sábado, 21 de junio de 2014

Ciclo A - Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

22 de junio de 2014 - SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – Ciclo A

"EL PAN VIVO"

Deuteronomio 8,2-3. 14b-16a
   Habló Moisés al pueblo y dijo:
   -Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos
cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y cono-
cer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote
pasar hambre y después te alimentó con el maná  --que tú no conocías ni cono-
cieron tus padres-- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu
Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel
desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una
gota de agua; que sacó agua para ti de une roca de pedernal; que te alimentó
en el desierto con un maná que no conocían tus padres.

I Corintios 10,16-17
   Hermanos: El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo
de Cristo?
   El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

Juan 6,51-59
   Dijo Jesús a los judíos:
   -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
   Disputaban entonces los judíos entre sí:
   -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
   Entonces Jesús les dijo:  
   -Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
   Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
   El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
   El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que me come vivirá por mí.
   Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
                      
Comentario
   Dentro de la riqueza inmensa de significados que tiene la fiesta de hoy,
la liturgia mediante las lecturas y preces, se fija sobre todo en la pre-
sencia "verdadera" de Cristo en la eucaristía y en la comunión vital con Él
a la que los creyentes están llamados. En los otros ciclos litúrgicos se
insiste más en la eucaristía como memorial de la nueva alianza (ciclo B) y
en los compromisos que implica la comunión de vida con Cristo (ciclo C).
   El texto del evangelio, tomado de la parte final del discurso en la
sinagoga de Cafarnaún, acentúa el significado eucarístico de toda la
explicación dada por Jesús al milagro de la multiplicación de los panes.
   Jesús se presenta como el verdadero pan venido del cielo, en contraste
con el maná que los israelitas habían comido en el desierto. Por eso la
liturgia explicita el primer término de la comparación con la 1ª. lectura,
sacada del Deuteronomio. En ella, cuando ya el pueblo se encontraba bien
afincado en su tierra, el autor sagrado recuerda a sus contemporáneos el
tiempo del desierto: tiempo de prueba y dificultad, pero también tiempo de
fidelidad y de dependencia total (incluso para la comida diaria) de quien
había sacado al pueblo de Egipto. La alternancia prueba-don pone de
manifiesto la pedagogía divina que quiere conocer las profundidades del
corazón humano y al mismo tiempo se ofrece como única alternativa a la
tentación de la tierra.
   En el texto del Nuevo Testamento se dejan de lado muchas conotaciones del
episodio del maná para seleccionar los dos significados que más interesan:
el maná era un alimento perecedero (sólo duraba un día) y quienes lo
comieron, murieron antes de entrar en la tierra prometida.
   Por contraste, Jesús se presenta como el pan vivo y asegura la vida para
siempre a quienes se nutran de Él.
   Lo sorprendente, para quienes escuchaban a Jesús en sentido negativo, y
positivo para quien tiene fe, es que la expresión "dar el pan" se transforma
a lo largo del discurso en "ser el pan". Esto lleva a una interpretación
sacramental de todo el pasaje. De modo que ese nuevo pan vivo puede ser
también comido. El texto original acentúa incluso la materialidad del acto
de comer. En el se saborea el nuevo manjar que es la carne y la sangre del
Hijo del Hombre. La "carne y la sangre" significa la totalidad de la persona
entregada como alimento. Es esa disponibilidad y entrega la que permite a los
comensales entrar en esa comunión profunda con Jesús que les asegura la vida
eterna.
   La 2ª. lectura subraya ulteriormente esa dimensión de comunión que se
produce también con los demás al compartir el mismo pan.

Sacramento y encarnación
   "Lo que era visible en nuestro Salvador, dice S. León Magno, ha pasado a
sus misterios". Y S. Gregorio: "Lo que era visible en Cristo pasó a los
sacramentos de la Iglesia".
   En la historia de la salvación hay una progresión según la cual la
presencia de Dios se hace cada vez más tangible en medio de su pueblo. En esa
línea el punto culminante es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo. El Verbo se hace carne, se hace "imagen
visible del Dios invisible" (Col 1,15), "reflejo de su gloria e impronta de
su ser"(Heb 1,3). La venida de Dios en Jesucristo inaugura la etapa
sacramental de la historia de la salvación. Podemos decir, en efecto, que
Jesús es el "sacramento" del Padre. Lo visible es signo de lo invisible, lo
material se convierte en signo de lo espiritual; se abre así un nuevo camino
de acceso a Dios a quien "nadie ha visto jamás" (Jn 1,18).
   Es fundamental el paso de la encarnación para la economía sacramental. Si
bien es cierto que a través de los sacramentos Cristo se hace presente en
virtud de la fuerza salvadora del misterio pascual, la encarnación se
presenta como la condición indispensable y el paso previo para llegar a la
donación sacramental. El paso del signo-cuerpo humano de Jesús al "signo-pan
y vino", como se presenta en el sacramento, representa una continuidad que,
en la oscuridad de la fe, explica de algún modo la dinámica de la acción sal-
vadora de Dios.
   Podemos decir incluso que la presencia de Cristo en los signos
sacramentales de la Iglesia pone de manifiesto la irremediable limitación y
provisionalidad de la encarnación, en cuanto el cuerpo de Jesús estaba
sometido a las mismas coordenadas de tiempo y de lugar que todos los demás.
En comparación con la amplitud de los tiempos, de las generaciones y
generaciones a las que está destinada la salvación, el número de los que
pudieron "ver y tocar" el signo-cuerpo es ciertamente reducido, casi
insignificante. Por esto, de algún modo, la encarnación reclamaba una forma
de presencia que rompiera los límites del espacio y del tiempo permaneciendo
inmutable la estructura sacramental. Es lo que se realiza en todos los sacra-
mentos y de modo especial en la eucaristía.
   La meditación de la encarnación nos ayuda así a dar el paso de la fe que
requiere toda sacramentalidad. Así como en el hombre Jesús de Nazaret vemos
la presencia de Cristo Hijo de Dios, del mismo modo en la humildad del pan,
del vino, del aceite y de los demás signos hemos de ver su misma presencia
actuante y salvadora. La fe debe llevarnos a exclamar con el apóstol: "Es el
Señor" (Jn 21,7).

   Señor Jesús, que te has hecho hombre y te has hecho pan,
   queremos, con la fuerza del Espíritu Santo,
   saber acogerte en nuestra vida
   para que se despliegue toda la vitalidad
   que has puesto en el sacramento.
   Comiendo tu carne y bebiendo tu sangre
   queremos asimilar tu forma de vida
   para que la nuestra se vaya transformado
   a la luz del evangelio
   de manera que, reunidos en la misma mesa,
   estemos también unidos en la vida
   y caminemos con todos los hombres
   hacia el banquete del Reino.

Vivir el sacramento
   Participar en la Eucaristía significa en primer lugar hacer memoria de un
pasado, el pasado de las maravillas de Dios que culminan en la muerte y
resurrección de Cristo. Ser conscientes de esa dimensión histórica comporta
una gran confianza, pues la eficacia del sacramento está garantizada por el
misterio pascual que ya se ha cumplido y con el que entramos en comunión por
la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Nuestra vida cristiana se
presenta así como una progresiva incorporación al Cristo viviente y operante
a través de los siglos.
   Vivir el sacramento implica el "comer" y el "beber", es decir, realizar
los actos concretos que comporta la acción sacramental, la cual necesita de
la colaboración humana para llegar a su término. Y estos gestos no se cumplen
en solitario, sino en solidaridad con quienes comparten la misma fe.
   La donación de Cristo que se hizo posible gracias a la encarnación y la
institución del sacramento, es también el camino indicado para que el signo
se cumpla en el creyente. Movido por la fuerza del Espíritu, debe encontrar
el modo concreto de "dejarse comer" en la celebración y en la vida para poder
hacerse de Cristo y de todos.
   El papel del Espíritu Santo en la encarnación y en la eucaristía como
creador de vida y de comunión, debería llevarnos a ponernos a su disposición
para que realice la transformación que nuestra vida necesita y para que así
el sacramento produzca su efecto para gloria de Dios Padre.
   Viviendo así repetidamente el signo sacramental, aprenderemos a vivir los
otros signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo en
nuestra vida y en nuestra historia. Todos esos signos nos llevarán a su

manera a la eucaristía, de mismo modo que ésta afinará nuestra percepción y
nos dará nuevas fuerzas para entrar en ellos y transformar el mundo.

sábado, 14 de junio de 2014

Ciclo A - Santísima Trinidad

15 de junio de 2014 - SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD - Ciclo A

                         "Tanto amó Dios al mundo"

Exodo 34,4b-6. 8-9
   En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había
mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra.
   El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el
nombre del Señor.
   El Señor pasó ante él proclamando:
   -El Señor es un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia y lealtad.
   Moisés al momento se inclinó y se echó por tierra.
   Y le dijo:
   -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque este es
un pueblo de cerviz dura; perdona, nuestras culpas y pecados y tómanos como
heredad tuya.

II Corintios 13,11-13
   Hermanos: Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un
mismo sentir y vivid en paz.
   Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente
con el beso santo.
   Os saludan todos los fieles.
   La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del
Espíritu Santo esté siempre con vosotros.

Juan 3,16-18
   En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:
   -Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca
ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él. El que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Comentario  
   La Iglesia nos conduce a lo largo del año litúrgico a acoger el designio
salvífico del Padre, a entrar en comunión con Cristo y a dejarnos transformar
progresivamente por el Espíritu Santo. Son tres aspectos de la misma
realidad. En la solemnidad de la Santísima Trinidad somos invitados a un
esfuerzo de unificación de nuestra vida cristiana penetrando en la
contemplación de la vida misma de Dios, origen y meta de la iniciativa de la
salvación, de la redención, de la santificación.
   Un primer paso podemos darlo con la lectura del Exodo. El cap. 34 nos
sitúa en el acontecimiento de la teofanía del Sinaí. A pesar de la
infidelidad del pueblo de Israel, Dios no renuncia a su proyecto de salvación
y amor, y se manifiesta nuevamente a Moisés. En esta ocasión proclama ante
él su nombre propio YHWH (Yahvé), que previamente le había revelado (Ex 3,13-15).
Pero ahora da un paso más en el camino de la revelación con un gesto y con
una palabra. El gesto es el de acercarse y quedarse con Moisés ("El Señor
bajó de la nube y se quedó allí con él" (Ex 34,5). Y la palabra expresa los
atributos más característicos de su vida íntima: la bondad y la misericordia,
la clemencia y la lealtad.
   Si en el Antiguo Testamento Dios se revela como un ser personal, con
quien, como hace Moisés, se puede tratar (aun desde el respeto sumo y la
adoración), en el Nuevo Testamento se manifiesta en la pluralidad de las
personas, descubriéndonos las relaciones que existen entre ellas y con
nosotros. A esto apunta el texto trinitario que leemos hoy en la segunda
lectura. Su parte final, convertida actualmente en saludo litúrgico, señala
bien ese aspecto tripersonal de la vida de Dios y sus relaciones con nosotros
a la vez unitarias y diferenciadas "la gracia de Jesucristo", "el amor de
Dios", "la comunión del Espíritu Santo" (1Co 13,13).
   La invitación sucesiva a penetrar en la vida misma de Dios nos viene del
Evangelio. Para entender plenamente el breve pasaje que leemos, habría que
tener en cuenta toda la conversación de Jesús con Nicodemo. Queda, sin
embargo, bien clara la idea de fondo: el amor de Dios, que constituye lo más
profundo de su ser, se revela definitivamente en la entrega del Hijo para que
el mundo se salve. El don del Hijo, más que ninguna otra palabra, pone de
relieve el entendimiento total entre las personas divinas, su mutua
implicación en el ser y en el actuar y la irrevocabilidad de la salvación
concedida al hombre de una vez para siempre. Esa posibilidad de salvación,
ofrecida por el Espíritu Santo a cada hombre en el tiempo, señala el
compromiso de Dios con este mundo, que es obra suya pero que está marcado
también por el pecado del hombre.

La Trinidad
   Hablar de Dios como Trinidad de personas en comunión de ser, de vida, de
acción, nos lleva también directamente al corazón del misterio de Nazaret.
   La reflexión de la Iglesia sobre la Trinidad divina ha seguido, sobre
todo en Occidente, el método llamado psicológico. Se basa en la observación
de la persona humana en su aspecto más espiritual, para establecer, por
analogía y a partir de los datos de la revelación, cómo es Dios. Ese método
tiene como fundamento el hecho de que el hombre ha sido creado "a imagen de
Dios"; por lo tanto, a partir de la "imagen" podemos acceder a la realidad.
Fue S. Agustín en el tratado De Trinitate quien elaboró ese método para
integrar, en una explicación coherente, los datos del evangelio. Según él,
la actividad humana del conocimiento, que elabora un concepto y se expresa
en una palabra, es la que mejor idea puede darnos, por analogía, del origen
del Verbo en Dios. Por otra parte, el acto del amor humano es lo que más se
asemeja al modo de ser del Espíritu Santo.
   Aunque de atribución dudosa, un texto de S. Gregorio de Nyssa explica de
modo gráfico el modo de proceder del método psicológico: "Si quieres conocer
a Dios, conócete antes a ti mismo. Por la comprensión de tu ser, por su
estructura, por lo que hay dentro de ti, podrás conocer a Dios. Entra en ti
mismo, mira en tu alma como en un espejo, descifra su estructura y te verás
a ti mismo como imagen y semejanza de Dios".
   La gran autoridad doctrinal de S. Agustín influyó en toda la teología
medieval y escolástica sobre la Trinidad, la cual fue afinando cada vez más
los conceptos y las palabras para expresar sutilmente ese gran misterio.
   La tradición de las Iglesias orientales adopta otro punto de vista. Para
ella, el punto de partida es la pluralidad de las personas, vistas en su
distinción y relaciones mutuas, como las presenta la Biblia. De ahí se pasa
a la consideración de la unidad divina. Y desde esa posición se critica a la
teología latina de pretender racionalizar demasiado el misterio.
   Existen, sin embargo, posibilidades reales de diálogo y entendimiento
entre las dos formas de ver el mismo misterio. A título de ejemplo recogemos
unas palabras de S. Gregorio Nazianceno que resta importancia a la diversidad
de puntos de vista: "Apenas empiezo a pensar en la Unidad, la Trinidad me
ilumina con esplendor. Apenas empiezo a pensar en la Trinidad, la Unidad se
apodera de mi".
   Al método psicológico se le han hecho muchas críticas, sobre todo en
tiempos recientes; pero lo cierto es que no se han elaborado suficientemente
otros, como pudiera ser uno de corte sociológico que tomara en consideración
más que la estructura y funciones del individuo, las relaciones de las
personas entre sí, teniendo siempre presente la incapacidad del lenguaje
humano para hablar del misterio.
   En esta última vía, sin duda el núcleo familiar ofrecería las mejores
posibilidades de reflejar de algún modo lo más profundo de la vida divina.
Es de suponer que una teología de ese estilo pudiera también iluminar mejor
la relación existente entre la Sagrada Familia y el misterio de la Trinidad.

   Dios Padre bueno, que has roto el silencio
   que separaba al hombre de ti
   y le has tendido tus manos con misericordia;
   Dios que en Jesús te has hecho hombre,
   hijo y compañero de camino
   hasta dar la vida por nosotros;
   Dios Espíritu Santo, que haces presente la fuerza salvadora
   del misterio de Cristo en todos los tiempos,
   en todos los lugares y situaciones,
   reúne a todos los pueblos en una sola familia
   que invoque a Dios como Padre,
   por medio de Jesús, el Señor,
   y construya en este mundo una casa habitable,
   a imagen de la del cielo.

Vida
   La Palabra de Dios en la solemnidad de la Santísima Trinidad nos invita
más que a un esfuerzo intelectual para penetrar el significado del dogma, a
entrar en comunión con el misterio. Misterio que se desvela y se realiza en
la historia y es la fuente de nuestra salvación.
   La experiencia cristiana auténtica, cuando va madurando, se hace cada vez
más trinitaria. Por eso hemos de preguntarnos cómo va creciendo en nuestra
vida la relación personal con Dios que se nos ha comunicado en Jesús y se nos
hace presente por medio del Espíritu Santo. Veamos ante todo si se trata de
una relación entre personas, donde a pesar de la distancia infinita hay dos
sujetos activos, Dios y yo, dos conciencias despiertas, dos presencias
recíprocas, dos vidas que se entrecruzan, se condicionan, se comparten, se
aman...
   Tendríamos que dar luego un nuevo paso para ver como va madurando nuestra
experiencia de relación con un Dios que es pluripersonal. Será bueno
comprobar si nuestro acceso a Dios en la oración va siendo efectivamente cada
vez más, como la Iglesia nos educa en la liturgia, por medio de Jesucristo,
en el Espíritu Santo. Constatemos también si nuestra conciencia de ser
habitados por la Trinidad se va haciendo cada vez más clara hasta establecer
una reciprocidad y habitar nosotros mismos la Trinidad como nuestra casa.
   La relación con la Trinidad, cuando es verdadera, devuelve al cristiano
su auténtica imagen de persona. A fuerza de mirarse en la Trinidad, se
comprende cada vez mejor a sí mismo en sus dimensiones más profundas. Puede
comprobar así cómo la medida de su madurez coincide con la de su amor a los
otros y con la generosidad del don que hace de su propia vida.
   Se cumple de este modo el ciclo de toda vida cristiana que consiste en
acoger el amor como don de Dios y entregarlo nuevamente a los demás para que
crezca y se multiplique, siendo así "alabanza de la gloria de su gracia" (Ef

1,3-6).

sábado, 7 de junio de 2014

Ciclo A - Pentecostés

8 de junio de 2014 - DOMINGO DE PENTECOSTÉS – Ciclo A

                   "Se llenaron todos de Espíritu Santo"

Hechos 2,1-11
   Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un
ruido del cielo, como un viento recio, resonó en toda la casa donde ese
encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamarada, que se repartían,
posándose  encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el
Espíritu le sugería.
   Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones
de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados,
porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos
preguntaban:
   -¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que
cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
   Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopo-
tamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en
Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros
de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada
uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

I Corintios 12,3b-7. 12-13
   Hermanos: Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es bajo la acción del
Espíritu Santo.
   Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo
Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el
bien común.
   Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos
los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es
también Cristo.
   Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bauti-
zados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido
de un sólo Espíritu.

Juan 20,19-23
   Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En
esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
   -Paz a vosotros.
   Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
   -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
   Y dicho esto exhaló el aliento sobre ellos y les dijo:
   -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Comentario
   En la solemnidad de Pentecostés las lecturas de la misa están orientadas
a presentarnos la persona y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en
el mundo.
   Para el evangelista Juan hay un primer Pentecostés el día mismo de la
resurrección de Jesús. Según S. Lucas, Jesús promete el Espíritu Santo la
tarde de la Pascua (24,40), pero sólo cuarenta días más tarde se cumple la
promesa.
   Como en el II domingo de Pascua hemos leído el mismo evangelio que hoy,
centraremos más nuestra atención en el relato del acontecimiento de
Pentecostés que nos ofrece la 1ª. lectura.
   Para los israelitas Pentecostés fue al principio una fiesta agrícola
unida a la recogida de las primeras mieses. Luego se le añadió el significado
de conmemorar la donación de la ley en el Sinaí y recibió el nombre de fiesta
de las semanas después del año 70 de la era cristiana. La coincidencia de la
efusión del Espíritu Santo con esa fiesta subraya la dimensión histórica del
acontecimiento, su inserción en la historia de los hombres.
   La parte de la narración que leemos en la liturgia tiene dos núcleos
fundamentales. Ambos subrayan la acción del Espíritu Santo como en dos
círculos concéntricos. En el primero podemos considerar lo que hace el
Espíritu Santo en el cenáculo, donde están reunidos los discípulos de Jesús;
en el segundo lo que hace fuera, donde está la multitud, representante de
todos los pueblos de la tierra.
   El narrador subraya que en el cenáculo estaban todos los discípulos de
Jesús. Esa unidad material de la presencia parece ya sugerir la otra unidad
más profunda creada por el Espíritu. Este irrumpe de forma incontrolable,
fuerte, improvisa, para significar que se trata de un don que viene de lo
alto y que mantiene su total libertad. Su acción transformadora en el
interior de las personas se manifiesta exteriormente con el signo del fuego
y con la capacidad de comunicar y de alabar a Dios ("empezaron a hablar
lenguas extranjeras").
   Pero también fuera del cenáculo hay una acción del Espíritu Santo. En
contraste con la confusión, fruto del pecado, que se produce en Babel (Gen
11,1-9), el Espíritu Santo escribe ese nuevo código de comunicación que
permite a los hombres entenderse y reconstruir su unidad perdida.
   La explosión del Espíritu, que inaugura la misión de la Iglesia, se
produce cuando ambos círculos se encuentran, cuando los apóstoles abandonan
el cenáculo y hablan de las maravillas de Dios a la multitud. En contraste
con los habitantes de Babel, que pretendían no separarse nunca ("para
hacernos famosos y no tener que dispersarnos por la superficie de la tierra",
Gen 9,4), los apóstoles son enviados a "todas las naciones de la tierra", La
acción del Espíritu consiste en que cada uno los entiende en su propia
lengua. Se construye así la comunidad basada en la comunión, que cuenta con
la diversidad de cada persona y de cada pueblo.

Una familia
   Proyectada desde siempre por el amor infinito del Padre, realizada por el
Hijo con su venida entre los hombres, la Sagrada Familia es también desde el
principio la obra del Espíritu Santo.
   El Espíritu Santo es el gran protagonista de los primeros momentos de la
vida de Jesús, tal y como nos los narra sobre todo el evangelista Lucas.
   En el relato de la infancia de Cristo se dice de tres personajes que
estaban llenos del Espíritu Santo: Juan Bautista (Lc 1,15), Isabel, su madre,
(Lc 1,41) y Zacarías, su padre, (Lc 1,67). Otros, como Simeón y Ana son
movidos interiormente por ese mismo Espíritu (Lc 2,26-27). A José se le
anuncia que "la criatura que María lleva en el seno es obra del Espíritu
Santo" (Mt 1,21). Y la acción del Espíritu Santo llega a su ápice en el
momento de la encarnación del Verbo: "El Espíritu Santo bajará sobre ti y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35)
   Como en Pentecostés, la acción divina se manifiesta con poder, eliminando
los obstáculos y barreras que se oponían a la fecundidad de Isabel (Lc 1,25)
o que causaban el mutismo de Zacarías, pero, sobre todo, haciendo las
"grandes cosas" de que habla María en el Magnificat. Aparece así evidente que
finalmente Dios, en la plenitud de los tiempos, "ha desplegado el gran poder
de su derecha" (Lc 1,51) y que nada es imposible para Él (Lc 1,37). El
Espíritu Santo, tanto como poder que viene de lo alto, como moviendo a las
personas desde su interior, a veces con evidentes manifestaciones carismá-
ticas, es el sujeto principal de todo lo que se realiza en los albores de la
era mesiánica.
   El misterio de Nazaret nos habla de esa acción profunda y duradera del
Espíritu Santo en María y José para construir en la fe y en el amor una
familia entorno a Jesús. Y de Jesús mismo se dice que "fue ungido con la
fuerza del Espíritu Santo" (Hech 10,38).
   Fue el Espíritu Santo quien creo la célula germinal que llamamos Sagrada
Familia en su unidad primordial. Si más tarde ese mismo Espíritu reuniría en
unidad con su poder a la gran dispersión de los hombres para formar la
familia de los hijos de Dios, es porque ya en los comienzos (misterio de la
encarnación) había reunido de una dispersión aún mayor a Dios y al hombre en
la persona de Jesús. En torno a esa unidad primera, para prepararla, para
llevarla a cumplimiento, quiso unir también en familia a María y a José. Como
más tarde sucedería con el grupo de los apóstoles, también de su desinte-
gración, de su envío a los demás, nacería una familia más grande, la de los
creyentes en Jesús.

   Te bendecimos, Espíritu Santo,
   que el Hijo nos ha mandado desde el seno del Padre.
   Tú haces de la Iglesia el cuerpo de Cristo
   y el sacramento de salvación para los hombres;
   Tú que con tus dones y carismas la haces variada y múltiple,
   articulada y compacta,
   para que pueda ejercer su misión;
   Tú, que trabajas también constantemente fuera de la Iglesia
   haciendo madurar los tiempos
   y conduciéndolo todo hacia el Reino,
   por caminos que nosotros ignoramos.
   Te pedimos hoy una nueva efusión de tus dones
   y un conocimiento cada vez más claro de quién eres tú
   y de tu acción
   para poder colaborar mejor contigo.

La unidad
   El Espíritu Santo se nos presenta hoy como el gran artífice y constructor
de la unidad en la Iglesia y fuera de ella.
   El está en todos los comienzos como fuerza que da vida (comienzo de la
creación del mundo y del hombre, comienzo de la Iglesia), asegurando esa
unidad radical sobre la que se asientan todos los valores y desde la que
parte todo crecimiento. Por eso hemos de ver la unidad en nuestra familia,
en nuestra comunidad, en la Iglesia en primer lugar como un don precioso que
nos viene de Dios. Es un don gratuito que compromete nuestra responsabilidad.
La oración de Jesús era: "Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste,
la de ser uno, como lo somos nosotros, yo unido a ellos y tú conmigo para que
queden realizados en la unidad (Jn 17,22-23).
   Hemos de aprender a vivir este don precioso de la unidad en la variedad
de los dones naturales y de la gracia, en la diversidad de los carismas en
la multiplicidad de las situaciones culturales y de los tiempos que nos toca
vivir, si de verdad queremos construir la comunión. Hay una dialéctica
unidad-pluralidad en la que ambos términos se reclaman mutuamente. Tenemos
que aprender no sólo a vivirla con serenidad y equilibrio para pasar del uno
al otro extremo, sino también a buscar apasionadamente la unidad en la
variedad de las manifestaciones del Espíritu. Como cristianos hemos de promo-
ver sinceramente la libertad y belleza de esas formas diversas de encarnar,
de vivir, de servir el evangelio.
   Por eso la unidad está también delante de nosotros como una esperanza y
como una tarea siempre inacabada. Sólo cuando "Dios lo será todo en todos"
tendremos la unidad perfecta. Mientras tanto nuestro esfuerzo por construir
la unidad en todos los ámbitos debe dirigirse en un doble sentido:
reconciliación para reconstruir nuestras fracturas internas (personales y
comunitarias) y, llenos del Espíritu Santo, encuentro con todos en la
pluralidad de sus lenguajes y situaciones para reconstruir el tejido de las

relaciones humanas e iluminar el mundo con la luz del evangelio.