sábado, 24 de junio de 2017

Ciclo A - TO - Domingo XII

25 de jun io de 2017 - XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

                            "No tengáis miedo"

-Jer 20,10-13
-Sal 68
-Rom 5,12-15
-Mt 10,26-33

Mateo 10,26-33

   Dijo Jesús a sus apóstoles:
   -No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue
a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de
noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la
azotea.
   No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.
No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un
par de gorriones por unos cuartos?; y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo
sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la
cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre
vosotros y los gorriones.
   Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su
parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también
lo negaré ante mi Padre del cielo.

Comentario

   El evangelio de este domingo forma parte del discurso llamado de la
misión en el que Jesús, después de haber constatado la falta de obreros para
recoger la mies elige, constituye en autoridad y envía al grupo de los
apóstoles en misión. El pasaje que leemos hoy comprende las recomendaciones
finales a los que son enviados. Recordemos que en el contexto del evangelio
de Mateo, este envío es como un ensayo de lo que el resucitado hará al
despedirse de los apóstoles (Mt 28,28).
   El texto se presenta articulado en tres partes y cada una de ellas tiene
como centro la expresión "no tengáis miedo". Esa expresión asegura la unidad
formal del pasaje y guiará también nuestra reflexión.
   En la primera parte se ofrece como motivo de confianza la fuerza
irresistible del mensaje mismo que tiende a pasar necesariamente del secreto
a su publicación, de lo escondido a lo manifiesto, de las tinieblas a la luz,
de la intimidad de la confidencia a la divulgación. Jesús previene a sus
discípulos contra el miedo de que el mensaje recorra su camino.
   La segunda invitación a no tener miedo viene motivada por la
contraposición entre el poder de los hombres y el poder de Dios. Aquéllos,
si acaso, pueden matar el cuerpo, pero el destino final de las personas está
entre las manos de Dios. Las dificultades del anuncio impondrán al apóstol
una opción entre lo perecedero y lo que vale verdaderamente, como dice
explícitamente el final del evangelio (vv. 32-33).
   La última invitación a no tener miedo viene de una imagen sugestiva: la
comparación entre el valor de un pájaro y el de un apóstol de Cristo. El
argumento "a fortiori" es evidente y sugiere una confianza inmensa en el
Padre, que se preocupa no sólo del destino definitivo del enviado, sino
también de su situación concreta en este mundo.
   Esa invitación a la confianza viene reforzada, porque en el evangelio se
encuentra un eco de la experiencia de Jeremías (1ª. lectura). En su situación
de angustia y aprieto, pone toda su esperanza en el Señor y exclama: "A ti
he encomendado mi causa".
   La 2ª. lectura ofrece un motivo más en la misma línea: la abundancia y
gratuidad del don de la salvación en comparación con la universalidad del
pecado. El apóstol encontrará siempre en esa desproporción entre el perdón
y el pecado, un nuevo impulso para continuar en su misión y para ofrecer a
todos la salvación obtenida por Cristo.

Salió de Nazaret

   El conjunto de consejos y recomendaciones que Jesús da a sus apóstoles,
que componen el discurso de la misión, nos llevan, si queremos leer el
evangelio a la luz de Nazaret, a pensar en la experiencia personal del mismo
Jesús.
   Los versículos que preceden al pasaje leído hoy así lo sugieren: "Un
discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo... Y si al
cabeza de familia lo han llamado Belcebú ¡Cuánto más a los de su casa!".
   Un día Jesús dio el paso de salir a la luz, de dejar la vida familiar y
privada para ponerse a predicar y descubrir lo que estaba escondido, diciendo
a plena luz lo que hasta entonces quizá sólo había susurrado al oído.
   El sabía por propia experiencia que ese paso no se da sin dificultad. Los
comentaristas del evangelio descubren sutilmente en las palabras que el
evangelista pone en boca de Jesús sobre las dificultades y persecuciones que
encontrarán los apóstoles, un reflejo de la situación en que el texto se
escribía: la tensión y los momentos de abierta persecución de los judíos
contra las primeras comunidades cristianas (Cfr. Mt 10,23). Sin desatender
ese aspecto, podemos ver también todo el peso que tiene la experiencia
personal de Jesús.
   Los profetas han sido siempre hombres de contradicción. Muchas veces han
tenido que vencer en primer lugar la resistencia que ofrecía su propia
persona a la misión recibida, para después enfrentarse a las dificultades
provenientes de los destinatarios de su mensaje. Tal es el caso de Jeremías,
a quien en la primera ocasión que Dios le habla es para decirle: "No digas
que eres un muchacho", porque donde yo te envíe irás, lo que te mande lo dirás.
No les tengas miedo que yo estoy contigo para librarte, oráculo del Señor"
(Jer 1,7-8). La 1ª. lectura de la misa de hoy abunda en ese mismo sentido.
   Jesús, el profeta por excelencia, también fue desde el principio "signo
de contradicción" (Lc 2,34). Ciertamente en su caso se da una perfecta
armonía entre la persona y su mensaje, pero tuvo que soportar la
incomprensión de sus familiares y la resistencia de aquellos a quienes
estaban destinadas sus palabras que discuten su autoridad y lo rechazan (Cfr
Lc 20,1-19).
   La salida de Nazaret hubo de suponer para Jesús el gozo de proclamar a
todos el mensaje que llevaba dentro y al mismo tiempo la incertidumbre de la
respuesta por parte de quienes lo oían con la variedad de actitudes que se
describen por ejemplo en la parábola del sembrador.
   Para Jesús, mensajero del Padre, la salida de Nazaret no era sólo memoria
y expresión de la misión recibida al venir a este mundo, sino experiencia
concreta que le autorizaba a dar consejos a sus enviados.

   Te bendecimos, Señor Jesús,
   que has experimentado tú mismo el "favor del Padre"(Lc 2,40)
   y la alegría y dificultad de anunciar su mensaje.
   Te bendecimos porque para cumplir tu misión
   has entregado tu vida por nosotros
   y ahora estás junto al Padre
   para ponerte a favor de quienes vencen el miedo en sí mismos
   y se declaran testigos tuyos.
   Danos la fuerza del Espíritu Santo
   para saber llevar tu mensaje
   a los lugares donde vivimos
   y a las personas a las que somos enviados.

El envío

   El envío que Jesús hace de sus apóstoles es el tipo de todos los otros
que se hacen en la Iglesia, grandes o pequeños. Leyendo por entero el
discurso de la misión se percibe perfectamente que en el centro está la
preocupación por la persona del apóstol, su preparación, su formación.
   Jesús pone como piedra fundamental de esa preparación la confianza total
en el Padre y en las posibilidades de crecimiento y expansión que tiene el
mensaje por sí mismo. Esa confianza y seguridad de que en último término hay
alguien que está con el enviado y responde por él, es esencial para moverse
con libertad. Es lo que hacía exclamar a S. Pablo: "¿Si Dios está con
nosotros, quien estará contra nosotros?" (Rom 8,13). Y en otra ocasión: "Sé
en quién he puesto mi confianza" (2Tim 1,12).
   En la actualidad, cada vez es más clara la conciencia de que todos los
cristianos somos responsables de la misión apostólica. En verdad, el
imperativo de Jesús: "Id y predicad el evangelio" mantiene siempre vivo su
valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la
actual situación, no sólo del mundo, sino de tantas partes de la Iglesia,
exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida
y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona, y ninguno puede
escamotear su propia respuesta: "Ay de mí si no predicara el evangelio" (1Co
9,16)" (Ch. L. 33).
   En cuanto llamado a repetir la experiencia de Jesús y de los apóstoles,
el cristiano, lleno de confianza en quien lo envía y acompaña, debe abrir los
ojos a la realidad del mundo secularizado en el que se encuentra y contar,
ya de entrada, con la indiferencia y oposición a su mensaje y la oposición
a su persona. Por eso deberá repetir frecuentemente en su interior las
palabras del Maestro: "No les tengáis miedo..."
   Las actitudes negativas, las reacciones incluso violentas, no pueden
doblegar la fuerza y libertad de quien se siente sostenido por el Señor. La
consideración de las dificultades, anunciadas o ya experimentadas, no deben
desanimar al apóstol. Deben ser, por el contrario una invitación a hacerse
más fuerte en el Señor. La experiencia de la iglesia muestra que en las
circunstancias adversas se han producido los mas hermosos testimonios.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 17 de junio de 2017

Ciclo A - Cuerpo y Sangre

18 de junio de 2017 – TO - SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – Ciclo A

                               "El pan vivo"

Deuteronomio 8,2-3. 14b-16a

   Habló Moisés al pueblo y dijo:
   -Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos
cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y cono-
cer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote
pasar hambre y después te alimentó con el maná  --que tú no conocías ni cono-
cieron tus padres-- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu
Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel
desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una
gota de agua; que sacó agua para ti de une roca de pedernal; que te alimentó
en el desierto con un maná que no conocían tus padres.

I Corintios 10,16-17

   Hermanos: El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo
de Cristo?
   El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

Juan 6,51-59

   Dijo Jesús a los judíos:
   -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
   Disputaban entonces los judíos entre sí:
   -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
   Entonces Jesús les dijo:  
   -Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
   Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
   El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
   El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que me come vivirá por mí.
   Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
                      
Comentario

   Dentro de la riqueza inmensa de significados que tiene la fiesta de hoy,
la liturgia mediante las lecturas y preces, se fija sobre todo en la pre-
sencia "verdadera" de Cristo en la eucaristía y en la comunión vital con Él
a la que los creyentes están llamados. En los otros ciclos litúrgicos se
insiste más en la eucaristía como memorial de la nueva alianza (ciclo B) y
en los compromisos que implica la comunión de vida con Cristo (ciclo C).
   El texto del evangelio, tomado de la parte final del discurso en la
sinagoga de Cafarnaún, acentúa el significado eucarístico de toda la
explicación dada por Jesús al milagro de la multiplicación de los panes.
   Jesús se presenta como el verdadero pan venido del cielo, en contraste
con el maná que los israelitas habían comido en el desierto. Por eso la
liturgia explicita el primer término de la comparación con la 1ª. lectura,
sacada del Deuteronomio. En ella, cuando ya el pueblo se encontraba bien
afincado en su tierra, el autor sagrado recuerda a sus contemporáneos el
tiempo del desierto: tiempo de prueba y dificultad, pero también tiempo de
fidelidad y de dependencia total (incluso para la comida diaria) de quien
había sacado al pueblo de Egipto. La alternancia prueba-don pone de
manifiesto la pedagogía divina que quiere conocer las profundidades del
corazón humano y al mismo tiempo se ofrece como única alternativa a la
tentación de la tierra.
   En el texto del Nuevo Testamento se dejan de lado muchas conotaciones del
episodio del maná para seleccionar los dos significados que más interesan:
el maná era un alimento perecedero (sólo duraba un día) y quienes lo
comieron, murieron antes de entrar en la tierra prometida.
   Por contraste, Jesús se presenta como el pan vivo y asegura la vida para
siempre a quienes se nutran de Él.
   Lo sorprendente, para quienes escuchaban a Jesús en sentido negativo, y
positivo para quien tiene fe, es que la expresión "dar el pan" se transforma
a lo largo del discurso en "ser el pan". Esto lleva a una interpretación
sacramental de todo el pasaje. De modo que ese nuevo pan vivo puede ser
también comido. El texto original acentúa incluso la materialidad del acto
de comer. En el se saborea el nuevo manjar que es la carne y la sangre del
Hijo del Hombre. La "carne y la sangre" significa la totalidad de la persona
entregada como alimento. Es esa disponibilidad y entrega la que permite a los
comensales entrar en esa comunión profunda con Jesús que les asegura la vida
eterna.
   La 2ª. lectura subraya ulteriormente esa dimensión de comunión que se
produce también con los demás al compartir el mismo pan.

Sacramento y encarnación

   "Lo que era visible en nuestro Salvador, dice S. León Magno, ha pasado a
sus misterios". Y S. Gregorio: "Lo que era visible en Cristo pasó a los
sacramentos de la Iglesia".
   En la historia de la salvación hay una progresión según la cual la
presencia de Dios se hace cada vez más tangible en medio de su pueblo. En esa
línea el punto culminante es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo. El Verbo se hace carne, se hace "imagen
visible del Dios invisible" (Col 1,15), "reflejo de su gloria e impronta de
su ser"(Heb 1,3). La venida de Dios en Jesucristo inaugura la etapa
sacramental de la historia de la salvación. Podemos decir, en efecto, que
Jesús es el "sacramento" del Padre. Lo visible es signo de lo invisible, lo
material se convierte en signo de lo espiritual; se abre así un nuevo camino
de acceso a Dios a quien "nadie ha visto jamás" (Jn 1,18).
   Es fundamental el paso de la encarnación para la economía sacramental. Si
bien es cierto que a través de los sacramentos Cristo se hace presente en
virtud de la fuerza salvadora del misterio pascual, la encarnación se
presenta como la condición indispensable y el paso previo para llegar a la
donación sacramental. El paso del signo-cuerpo humano de Jesús al "signo-pan
y vino", como se presenta en el sacramento, representa una continuidad que,
en la oscuridad de la fe, explica de algún modo la dinámica de la acción sal-
vadora de Dios.
   Podemos decir incluso que la presencia de Cristo en los signos
sacramentales de la Iglesia pone de manifiesto la irremediable limitación y
provisionalidad de la encarnación, en cuanto el cuerpo de Jesús estaba
sometido a las mismas coordenadas de tiempo y de lugar que todos los demás.
En comparación con la amplitud de los tiempos, de las generaciones y
generaciones a las que está destinada la salvación, el número de los que
pudieron "ver y tocar" el signo-cuerpo es ciertamente reducido, casi
insignificante. Por esto, de algún modo, la encarnación reclamaba una forma
de presencia que rompiera los límites del espacio y del tiempo permaneciendo
inmutable la estructura sacramental. Es lo que se realiza en todos los sacra-
mentos y de modo especial en la eucaristía.
   La meditación de la encarnación nos ayuda así a dar el paso de la fe que
requiere toda sacramentalidad. Así como en el hombre Jesús de Nazaret vemos
la presencia de Cristo Hijo de Dios, del mismo modo en la humildad del pan,
del vino, del aceite y de los demás signos hemos de ver su misma presencia
actuante y salvadora. La fe debe llevarnos a exclamar con el apóstol: "Es el
Señor" (Jn 21,7).

   Señor Jesús, que te has hecho hombre y te has hecho pan,
   queremos, con la fuerza del Espíritu Santo,
   saber acogerte en nuestra vida
   para que se despliegue toda la vitalidad
   que has puesto en el sacramento.
   Comiendo tu carne y bebiendo tu sangre
   queremos asimilar tu forma de vida
   para que la nuestra se vaya transformado
   a la luz del evangelio
   de manera que, reunidos en la misma mesa,
   estemos también unidos en la vida
   y caminemos con todos los hombres
   hacia el banquete del Reino.

Vivir el sacramento

   Participar en la Eucaristía significa en primer lugar hacer memoria de un
pasado, el pasado de las maravillas de Dios que culminan en la muerte y
resurrección de Cristo. Ser conscientes de esa dimensión histórica comporta
una gran confianza, pues la eficacia del sacramento está garantizada por el
misterio pascual que ya se ha cumplido y con el que entramos en comunión por
la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Nuestra vida cristiana se
presenta así como una progresiva incorporación al Cristo viviente y operante
a través de los siglos.
   Vivir el sacramento implica el "comer" y el "beber", es decir, realizar
los actos concretos que comporta la acción sacramental, la cual necesita de
la colaboración humana para llegar a su término. Y estos gestos no se cumplen
en solitario, sino en solidaridad con quienes comparten la misma fe.
   La donación de Cristo que se hizo posible gracias a la encarnación y la
institución del sacramento, es también el camino indicado para que el signo
se cumpla en el creyente. Movido por la fuerza del Espíritu, debe encontrar
el modo concreto de "dejarse comer" en la celebración y en la vida para poder
hacerse de Cristo y de todos.
   El papel del Espíritu Santo en la encarnación y en la eucaristía como
creador de vida y de comunión, debería llevarnos a ponernos a su disposición
para que realice la transformación que nuestra vida necesita y para que así
el sacramento produzca su efecto para gloria de Dios Padre.
   Viviendo así repetidamente el signo sacramental, aprenderemos a vivir los
otros signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo en
nuestra vida y en nuestra historia. Todos esos signos nos llevarán a su
manera a la eucaristía, de mismo modo que ésta afinará nuestra percepción y
nos dará nuevas fuerzas para entrar en ellos y transformar el mundo.

TEODORO BERZAL.hsf

sábado, 10 de junio de 2017

Ciclo A - Santísima Trinidad

11 de junio de 2017 – TO - SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD – Ciclo A

                         "Tanto amó Dios al mundo"

Exodo 34,4b-6. 8-9

   En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había
mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra.
   El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el
nombre del Señor.
   El Señor pasó ante él proclamando:
   -El Señor es un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia y lealtad.
   Moisés al momento se inclinó y se echó por tierra.
   Y le dijo:
   -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque este es
un pueblo de cerviz dura; perdona, nuestras culpas y pecados y tómanos como
heredad tuya.

II Corintios 13,11-13

   Hermanos: Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un
mismo sentir y vivid en paz.
   Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente
con el beso santo.
   Os saludan todos los fieles.
   La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del
Espíritu Santo esté siempre con vosotros.

Juan 3,16-18

   En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:
   -Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca
ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él. El que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
                    
Comentario
  
   La Iglesia nos conduce a lo largo del año litúrgico a acoger el designio
salvífico del Padre, a entrar en comunión con Cristo y a dejarnos transformar
progresivamente por el Espíritu Santo. Son tres aspectos de la misma
realidad. En la solemnidad de la Santísima Trinidad somos invitados a un
esfuerzo de unificación de nuestra vida cristiana penetrando en la
contemplación de la vida misma de Dios, origen y meta de la iniciativa de la
salvación, de la redención, de la santificación.
   Un primer paso podemos darlo con la lectura del Exodo. El cap. 34 nos
sitúa en el acontecimiento de la teofanía del Sinaí. A pesar de la
infidelidad del pueblo de Israel, Dios no renuncia a su proyecto de salvación
y amor, y se manifiesta nuevamente a Moisés. En esta ocasión proclama ante
él su nombre propio YHWH (Yahvé), que previamente le había revelado (Ex 3,13-15).
Pero ahora da un paso más en el camino de la revelación con un gesto y con
una palabra. El gesto es el de acercarse y quedarse con Moisés ("El Señor
bajó de la nube y se quedó allí con él" (Ex 34,5). Y la palabra expresa los
atributos más característicos de su vida íntima: la bondad y la misericordia,
la clemencia y la lealtad.
   Si en el Antiguo Testamento Dios se revela como un ser personal, con
quien, como hace Moisés, se puede tratar (aun desde el respeto sumo y la
adoración), en el Nuevo Testamento se manifiesta en la pluralidad de las
personas, descubriéndonos las relaciones que existen entre ellas y con
nosotros. A esto apunta el texto trinitario que leemos hoy en la segunda
lectura. Su parte final, convertida actualmente en saludo litúrgico, señala
bien ese aspecto tripersonal de la vida de Dios y sus relaciones con nosotros
a la vez unitarias y diferenciadas "la gracia de Jesucristo", "el amor de
Dios", "la comunión del Espíritu Santo" (1Co 13,13).
   La invitación sucesiva a penetrar en la vida misma de Dios nos viene del
Evangelio. Para entender plenamente el breve pasaje que leemos, habría que
tener en cuenta toda la conversación de Jesús con Nicodemo. Queda, sin
embargo, bien clara la idea de fondo: el amor de Dios, que constituye lo más
profundo de su ser, se revela definitivamente en la entrega del Hijo para que
el mundo se salve. El don del Hijo, más que ninguna otra palabra, pone de
relieve el entendimiento total entre las personas divinas, su mutua
implicación en el ser y en el actuar y la irrevocabilidad de la salvación
concedida al hombre de una vez para siempre. Esa posibilidad de salvación,
ofrecida por el Espíritu Santo a cada hombre en el tiempo, señala el
compromiso de Dios con este mundo, que es obra suya pero que está marcado
también por el pecado del hombre.

La Trinidad

   Hablar de Dios como Trinidad de personas en comunión de ser, de vida, de
acción, nos lleva también directamente al corazón del misterio de Nazaret.
   La reflexión de la Iglesia sobre la Trinidad divina ha seguido, sobre
todo en Occidente, el método llamado psicológico. Se basa en la observación
de la persona humana en su aspecto más espiritual, para establecer, por
analogía y a partir de los datos de la revelación, cómo es Dios. Ese método
tiene como fundamento el hecho de que el hombre ha sido creado "a imagen de
Dios"; por lo tanto, a partir de la "imagen" podemos acceder a la realidad.
Fue S. Agustín en el tratado De Trinitate quien elaboró ese método para
integrar, en una explicación coherente, los datos del evangelio. Según él,
la actividad humana del conocimiento, que elabora un concepto y se expresa
en una palabra, es la que mejor idea puede darnos, por analogía, del origen
del Verbo en Dios. Por otra parte, el acto del amor humano es lo que más se
asemeja al modo de ser del Espíritu Santo.
   Aunque de atribución dudosa, un texto de S. Gregorio de Nyssa explica de
modo gráfico el modo de proceder del método psicológico: "Si quieres conocer
a Dios, conócete antes a ti mismo. Por la comprensión de tu ser, por su
estructura, por lo que hay dentro de ti, podrás conocer a Dios. Entra en ti
mismo, mira en tu alma como en un espejo, descifra su estructura y te verás
a ti mismo como imagen y semejanza de Dios".
   La gran autoridad doctrinal de S. Agustín influyó en toda la teología
medieval y escolástica sobre la Trinidad, la cual fue afinando cada vez más
los conceptos y las palabras para expresar sutilmente ese gran misterio.
   La tradición de las Iglesias orientales adopta otro punto de vista. Para
ella, el punto de partida es la pluralidad de las personas, vistas en su
distinción y relaciones mutuas, como las presenta la Biblia. De ahí se pasa
a la consideración de la unidad divina. Y desde esa posición se critica a la
teología latina de pretender racionalizar demasiado el misterio.
   Existen, sin embargo, posibilidades reales de diálogo y entendimiento
entre las dos formas de ver el mismo misterio. A título de ejemplo recogemos
unas palabras de S. Gregorio Nazianceno que resta importancia a la diversidad
de puntos de vista: "Apenas empiezo a pensar en la Unidad, la Trinidad me
ilumina con esplendor. Apenas empiezo a pensar en la Trinidad, la Unidad se
apodera de mi".
   Al método psicológico se le han hecho muchas críticas, sobre todo en
tiempos recientes; pero lo cierto es que no se han elaborado suficientemente
otros, como pudiera ser uno de corte sociológico que tomara en consideración
más que la estructura y funciones del individuo, las relaciones de las
personas entre sí, teniendo siempre presente la incapacidad del lenguaje
humano para hablar del misterio.
   En esta última vía, sin duda el núcleo familiar ofrecería las mejores
posibilidades de reflejar de algún modo lo más profundo de la vida divina.
Es de suponer que una teología de ese estilo pudiera también iluminar mejor
la relación existente entre la Sagrada Familia y el misterio de la Trinidad.

   Dios Padre bueno, que has roto el silencio
   que separaba al hombre de ti
   y le has tendido tus manos con misericordia;
   Dios que en Jesús te has hecho hombre,
   hijo y compañero de camino
   hasta dar la vida por nosotros;
   Dios Espíritu Santo, que haces presente la fuerza salvadora
   del misterio de Cristo en todos los tiempos,
   en todos los lugares y situaciones,
   reúne a todos los pueblos en una sola familia
   que invoque a Dios como Padre,
   por medio de Jesús, el Señor,
   y construya en este mundo una casa habitable,
   a imagen de la del cielo.

Vida

   La Palabra de Dios en la solemnidad de la Santísima Trinidad nos invita
más que a un esfuerzo intelectual para penetrar el significado del dogma, a
entrar en comunión con el misterio. Misterio que se desvela y se realiza en
la historia y es la fuente de nuestra salvación.
   La experiencia cristiana auténtica, cuando va madurando, se hace cada vez
más trinitaria. Por eso hemos de preguntarnos cómo va creciendo en nuestra
vida la relación personal con Dios que se nos ha comunicado en Jesús y se nos
hace presente por medio del Espíritu Santo. Veamos ante todo si se trata de
una relación entre personas, donde a pesar de la distancia infinita hay dos
sujetos activos, Dios y yo, dos conciencias despiertas, dos presencias
recíprocas, dos vidas que se entrecruzan, se condicionan, se comparten, se
aman...
   Tendríamos que dar luego un nuevo paso para ver como va madurando nuestra
experiencia de relación con un Dios que es pluripersonal. Será bueno
comprobar si nuestro acceso a Dios en la oración va siendo efectivamente cada
vez más, como la Iglesia nos educa en la liturgia, por medio de Jesucristo,
en el Espíritu Santo. Constatemos también si nuestra conciencia de ser
habitados por la Trinidad se va haciendo cada vez más clara hasta establecer
una reciprocidad y habitar nosotros mismos la Trinidad como nuestra casa.
   La relación con la Trinidad, cuando es verdadera, devuelve al cristiano
su auténtica imagen de persona. A fuerza de mirarse en la Trinidad, se
comprende cada vez mejor a sí mismo en sus dimensiones más profundas. Puede
comprobar así cómo la medida de su madurez coincide con la de su amor a los
otros y con la generosidad del don que hace de su propia vida.
   Se cumple de este modo el ciclo de toda vida cristiana que consiste en
acoger el amor como don de Dios y entregarlo nuevamente a los demás para que
crezca y se multiplique, siendo así "alabanza de la gloria de su gracia" (Ef
1,3-6).

TEODORO BERZAL.hsf