sábado, 24 de abril de 2021

Ciclo B - Pascua - Domingo IV

 25 de abril de 2021 - IV DOMINGO DE PASCUA – Ciclo B

 

                          "Yo soy el buen pastor"

 

Hechos 4,8-12

 

      En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo:

      -Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un

favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado

a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido

el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien

Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante

vosotros.

      Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los arquitectos, y que se

ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo,

no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.

 

I de Juan 3,1-2

 

      Queridos hermanos:

      Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,

pues ¡lo somos!. El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él.

      Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que

seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque

le veremos tal cual es.

 

Juan 10,11-18

 

      En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:

      -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el

asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo,

abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que

a un asalariado no le importan las ovejas.

      Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen,

igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las

ovejas.

      Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas

las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo

Pastor.

      Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder

recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo

poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido

del Padre.

 

Comentario

 

      En este domingo la liturgia nos presenta cada año la figura del Buen

Pastor desde distintos puntos de vista. El evangelio de este ciclo invita a

considerar la persona misma de Jesús como pastor bueno subrayando el rasgo

de su entrega libre que lo diferencia netamente de los "mercenarios" y lo

coloca en una relación filial con el Padre.

      Por tres veces (vers. 11,15,17) en el texto del evangelio se menciona

el desprendimiento de la propia vida. La primera para distinguir al buen

pastor del asalariado, la segunda para expresar su "amor por las ovejas" y

la tercera como motivo del amor que el Padre tiene por Él: "Por eso me ama

mi Padre, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo".

      Esta relación única y personalísima de Jesús con el Padre, puesta en

evidencia sobre todo en el misterio pascual de muerte y de resurrección, es

la que califica definitivamente a Jesús como pastor. El es el pastor en

cuanto es el Hijo del Padre.

      La expresión "Yo soy", que hace eco a la revelación personal de Dios

en el Antiguo Testamento y la figura del pastor con la que Dios se había

identificado muchas veces (Cfr. Jer. 23; Ez 34; Zac. 13) para distinguirse

de los otros pastores, presentan la identidad de Jesús de modo absoluto. Pero

a renglón seguido se hace ver su dimensión relacional: Él es el Hijo ("este

encargo me ha dado el Padre", Jn 18,10).

      Su condición de "pastor" es, pues, al mismo tiempo algo que define a

Jesús de modo total y absoluto pero al mismo tiempo lo pone en una relación

peculiarísima con el Padre. Esa relación Él la vive en la dimensión filial

de su vida que le lleva al don de sí, a la entrega generosa desde esa

libertad suprema de poder "desprenderse de su vida para recobrarla de nuevo".

      De este modo se comprende que Jesús sea el "único" del que el hombre

pueda esperar la vida y la salvación, como insiste S. Pedro en el discurso

de la 1ª. lectura.

 

Jesús, el hijo

 

      Jesús, anunciado como sucesor de David, "que reinará en la casa de

Jacob" (Lc 2,33), es en Nazaret ante todo el "hijo".

      En el episodio de los tres días en el templo el evangelista lo muestra

ya con esa libertad interior de quien posee el dominio sobre su propia vida

(se pierde y se deja encontrar) que el texto de la misa de hoy pone también

en primer plano.

      Pero ya en Nazaret ese aparente acto de insubordinación que es la

permanencia en Jerusalén, es visto por Lucas en relación con el Padre. La

vinculación misteriosa con "la casa de mi Padre", deja entrever esa relación

personal de Jesús con el Padre que comportará su muerte, resurrección y

glorificación.

      Y como signo y ratificación de su condición filial con respecto al

Padre está su obediencia a María y a José durante su infancia y juventud. Es

este el modo más convincente de interpretar la obediencia y sumisión de Jesús

a sus padres.

      Este es nuestro pastor, el modelo de pastor. Alguien de quien podemos

fiarnos totalmente, porque Él mismo es hijo, es decir obediente. Sabemos así

que entrando en su modo de ser, Él nos llevará al Padre.

      Jesús, a quien contemplamos hoy como pastor y guía, es también, ya

desde su infancia "modelo del rebaño", como dice la primera carta de Pedro

(5,3).

      Lo que da a Jesús su condición de pastor y Mesías es su vinculación

única con el Padre, pero esa condición no lo hace ajeno a nuestra condición

humana.

      Mirando a Jesús en sus años de Nazaret, y desde ellos todo el arco de

su existencia terrena, podemos ver esa trayectoria nítida de libertad y

sometimiento que hacen de la obediencia a Dios y a los hombres un acto de

amor: algo que brota de lo más íntimo de la persona, algo que constituye al

hombre en una libertad nueva y lo lanza hacia espacios antes ignorados.

"Tengo otras ovejas que no son de este recinto" (Jn 10,16).

 

Señor Jesús, somos conocidos por ti,

como tú eres conocido por el Padre.

Tú eres nuestro pastor,

transparencia diáfana del rostro de Dios,

tú nos conoces y nos llevas a Él.

Introdúcenos, con la fuerza del Espíritu Santo,

en tu gesto supremo y permanente de donación

que es la eucaristía;

así llegaremos a la libertad radiante de los hijos.

 

Somos hijos

 

      "Hijos de Dios lo somos ya", dice S. Juan en la 2ª. lectura de hoy. La

unión con Jesús en el bautismo nos ha colocado en esa situación maravillosa.

      Ser hijos hoy para nosotros, mirando al evangelio desde Nazaret, es

profundizar en esa situación de libertad interior que lleva a entregar

voluntariamente la vida por los demás: "De buena gana, como Dios quiere",

dice S. Pedro cuando habla de los pastores.

      La condición de hijos nos lleva también a esa obediencia sencilla y

clara a quienes son constituidos como pastores, como lo hizo Jesús con María

y José, descubriendo en lo que ellos dicen y deciden "el encargo que me ha

dado el Padre" (Jn 10,18).

      Esta condición filial de Jesús en Nazaret nos revela la de todo hombre,

a la vez responsable de otros y dependiente de ellos, y el camino para

vivirla hoy como hijos de Dios: entregar la propia vida con la fe puesta en

el Padre, sabiendo que un día nos la devolverá en modo nuevo.

      La jornada de oración por las vocaciones que se celebra en este domingo

es una ulterior llamada a tomar conciencia de esa responsabilidad que tenemos

todos en la Iglesia: todos por ser hijos y hermanos somos responsables de la

vida de los otros (Gen 4,9). Jesús, el buen pastor, nos indica cómo vivir

hasta el fondo esa responsabilidad ministerial. En distintos modos y a varios

niveles el esquema de toda vocación es el mismo: responder a la llamada,

desprenderse de la propia vida para recobrarla "cuando Jesús se manifieste

y lo veamos como es, entonces seremos como Él" (I Jn 3,2).

 

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sábado, 17 de abril de 2021

Ciclo B - Pascua - Domingo III

 18 de abril de 2021 - III DOMINGO DE PASCUA – Ciclo B

 

                               "Soy yo en persona"

 

Hechos 3,13-15. 17-19

 

      En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:

      -Israelitas, ¿de qué os admiráis?, ¿por qué nos miráis como si hubiése-

mos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abra-

hán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su

siervo Jesús, al que vosotros entregasteis ante Pilato, cuando había decidido

soltarlo.

      Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino;

matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y

nosotros somos testigos.

      Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras

autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por

los profetas: que su Mesías tenía que padecer.

      Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros

pecados.

 

II de Juan 2,1-5a

 

      Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca,

tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo.

      Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los

nuestros, sino también por los del mundo entero.

      En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos.

Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y

la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, en él ciertamente el

amor de Dios ha llegado a su plenitud.

 

Lucas 24,35-48

 

      En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en

el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan.

      Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les

dijo:

      -Paz a vosotros.

      Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo:

      -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?

Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que

un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

      Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de

creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:

      -¿Tenéis ahí algo que comer?

      Ello le ofrecieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante

de ellos. Y les dijo:

      -Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros; que todo lo

escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía

que cumplirse.

      Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y

añadió:

      -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los

muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón

de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

 

Comentario

 

      El tema central de las lecturas de este domingo es la salvación que

Cristo resucitado ofrece a sus discípulos y por medio de ellos a todos los

hombres.

      El camino de la salvación empieza por el reconocimiento del propio

pecado (1ª. y 2ª. lecturas) y termina en el reconocimiento de Jesús como Señor

(evangelio).

      La página del evangelio nos lleva de la mano a través de ese proceso

en el que Jesús, haciéndose compañero de camino del hombre, lo cambia por

dentro: primero a los dos de Emaús, luego a los apóstoles y a los que estaban

con ellos y, finalmente, a través de ellos "a todos los pueblos, empezando

por Jerusalén" (Lc 24,47).

      De la desesperanza, el abatimiento y dispersión se pasa en el relato

evangélico, gracias a la fe que nace o renace, a la valentía del compromiso

y del testimonio.

      Tres son los puntos que el evangelista destaca en este proceso de

transformación. Primero está el hacer comunidad. Jesús se aparece "mientras

hablaban", mientras los de Emaús cuentan lo que les ha pasado y los once

comunican su fe: "Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc

24,34). Segundo, está el reconocimiento del resucitado, vivo, presente, capaz

de intervenir en su vida: "soy yo en persona". Y, finalmente, como punto de

apoyo permanente que podrá generar siempre el proceso está la apertura del

entendimiento para comprender las Escrituras.

      Existe en la Escritura, en efecto, una lógica (anuncio-cumplimiento)

que ahora los discípulos pueden entender, pero, sobre todo, mediante la fe,

pueden ahora constatar recreando así el camino que va de la certeza personal

a la comunión con los otros creyentes y al anuncio de la buena nueva de la

salvación a todos los pueblos. Es lo que Pedro hace en su discurso a los

judíos después de Pentecostés (1ª. lectura); es lo que Juan recuerda a todos

los cristianos: "Así podemos saber que estamos con Él" (I Jn 2,5).

 

"Ellos no comprendieron"

 

      En los evangelios de la infancia de Cristo tenemos ya todo el

vocabulario evangélico referido a la inteligencia de las escrituras. Con la

misma fuerza del "así estaba escrito" (Lc 24,46), referido a la pasión y

muerte de Cristo, tenemos el "para que se cumpliera lo que dijeron los

profetas", repetido varias veces en los dos primeros capítulos de Mateo,

refiriéndolo a los acontecimientos de la infancia del Salvador.

      Pero tenemos, sobre todo, la figura de María (y de José), a quien Lucas

presenta verdaderamente como la "virgo sapiens". Ella ya desde el principio

supo conservar en el corazón los hechos y las palabras, vivió en sí misma el

drama entender - no entender, drama que vivirán luego los discípulos de

Jesús a lo largo de todo el evangelio y hasta después de la resurrección.

Pero María mereció sobre todo ser bienaventurada porque ya en los comienzos

creyó en el cumplimiento de la Palabra de Dios: "¡Dichosa tú que has creído!

Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45).

      Ese "entender las Escrituras" que Jesús da a sus discípulos consiste

no tanto en una penetración intelectual o en una capacidad de descubrir la

lógica de los acontecimientos por una concatenación establecida teóricamente,

sino en la apertura confiada al Dios fiel que promete y cumple y que conduce

todo según su sabiduría.

      Esa es también la actitud básica de la Virgen de Nazaret. Ella creyó

en el momento de la anunciación que en el Hijo que se le prometía se iban a

cumplir las Escrituras: "Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor

Dios le dará el trono de David su antepasado" (Lc 1,32). Y creyó que el

momento histórico que le tocaba vivir era el de la máxima actuación del

todopoderoso, que verdaderamente Dios estaba cumpliendo las promesas hechas

a Abrahán y a David (Lc 1,55).

      Desde la "alegría de la fe" y el "asombro" de los apóstoles ante el

Señor resucitado comprendemos mejor la fe de María ("Alégrate, María, llena

de gracia") y de José; Y a su vez María y José nos enseñan a vivir esa

actitud básica del creyente (puro don de Dios) que consiste en "entender" las

Escrituras.

 

Ven, Espíritu Santo,

"Espíritu de la verdad" (Jn 16,13),

danos hoy el don de "comprender" las Escrituras,

de ver cómo se cumple en nosotros,

en las situaciones que ahora vivimos

y en el mundo actual, la Palabra de Dios,

manifestada en Jesús, el resucitado.

Ábrenos a la fuerza de la Palabra

que nos transforma y nos puede cambiar,

si somos testigos fieles, para el mundo en que vivimos.

 

La fuerza de la Palabra

 

      El testigo necesita la fuerza de la Palabra. el apóstol Pedro,

dirigiéndose a su propio pueblo, se apoya en la fuerza de la Escritura para

afirmar la verdad de la resurrección de Jesús y para pedir, en su nombre, la

conversión. La consecuencia, en virtud de la misericordia y de la comprensión

de Dios manifestadas en Jesús, es "el perdón de los pecados" (Hech. 3,19).

      No se trata de dominar con soltura las diversas formas que tiene el

hablar humano ni de la fuerza de persuasión que puede tener un discurso, sino

de la fuerza de la Palabra, que penetra el corazón y lleva a la persona a

ponerse ante su propia situación, a reconocerse a sí mismo y desde ahí,

abrirse al Dios misericordioso que en Cristo le ofrece la salvación.

      Sólo quien ha echo el camino de vuelta de Emaús o, como Pedro, ha

llorado su traición, es capaz de dejar que la Palabra desarrolle todo su

poder de conversión primero en uno mismo y luego en los demás.

      A ese testimonio fuerte somos llamados hoy en el "entender las

Escrituras" que el resucitado nos ofrece. Somos llamados a "predicar en su

nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (Lc

24,47).

      La Escritura, testigo permanente e inalterable de la fidelidad de Dios,

es el apoyo siempre válido de todos los testigos del mensaje de Jesús. La

historia personal de cada uno, está contada ya en ella de forma objetiva e

irrecusable. Quien se abre a su mensaje, llega a la fe.

 

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sábado, 10 de abril de 2021

Ciclo B - Pascua - Domingo II

 11 de abril de 2021 - II DOMINGO DE PASCUA - Ciclo B

 

                         "¡Señor mío y Dios mío!"

 

Hechos 4,32-35

 

      En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo 

poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía.

      Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho

valor.

      Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que

poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a

disposición de los Apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba

cada uno.

 

I de Juan 5,1-6

 

      Queridos hermanos:

      Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el

que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él.

      En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y

cumplimos sus mandamientos.

      Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que

vence al mundo: nuestra fe; porque, ¿quién es el que vence al mundo, sino el

que cree que Jesús es el Hijo de Dios?

      Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con

agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio,

porque el Espíritu es la verdad.

 

Juan 20,19-31

 

      Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los

discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y

en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

      -Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.

Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:

      -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.

      Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:

      -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les

quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.

      Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando

vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:

      -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó:

      -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en

el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.

      A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con

ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:

      -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás:

      -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi

costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

      Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío!- Jesús le dijo:

      -¿Porque has visto has creído? Dichosos lo que crean sin haber visto.

      Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús

a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús

es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su

Nombre.

 

Comentario

 

      La exclamación de Tomás, el discípulo incrédulo-creyente, ante el Señor

resucitado es el punto final y culminante de toda la narración del cuarto

evangelio sobre el camino de fe recorrido por los discípulos de Jesús después

de su muerte en cruz. En el cap. 20 de este evangelio encontramos la

experiencia de fe de la Magdalena, de Pedro y del otro discípulo, de los

apóstoles y, finalmente, de Tomás.

      Mucho podría decirse sobre la personalidad de Tomás desde el punto de

vista psicológico, pero la escena del "octavo día" narrada por el evangelista

tiene un valor eminentemente teológico. Se trata de narrar una de las muchas

"señales", escritas "para que vosotros creáis que Jesús es el Mesías" (Jn

20,30).

      Con su acto de fe, punto final de un sufrido proceso, Tomás se suma a

los doce, es decir, a los que "han visto" al Señor (Jn 20,25). En su caso

aparecen claras dos características esenciales de la fe: es un don y es un

acto personal. El hecho de que sea el Señor quien sale al encuentro del

discípulo incrédulo con una aparición "suplementaria" atestigua el primer

aspecto y la confesión personalizada (Señor "mío" y Dios "mío") subraya el

segundo.

      Y es en esta fe de los apóstoles, al mismo tiempo personal y

comunitaria, que tiene por objeto al Hijo de Dios, quien nos remite en último

término al Padre (cfr. 2ª. lectura), y que desemboca en el amor a Dios y a los

hermanos, en la que se funda nuestra fe. La fe primigenia de los apóstoles

tiene ese valor testimonial insustituible. Ellos son los que han visto. Sobre

ella se apoya la de quienes no hemos visto.

      Esta fe en el Hijo de Dios que se hizo hombre sólo es posible gracias

al testimonio interno del Espíritu Santo, "porque el Espíritu es la verdad"(I

Jn 5,6), es decir actualiza y hace que podamos apropiarnos hoy de la verdad

que es Jesús.

 

La fe de Nazaret

 

      La pretensión de evidencia con la que Tomás manifiesta su incredulidad

("si no toco, no creo... "), nos lleva, por contraste, a los primeros

testigos de nuestra fe: María y José. Ellos, como los apóstoles, oyeron,

vieron y palparon (I Jn 1,1) al Verbo de la vida.

      Nuestra fe se apoya también, de otro modo, en su testimonio, pues así

como la fe de Tomás y sus compañeros nos garantiza la identidad entre el

crucificado y el resucitado (tocar con el dedo en la señal de los clavos),

del mismo modo, el testimonio de José y de María es la garantía, el sello,

de que el Hijo de Dios se ha hecho hombre.

      Ese es el primer criterio para discernir la verdad de la fe. "Toda

inspiración que confiesa que Jesús es el Mesías venido ya en la carne mortal

procede de Dios, y toda inspiración que no confiesa a ese Jesús, no procede

de Dios" (I Jn 4,3).

      El realismo al que nos lleva la incredulidad de Tomás, es el mismo al

que nos lleva la fe de María y de José, que presenciaron de tan cerca los

primeros pasos del Hijo de Dios en este mundo. "Estando allí le llegó el

tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito: lo envolvió en pañales

y lo acostó en un pesebre" (Lc 2,7).

      La fe de los apóstoles, vista a la luz de la de María y José, se sitúa

en la misma línea que va, por obra del Espíritu Santo, de la constatación de

lo que se ve y se toca a la confesión de lo que no se ve, pero es capaz de

cambiar la vida de las personas.

      No por eso es menos importante el elemento material sobre el que se

apoya la fe. Contra la tendencia a exagerar el valor de lo trascendente hasta

despreciar lo sensible, está esa humildad de la fe cristiana que reconoce la

importancia de los signos, los cuales comportan un elemento material.

Recordemos el aforismo usado por los padres de la Iglesia: "Caro cardo

salutis", la carne es el quicio de la salvación.

      Con María y José, con Tomás y los otros apóstoles, con tantos otros que

"no vieron" hoy se nos invita nuevamente a dar el salto de la fe y creer en

Jesús, el Hijo de Dios resucitado que nació en el tiempo para salvarnos.

 

¡Cuántas veces nos perdemos, Señor, como Tomás,

por los caminos tortuosos

de nuestra inteligencia y de nuestro corazón,

ávidos de evidencias, pero alejados de los hermanos!

Llévanos hoy tú,

con la acción firme y suave de tu Espíritu,

al recinto de la fe, al lugar donde te manifiestas,

con las puertas cerradas,

con las llagas en las manos, los pies y el corazón.

Abre nuestros ojos,

nuestras manos, nuestros pies y nuestro corazón

a la fe y al amor.

 

Nuestra fe

 

      Hay una lógica clara en la Palabra de Dios proclamada en este domingo

que lleva desde la fe en Cristo resucitado al amor fraterno y al compromiso

para construir la comunidad. Si la escuchamos de verdad nos sentiremos

invitados a abandonar nuestra automarginación para pasar, como Tomás, de la

incredulidad a la fe.

      Pero esta fe, que es en un primer momento un dejarse alcanzar por la

gracia, un postrarse ante el Señor y confesarlo como Hijo de Dios, pasa ense-

guida a un compromiso de solidaridad y de testimonio. Tomás estaba con los

otros cuando Jesús se apareció al borde del lago de Galilea (Jn 21) y en el

cenáculo esperando la venida del Espíritu Santo (Hech 1).

      La Palabra de Dios nos llama hoy a una vida renovada, a pasar de la

vida según la carne a la vida según en el Espíritu, a dar testimonio de haber

encontrado al Señor en compañía de los hermanos.

      El mundo necesita el testimonio concreto, el realismo de la carne (como

en la encarnación, como en la resurrección) de nuestro testimonio individual

y comunitario. Esta es la fe que vence (I Jn 5,3). Quien no cree, necesita

hoy ver realizaciones concretas de la caridad que tengan la fe como

motivación. Ojalá entendiéramos hoy que son inseparables en nuestra vida los dos

gestos en los que se vive la fe: el postrarse ante el Señor y el compartirlo

todo con los demás.

 

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