo hijo están representados los

observantes de la ley, los que son fieles a las prescripciones de la

religión, los justos. El punto clave está, sin embargo, en el hecho de que,

ante el anuncio del Reino efectuado primero por Juan y luego por Jesús,

fueron los primeros los que se convirtieron y no los segundos.

   A través de la parábola y su explicación evangélica se desplaza así el

problema desde la legitimidad y autenticidad del mensajero (autoridad de Juan

o de Jesús) hacia la acogida efectiva que se da a su mensaje. O si se quiere,

más en general, teniendo también en cuenta lo que se dice en la 1ª. lectura,

la cuestión de fondo es dar una respuesta personal y responsable a Dios, que

nos interpela y nos pide recapacitar y convertirnos a su voluntad para vivir

verdaderamente.

 

Obediencia de la fe

 

   La parábola evangélica pone de manifiesto una de las dimensiones

esenciales del misterio de Nazaret, que podemos sintetizar con la expresión:

obediencia de la fe. Fue ese, en efecto el camino que María y José siguieron.

   Muchos judíos contemporáneos suyos, y en particular los fariseos,

esperaban que la venida del Mesías supondría una confirmación de la situación

existente. Es decir, de un lado, ellos, los justos, el pueblo elegido, el

hijo que había dicho sí a su Señor... Del otro, los pecadores, los paganos,

los demás pueblos, que hasta entonces habían dado a Dios una respuesta

negativa. Pero la venida del Mesías rompió totalmente ese esquema, y María

y José, como todos los auténticamente creyentes, lo habían entendido así

desde el principio.

   Ellos comprendieron que de poco sirve ser de la casa de David, ser hijos

de Abrahán o apelar a los privilegios del pasado. Lo importante es la actitud

personal ante Dios. En realidad, Éste puede sacar hijos de Abrahán incluso de

las piedras, es decir, de los pecadores más insensibles. Lo que cuenta es,

en el momento definitivo, cuando se escucha la llamada de la fe, dar un sí

a Dios sin condiciones.

   Pero el mensaje evangélico ilumina hoy sobre todo la importancia que

tiene la respuesta concreta, la que se da con la vida y no tanto con las

palabras. Entramos así de lleno en el tema de la obediencia de la fe que

tanto brilla en Nazaret.

   Más allá del contraste entre el decir y el hacer, está el que se produce

entre la incredulidad y la fe. La obediencia de la fe traduce esa armonía

profunda entre la aceptación de lo que Dios propone y la transformación de

la propia vida hasta hacerla coincidir con su voluntad.

   Por una parte la obediencia no es posible si antes la fe no descubre en

qué consiste la llamada de Dios, que se manifiesta normalmente a través de

sus mensajeros; por eso la fe debe preceder a la obediencia. Por otra parte,

la fe que no acaba en el cumplimiento de la voluntad de Dios con actos

concretos, es vana, pura ilusión. De algún modo el actuar del creyente es

interpretación de su fe.

   Y eso fue en realidad la existencia de la Sagrada Familia en Nazaret: una

traducción coherente durante largos años del sí dado a Dios al comienzo.

Jesús, María y José mantuvieron siempre la actitud profunda de humildad que

los llevó a vivir como una familia cualquiera, pasando por una de tantas. Ese

es el camino que más tarde llevó a Jesús a la humillación de la cruz y al

triunfo de la resurrección.

 

Padre, te bendecimos porque tú conoces lo más íntimo

de nuestro corazón,

y porque nos has dado la libertad

de responder a lo que nos mandas.

Tú ofreces a todos la salvación

y a todos pides el paso necesario de la conversión

para entrar en el Reino.

Danos el Espíritu Santo

que cree en nosotros esa armonía profunda

entre lo que te decimos en la oración

y lo que hacemos en nuestra vida.

Enséñanos el camino de la verdad y de la humildad

que siguió Jesús.

 

Hágase tu voluntad

 

   Las lecturas de hoy tienen un sentido mirando no sólo al momento inicial

del anuncio del Reino, que se traduce en la aceptación de la salvación y la

consiguiente conversión. Si las meditamos bien, se refieren también al

momento actual de nuestra vida de cada día. Hay en ellas efectivamente una

llamada a buscar cuáles son las motivaciones profundas y auténticas de

nuestro obrar, a ser coherentes con lo que decimos creer.

   En la vida cristiana, para que se dé un crecimiento constante y sano, la

primera condición es la constante búsqueda de claridad, de autenticidad. La

erradicación de la hipocresía es una labor de toda la vida. Si no estamos

atentos, constantemente tienden a colársenos motivaciones falsas en lo que

hacemos, podemos aparentar estar diciendo sí a Dios cuando en realidad

estamos tratando de realizar nuestra voluntad o los deseos de otros.

   Para eliminar esa falsedad interior, que vicia la raíz de toda vida

cristiana, se necesita una atención constante sobre el propio obrar y sobre

las motivaciones que nos llevan a la acción. "Quien obra la verdad viene a

la luz" (Jn 3,21).

   La principal preocupación del cristiano pasa a ser en este campo un

esfuerzo de discernimiento de la voluntad de Dios: presentarnos ante el Padre

para que nos mande a su viña. Y esto de manera constante y sistemática,

tratando de adherirnos a lo que creemos ser su voluntad. Esto comporta una

apertura de todo nuestro ser en la oración, pero también el deseo de

interpretar los signos y de descubrir en las mediaciones concretas que se nos

van presentando cada día, ese rostro personal y vivo del Padre que envía. En

eso consiste la rectitud del corazón, la claridad interior, imprescindible

para todo progreso espiritual.

   Existirá siempre una distancia entre lo que descubrimos ser la voluntad

de Dios y lo que hacemos. Lo importante es mantenernos siempre en esa actitud

de atención a su palabra y de prontitud en el cumplimiento de lo que nos

pide, convencidos como debemos estar que en la voluntad de Dios está nuestro

bien, nuestra salvación y la del mundo.

 

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Ciclo A - TO - Domingo XXIV

 20 de septiembre de 2020 - XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

 

                     "...si cada cual no perdona de corazón a su hermano"

 

-Eclo 27,30-28,7

-Sal 102

-Rom 14,7-9

-Mt 18,21-25

 

Mateo 18,21-25

 

   Acercándose Pedro a Jesús, le preguntó:

   -Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta

siete veces?

   Jesús le contestó:

   -No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

   Y les propuso esta parábola:

   -Se parece el Reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas

con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron a uno que debía

diez mil talentos. Como no tenía con que pagarlos, el señor mandó que lo

vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara

así.

   El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:

   -Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.

   El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole

la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros

que le debía cien denarios, y agarrándolo, lo estrangulaba diciendo:

   -Págame lo que me debes.

   El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia

conmigo y te lo pagaré.

   Pero él se negó, y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara todo lo

que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron

a contarle al señor lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:

   -­Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo

Pediste ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo tuve

compasión de ti?

   Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la

deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona

de corazón a su hermano.

 

Comentario

 

   La segunda parte del discurso sobre la comunidad, que leemos este

domingo, está centrada en el problema del perdón de las ofensas: punto clave

para la construcción de una Iglesia que está formada por personas con todos

sus límites y debilidades.

   El texto se articula en dos partes: un diálogo entre Pedro y Jesús que

plantea la cuestión, y una parábola que expone con claridad la enseñanza de

Jesús. La sentencia conclusiva es la aplicación práctica de la parábola al

caso planteado por Pedro.

   Para entender la pregunta de Pedro, hay que recordar que en la mentalidad

judía existía la obligación de perdonar las ofensas, pero los rabinos

discutían sobre el número de veces que hay que perdonar. La propuesta de

Pedro de siete veces hay que considerarla como muy generosa, pues parece que

iba más allá de la opinión corriente. Eso explica también lo sorprendente de

la propuesta de Jesús, que va hasta setenta veces siete, es decir,

prácticamente un número ilimitado. La fórmula usada por Jesús tiene un

precedente en la Biblia, aunque de signo opuesto. En el libro del Génesis

(4,24), a propósito de Lamech, se dice que si Caín debe ser vengado siete

veces, él lo será setenta veces siete. Es decir, en una humanidad abandonada

a sí misma después del pecado de Adán, la venganza es imparable; llega a una

exasperación tal que nadie la contiene. Jesús, por el contrario, propone un

tipo de humanidad nueva basada sobre el amor recíproco, que incluye una

actitud permanente de perdón.

   Tal enseñanza es ilustrada por una parábola que comprende tres escenas

unidas por una lógica hecha de contrastes.

   En la primera tenemos el perdón otorgado por un rey a su siervo. Se trata

de un acto sorprendente porque va contra las leyes normales de la justicia

y por la suma exorbitante que queda cancelada.

   Frente a la generosidad del rey, que puede representar la de Dios, en la

segunda escena aparece la mezquindad del siervo, incapaz de perdonar a su

colega una cifra ridícula. Esa actitud inhumana representa bien el corazón

que no valora el don recibido y se cierra a la generosidad.

   La lógica conclusión es la condena de ese siervo que se ha negado a

perdonar, por no haber seguido en lo poco la misma línea de conducta que su

amo le había enseñado en lo mucho.

   Queda así resuelto y llevado a sus proporciones más grandes el problema

inicial. No se trata de ampliar más o menos el número de veces que hay que

perdonar, sino como hace el Padre, estar siempre dispuestos a conceder el

perdón, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas.

 

"Recuerda la alianza del Señor"

 

   La 1ª. lectura de este domingo pide al creyente en tono sapiencial que,

para mantener una actitud de apertura y de perdón con respecto al prójimo,

recuerde la alianza del Señor y los beneficios que de él ha recibido.

   Un modo de meditar el evangelio desde Nazaret es ver cómo la fuerza

espiritual de este misterio proviene de la acogida sincera y de la alta

valoración del don de Dios. Ese "recuerdo" de las maravillas obradas por Dios

es lo que pone en marcha las actitudes evangélicas que vemos reflejadas en

los tres que vivieron en Nazaret. No sabemos en qué medida tuvieron que

"perdonar", pero sabemos que como cimiento de su vida estaba la valoración

atenta del inmenso don de Dios que lleva al perdón de las ofensas, a la

adoración, a la entrega generosa de la propia vida... En particular María,

en el canto del Magn¡ficat, se coloca en esa actitud de acogida y recono-

cimiento que explica su posterior camino de fe. "El Poderoso ha hecho grande

cosas por mí" (Lc 1,48).

   Por ese camino penetramos en el núcleo más profundo del evangelio de este

domingo. Su contenido se mueve, en efecto, entre dos polos opuestos. De una

parte está la postura sorprendente del "rey" que, de la condena rigurosa de

su siervo infiel pasa al generoso y gratuito perdón de todas sus deudas. Ese

cambio radical de actitud en el rey es el que, como reflejo, quiere

introducir Jesús en la imagen que sus oyentes tienen de Dios. De pensar en

un ser que pide cuentas y no pasa por alto ninguna infidelidad a la imagen

de un Padre que perdona generosamente ("Lo dejó marchar perdonándole toda la

deuda").

   De la otra parte está la actitud, también sorprendente, pero esta vez en

sentido negativo, del siervo que no perdona la mínima deuda a su compañero.

Pero en la lógica de la parábola lo más negativo de su comportamiento es que

no recuerda el beneficio que acaba de recibir. Es desconcertante cómo, a

renglón seguido de haber recibido el perdón de una gran deuda, ese acto de

generosidad del rey queda borrado de su corazón. La falta de generosidad en

el perdonar tiene como raíz el olvido del gesto de misericordia de que ha

sido beneficiario.

   Esa disyunción entre el perdón recibido y el perdón otorgado, que es el

centro del significado de la parábola, tiene como explicación la estrechez

de espíritu de quien no sabe valorar el don recibido. "¨No debías también tú

tener compasión de tu compañero?" Es la razón que el rey da para volver a su

actitud primera de condena, y esta vez con carácter definitivo.

   Cobra así todo su valor la "memoria" de las maravillas de Dios que se

vivió en Nazaret para mantener y estimular la actitud de apertura y perdón

en la vida de cada día.

 

Padre bueno y misericordioso,

que perdonas nuestras ofensas

como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,

te bendecimos por Jesús, tu Hijo,

cuyo amor es más grande que nuestros pecados.

Que el Espíritu de amor,

que has derramado en nosotros,

nos lleve a buscar la reconciliación y el perdón

para ser semejantes a ti.

Enséñanos a acoger con reconocimiento

el don de tu misericordia

y a prologar ese gesto tuyo

en nuestra vida.

 

Perdonar

 

   La palabra de Dios nos lleva hoy a ver en el perdón otorgado y recibido,

no un aspecto circunstancial de la vida del cristiano, sino por así decirlo,

una estructura permanente de su existencia. Como la comunidad cristiana y

cada persona debe vivir en actitud permanente de misión y de apertura a Dios,

tiene que vivir también en estado permanente de reconciliación mutua entre

sus miembros. "No siete veces, sino setenta veces siete..."

   Para no disminuir la grandeza de esta realidad cristiana de la

reconciliación, necesitamos guardarnos de algunas tendencias que tratan de

vaciarla de su contenido.

   Digamos en primer lugar que la actitud de perdón no significa renunciar

a un juicio recto y a la lucha contra la mentira y la injusticia en todas sus

manifestaciones. La madurez cristiana lleva a saber conjugar la corrección

fraterna con el perdón e infinito respeto a las personas, el desacuerdo con

todo lo que no es conforme al evangelio con la acogida de todo lo que es

humano.

   El perdón cristiano está fuertemente marcado por la reciprocidad: se

ofrece y se pide. Hay quienes son muy propensos a pedir siempre perdón, aun

en detalles mínimos, y no ven, sin embargo, la necesidad de ofrecerlo. Otros,

por el contrario, y es el caso más frecuente, creen estar siempre dispuestos

a perdonar. Pueden éstos llegar a crearse incluso una mentalidad falsamente

generosa si no llegan a descubrir la necesidad que todos tenemos de ser

perdonados por los demás como reflejo del gesto de misericordia de Dios. En

la mayoría de los casos quien dice: "Te perdono", debe estar dispuesto a

decir también: "Perdóname".

   Otra ambigüedad a la que estamos llevados frecuentemente cuando se trata

de perdonar, es la de pensar que basta con el cambio interior de actitud sin

dar los pasos hacia una reconciliación plena, que llega hasta los actos

concretos de estima y servicio mutuo. Normalmente son estos últimos los que

sellan la mirada nueva y el nuevo tono de voz que ha madurado en el fondo del

corazón.

   Para concluir habría que decir también una palabra sobre los mediadores,

los que saben propiciar situaciones de encuentro y de reconciliación. Son los

que saben vivir la bienaventuranza de la paz, los creadores de paz.

 

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sábado, 19 de septiembre de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXV

20 de septiembre de 2020 - XXV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

 

                                      "Id también vosotros a mi viña"

 

-Is 55,6-9

-Sal 144

-Fil 1,20-27

-Mt 20,1-16

 

Mateo 20,1-16

  

   Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los cielos se

parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su

viña. Después de ajustar con ellos un denario por jornada, los mandó a la

viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin

trabajo, y les dijo:

   -Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido.

   Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo

mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo:

   -¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?

   Le respondieron:

   -Nadie nos ha contratado.

   Les dijo:

   -Id también vosotros a mi viña.

   Cuando oscureció dijo el dueño al capataz:

   -Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y

terminando por los primeros.

   Vinieron los del atardecer, y recibieron un denario cada uno. Cuando

llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos recibieron

también un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo:

   -Estos últimos han trabajado sólo una hora y los ha tratado como a

nosotros, que hemos aguantado el peso del día y del bochorno.

   El replicó a uno de ellos: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos

ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último

igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis

asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos

serán los primeros, y los primeros los últimos.

                     

Comentario

 

   La parábola del dueño de la viña constituye una de las últimas enseñanzas

de Jesús antes de su entrada final en Jerusalén. Es propia del evangelista

Mateo. Los datos de la vida real que forman el conjunto de la parábola,

permiten hacerse una idea de algunos aspectos de la sociedad en tiempo de

Jesús: situación de los obreros y campesinos, dificultad de encontrar

trabajo, el salario, etc. Pero esto no debe llevarnos a pensar que podemos

encontrar en ella enseñanzas sobre los aspectos sociales del mensaje

cristiano. Lo que el evangelio quiere transmitir va por otros caminos.

   El texto evangélico que leemos hoy consta de tres partes: La contratación

de los obreros por el amo de la viña (v. 1-7), la paga del salario al final

de la jornada (v. 8-15) y la sentencia conclusiva (v. 16), que en los otros

evangelios sinópticos se halla en contextos diferentes.

   Nada de particular encontramos en la primera parte de la parábola, si no

es la preocupación del dueño, no sólo por que se realice el trabajo en su

propiedad, sino también por la situación de quienes estaban desocupados todo

el día: "¿Cómo estáis aquí el día entero sin trabajar?".

   Lo que aparece como desconcertante e inesperado (y en ello reside la

fuerza expresiva de la parábola) es el salario que el dueño da a los

trabajadores. La paga, en efecto, no guarda proporción con la tarea que los

obreros, contratados a horas distintas, han podido efectuar. Por eso la

crítica de los primeros parece a primera vista justificada, aunque en

estricta justicia, no pueden pretender un salario mayor al del contrato.

   Llegamos así al núcleo central de la parábola que está en la actitud de

liberalidad del amo de la viña, ante quien no cuentan los méritos personales

(nada se dice de la calidad del trabajo de cada uno), pues es él quien da a

todos según su criterio.

   Esa actitud de generosidad de parte del dueño es reflejo claro de la

de Dios. Y nos muestra no sólo que sus planes son muy distintos del común

pensar de los hombres (1ª. lectura), sino que invita a todos a recibir la

salvación como un don precioso y gratuito. En la paga más que justa de los

últimos se traduce la misericordia del Padre con todos los hombres y la

bondad de Jesús con los pecadores y los que menos contaban en la sociedad de

su tiempo.

   Parece ser que la Iglesia primitiva aplicaba esta parábola a la entrada

de los paganos en la comunidad de salvación. En ella, en efecto, se da ese

cambio de situaciones por la que los últimos llegan a ser los primeros. Es

una lectura de la historia que puede haber influido en la formulación misma

de la parábola. Es de tener en cuenta, sin embargo, que ni en la parábola ni

en la realidad histórica los últimos llegados sustituyen a los que ya

llevaban mucho tiempo en la viña (el pueblo de Israel) y que unos y otros

reciben la misma salvación.

 

Los últimos

 

   La meditación del evangelio desde Nazaret nos lleva a detenernos un poco

más en la sentencia que concluye la parábola. En ella se recoge una parte

importante del contenido del texto.

   Los padres de la Iglesia han dado frecuentemente una interpretación de la

parábola desde el punto de vista de la historia de la salvación. San Agustín

escribe: "Los llamados en la primera hora fueron Abel y los justos de su

época; "hacia las nueve", Abrahán y los justos de su tiempo; "hacia

mediodía", Moisés, Aarón y los justos de su tiempo; "hacia las tres de la

tarde", los profetas y los justos coetáneos; a la última hora del día, es

decir, casi al fin del mundo, todos los cristianos". Viendo así el sentido

global de la parábola ciertamente se pone de relieve la desproporción entre

los últimos llegados y el don recibido. No sólo porque el don no corresponde

al tiempo de trabajo efectuado, sino porque los últimos han recibido la

plenitud de la salvación".

   Pero la parábola nos invita a dar un paso más. El cruce de las

situaciones que se produce entre los primeros y los últimos, es una

invitación a entender cómo es "el Reino de los cielos". Y más concretamente

cómo es el rostro de quien ha producido con su comportamiento un tal cambio

de situación. La parábola apunta hacia una fe en un Dios, dueño del mundo,

que interviene en él y se preocupa por su suerte desde el primer hasta el

último y ante quien nadie puede alegar méritos. Pero también nos invita a ver

al Padre que con su comportamiento pone en crisis los modos de pensar con-

siderados normales o racionalmente justos, para dar un vuelco a las si-

tuaciones en favor de quienes tienen menos derecho, menos posibilidades,

menos oportunidades...

   Es la misma mirada en la que nos educa la contemplación del misterio de

Nazaret, porque también allí Dios es alabado como aquél que se fija en los

humildes, en los pobres y en los últimos. Es lo que María canta en el

Magnificat cuando dice: "Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los

humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos"

(Lc 1,52-53).

   Fundamento de todo es la actuación suprema de Dios en la plenitud de los

tiempos cuando decidió manifestar su gloria en la humildad de la naturaleza

humana. En la encarnación se expresa la preferencia de Dios por lo pobre, por

lo humilde. No excluye con ello a los que son "poderosos" o "ricos", sino que

los llama a bajarse del trono y a vaciarse de sus riquezas para recibir

gratis el mismo salario que los pobres y humildes.

   La parábola evangélica llama a todos a una igualdad basada en la

gratuidad del don de Dios y en su amor.

 

Te bendecimos, Padre,

por la abundancia de tu gracia.

Tú llamas a todas las horas del día

y a todos los hombres;

das a cada uno la fuerza para responder

y para trabajar en la viña,

y, al final de la jornada,

das también más de lo que cada uno ha ganado.

Nadie puede medir tu grandeza y tu generosidad.

Te agradecemos el don del Espíritu Santo,

que en Jesús, tu Hijo, nos hace hijos,

y es ya desde ahora la señal y las arras

del premio que, cuando todo acabe,

nos darás un día.

 

Gratuidad

 

   En una sociedad como la nuestra donde tienden a intensificarse las

relaciones comerciales entre personas y grupos, quedan siempre menos espacios

para la gratuidad. Todo parece tener un precio, todo puede ser comprado o

pagado.

   El gesto del amo de la viña que paga sin medida, nos lleva a reflexionar

sobre el puesto que ocupa en nuestra vida la gratuidad.

   El primer paso de esta reflexión puede ser una apertura hacia el fluir de

la vida. En ella encontramos muchas cosas que nos son dadas gratuitamente,

sin que nos demos cuenta. Es más, son precisamente las cosas más importantes

las que recibimos gratis, empezando por el don mismo de la existencia. La

mirada de fe descubre detrás de todo lo que recibimos la mano de Dios, rico

en gracia y misericordia, cuya grandeza no se puede medir (Sal resp).

   Como consecuencia brota la actitud profunda del agradecimiento. A la

gratuidad de Dios corresponde la gratitud del hombre. Es una actitud humana

y cristiana de primer orden que lleva a la justa valoración no sólo de lo que

se recibe, sino de quién es el que da y de quién es el beneficiario.

   Pero además esa actitud debe alumbrar en nosotros la fuente de la

gratuidad, según la lógica del "gratis habéis recibido, dad gratis" (Mt

10,8).

   Quien es capaz de abrirse a la gratuidad de Dios, fácilmente entra en la

dinámica del amor, interpretando todo lo que hace como respuesta agradecida

al don recibido. A la "gracia" que viene de Dios, se responde con el

"gracias" de la vida entera. Se entra así en una dinámica que lleva a dar sin

medida y sin esperar recompensa: es la pura caridad cristiana.

   Si nos dejamos llevar por la gratuidad como sentido profundo de lo que

hacemos, contribuiremos en nuestro ambiente a crear un clima más respirable

y a fundar la existencia sobre los verdaderos valores. Estaremos de algún

modo contribuyendo a una "ecología espiritual" al crear espacios donde se

recupera la alegría de vivir al mismo tiempo que los pobres encuentran

también un puesto.

 

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