sábado, 27 de junio de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XIII


28 de junio de 2020 - XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo A
                    
                     "El que os recibe a vosotros, me recibe a mí"

-2 Re 4,8-11. 14-16
-Sal 88
-Rom 6,3-4. 8-11
-Mt 10,37-42

   Mateo 10,37-42

   Dijo Jesús a sus apóstoles:
   -El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí;
y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que
no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la
perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a
vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha
enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá la paga de
profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá la paga de justo.
El que da a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de
estos pobrecillos sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo
aseguro.

Comentario

   El texto evangélico de hoy se sitúa como continuación del leído el
domingo pasado y nos presenta la parte conclusiva del discurso de Jesús sobre
la misión de los apóstoles. Las dos ideas fundamentales del texto parecen
ser: la importancia que tiene para el apóstol la unión con Cristo y cómo
tiene que recibirlo quien acoge su mensaje.
   La referencia vital del apóstol a Cristo viene expresada con tres
antítesis en las que el mismo Jesús se coloca como punto clave de la
comparación. A través de ellas se diría que el Maestro propone una
reorganización de las relaciones personales y de parentela de sus discípulos,
de manera que sepan colocar en el centro la que deben mantener con Jesús
mismo. Frente a la importancia de esta relación, todas las demás, incluso las
más íntimas, deben considerarse secundarias e incluso sacrificarse si se
oponen a ella. Pero no porque la relación con Jesús entre en competición con
ninguna de ellas, sino porque se sitúa en un plano superior.
   Las expresiones usadas en el evangelio ponen de manifiesto el valor
absoluto de lo que se elige cuando se opta por Cristo y la radicalidad de las
exigencias que implica tal opción.
   La serie de antítesis concluye siempre con un "no es digno de mí" y acaba
con una paradoja sobre el perder-ganar la vida. Con ella se llega al límite
de la radicalidad. Será necesario que el discípulo de Jesús haya comprendido
y aceptado mediante la fe que sólo El es "la vida" (Jn 14,6), para poder
poner la suya en juego en el cumplimiento de su misión, estando seguro de
recuperarla.
   La importancia de la acogida del apóstol en que se centra la segunda
parte del evangelio, viene preparada en la liturgia de la Palabra por el
episodio de la vida de Eliseo narrado en la 1ª. lectura. En ella podemos ver
un comentario al dicho: "El que recibe un profeta porque es profeta, tendrá 
paga de profeta". En cierto modo también la 2ª. lectura nos introduce en esta
segunda parte del evangelio al exponer los beneficios que proporciona la
acción del apóstol: el bautismo y la nueva vida en Cristo.
   La acogida del apóstol en su calidad de enviado desvela el misterio de su
misión. En realidad, es al mismo Cristo a quien se acoge al recibir al
apóstol, al profeta, al pequeño, a cualquiera que se presenta en nombre de
Cristo. Es más, hay un segundo grado en el envío que pone de manifiesto
también el misterio de Cristo. La acogida del apóstol lleva consigo la del
Padre, que es quien ha enviado a Jesús. La concatenación de las misiones deja
bien a las claras nuevamente la importancia para el apóstol de su referencia
a la persona de Jesús.
   Evidentemente la hospitalidad tiene dos planos unidos entre sí: la
acogida de la persona del apóstol, sobre la que Jesús había insistido
precedentemente (Mt 10,12-14), y la escucha del mensaje de salvación de que
es portador.

                              Acoger a Jesús

   Fue la experiencia fundamental de María y José en Nazaret. El mensaje del
evangelio sobre la acogida nos lleva a aquellos momentos primeros de la
existencia de Jesús en los que fue acogido al venir a este mundo.
   Jesús fue acogido en primer lugar como enviado de Dios. El evangelio así
nos lo da a entender de forma plástica pues primero se anuncia la venida y
luego llega el enviado. La anunciación es para María y José el momento clave
de la acogida. Las palabras del Ángel, mensajero divino, les dan a entender
que tras el nacimiento próximo que se anuncia existe un gran misterio. A
María se le dice: "Concebirás un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande y será llamado Hijo del Altísimo" (Lc 1,31-32). Y a José: "la criatura
que ha concebido viene del Espíritu Santo" (Mt 1,20).
   La fe de María y de José fue entonces la misma que Jesús pide para acoger
a quien se presenta en su nombre, pues Él mismo añade: "Quien me acoge a mí,
acoge a quien me ha enviado". La acogida dispensada por María y José al Hijo
de Dios, se sitúa, sin embargo, en ese primer estadio en el que, en la cadena
de envíos, Jesús ha sido mandado por el Padre pero El no ha enviado aún a sus
apóstoles. Por eso la fe de María y de José, que les lleva a acoger con amor
total al enviado del Padre, es el paradigma de la otra acogida, la que se
debe dispensar a los enviados de Jesús que son los apóstoles.
   En el evangelio se invita, en efecto, a dar los dos pasos: recibir en el
apóstol a Jesús y en Éste al Padre que lo envía. La función de María y de
José queda así situada en el centro del misterio de la salvación que consiste
en el envío de Jesús efectuado por el Padre en un momento determinado de la
historia, envío que se prolonga a lo largo de los tiempos a través de la
Iglesia.
   Jesús es acogido en Nazaret como enviado de Dios y es también acogido
como "pequeño". Es el otro aspecto subrayado por el evangelio de hoy. Puede
ser conmovedor contemplarlo en su desvalimiento inicial de niño recién
nacido, de pequeño necesitado de todos los cuidados. El "sacramento" del
pobre, del pequeño, del necesitado, fue vivido por Jesús también en primera
persona. Y fue acogido por María y José en toda su realidad de fe y
compromiso. Sus cuidados, hasta los más delicados y sencillos en Belén, en
Egipto, en Nazaret... deben ser una inspiración constante para quienes en el
hoy de la historia han de esforzarse por descubrir el rostro de Jesús en los
pobres y pequeños.
   El Documento de Puebla lo ha recordado a toda la Iglesia actual con
especial intensidad: "La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere
en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los
rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela" (n.
31). La lista que ofrece a continuación el documento mencionado es
impresionante.

Te bendecimos, Señor Jesús,
enviado por el Padre y venido a pedir hospitalidad
en el hogar de María y de José.
Que tu Espíritu Santo nos lleve
a saberte descubrir hoy en tus enviados,
en los pobres y pequeños.
Aumenta nuestra fe y nuestro amor
para que se transformen en capacidad de acogida
y en paciencia para construir cada día
comunidades transparentes y solidarias
donde tu puedas ser reconocido y amado por todos.
Así llegaremos un día también nosotros
a ser huéspedes tuyos;
cuando nos abras las puertas del Reino
para decirnos: "Venid, benditos de mi Padre..."

                                 Enviados

   Existe una relación profunda entre la primera y la segunda parte del
evangelio leído hoy, que ayuda a entender el dinamismo de la vida apostólica:
la unión a Cristo permite que el destinatario de la acción apostólica pueda
reconocerlo y acogerlo en la persona del enviado. El decreto Perfectae
Caritatis lo expresa de esta forma hablando de los religiosos: "Así
impulsados por la caridad que el Espíritu Santo difunde en sus corazones (Cfr
Rom 5,5) viven más y más para Cristo y para su Cuerpo que es la Iglesia (Cfr
Col 1,24). Porque cuanto más fervientemente se unan a Cristo por medio de esa
donación de sí mismos, que abarca la vida entera, más exuberante resultará 
la vida de la Iglesia y más intensamente fecundo su apostolado". (P.C. 1).
   Por eso nunca se insistirá bastante en la unión con Cristo cuando se
trata de colaborar en la obra de la salvación. Todo el esfuerzo de
desprendimiento, que puede llegar hasta las relaciones más profundas, debe
ser visto en esta perspectiva. El radicalismo evangélico tiene como
explicación y razón de ser la unión con Cristo para permitirle actuar a
través de sus enviados.
   El bautismo nos introduce en esa muerte a nosotros mismo ("Hemos muerto
con Cristo", 2ª. lectura) que nos permite entrar en una comunión de vida cada
vez más fuerte con Cristo hasta compartir plenamente su misterio pascual. Es
esa fuerza interior la que debe capacitarnos para ir dando poco a poco lo que
tenemos ("un vaso de agua"). De esa forma Cristo se irá convirtiendo en el
todo de nuestra vida y quienes nos escuchen y reciban podrán reconocerlo en
nosotros.
   Se trata de un ejercicio de transparencia y sencillez que dura toda la
vida porque nuestros defectos y pecados hacen opaca su imagen. Su realización
compromete todas las fuerzas de quien se entrega al apostolado y unifica el
esfuerzo ascético con el esfuerzo apostólico.

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf


sábado, 20 de junio de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XII


21 de junio de 2020 - XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo A

                                       "No tengáis miedo"

-Jer 20,10-13
-Sal 68
-Rom 5,12-15
-Mt 10,26-33

   Mateo 10,26-33

   Dijo Jesús a sus apóstoles:
   -No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue
a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de
noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la
azotea.
   No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.
No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un
par de gorriones por unos cuartos?; y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo
sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la
cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre
vosotros y los gorriones.
   Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su
parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también
lo negaré ante mi Padre del cielo.

Comentario

   El evangelio de este domingo forma parte del discurso llamado de la
misión en el que Jesús, después de haber constatado la falta de obreros para
recoger la mies elige, constituye en autoridad y envía al grupo de los
apóstoles en misión. El pasaje que leemos hoy comprende las recomendaciones
finales a los que son enviados. Recordemos que en el contexto del evangelio
de Mateo, este envío es como un ensayo de lo que el resucitado hará al
despedirse de los apóstoles (Mt 28,28).
   El texto se presenta articulado en tres partes y cada una de ellas tiene
como centro la expresión "no tengáis miedo". Esa expresión asegura la unidad
formal del pasaje y guiará también nuestra reflexión.
   En la primera parte se ofrece como motivo de confianza la fuerza
irresistible del mensaje mismo que tiende a pasar necesariamente del secreto
a su publicación, de lo escondido a lo manifiesto, de las tinieblas a la luz,
de la intimidad de la confidencia a la divulgación. Jesús previene a sus
discípulos contra el miedo de que el mensaje recorra su camino.
   La segunda invitación a no tener miedo viene motivada por la
contraposición entre el poder de los hombres y el poder de Dios. Aquéllos,
si acaso, pueden matar el cuerpo, pero el destino final de las personas está
entre las manos de Dios. Las dificultades del anuncio impondrán al apóstol
una opción entre lo perecedero y lo que vale verdaderamente, como dice
explícitamente el final del evangelio (vv. 32-33).
   La última invitación a no tener miedo viene de una imagen sugestiva: la
comparación entre el valor de un pájaro y el de un apóstol de Cristo. El
argumento "a fortiori" es evidente y sugiere una confianza inmensa en el
Padre, que se preocupa no sólo del destino definitivo del enviado, sino
también de su situación concreta en este mundo.
   Esa invitación a la confianza viene reforzada, porque en el evangelio se
encuentra un eco de la experiencia de Jeremías (1ª. lectura). En su situación
de angustia y aprieto, pone toda su esperanza en el Señor y exclama: "A ti
he encomendado mi causa".
   La 2ª. lectura ofrece un motivo más en la misma línea: la abundancia y
gratuidad del don de la salvación en comparación con la universalidad del
pecado. El apóstol encontrará siempre en esa desproporción entre el perdón
y el pecado, un nuevo impulso para continuar en su misión y para ofrecer a
todos la salvación obtenida por Cristo.

                             Salió de Nazaret

   El conjunto de consejos y recomendaciones que Jesús da a sus apóstoles,
que componen el discurso de la misión, nos llevan, si queremos leer el
evangelio a la luz de Nazaret, a pensar en la experiencia personal del mismo
Jesús.
   Los versículos que preceden al pasaje leído hoy así lo sugieren: "Un
discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo... Y si al
cabeza de familia lo han llamado Belcebú ¡Cuánto más a los de su casa!".
   Un día Jesús dio el paso de salir a la luz, de dejar la vida familiar y
privada para ponerse a predicar y descubrir lo que estaba escondido, diciendo
a plena luz lo que hasta entonces quizá sólo había susurrado al oído.
   El sabía por propia experiencia que ese paso no se da sin dificultad. Los
comentaristas del evangelio descubren sutilmente en las palabras que el
evangelista pone en boca de Jesús sobre las dificultades y persecuciones que
encontrarán los apóstoles, un reflejo de la situación en que el texto se
escribía: la tensión y los momentos de abierta persecución de los judíos
contra las primeras comunidades cristianas (Cfr. Mt 10,23). Sin desatender
ese aspecto, podemos ver también todo el peso que tiene la experiencia
personal de Jesús.
   Los profetas han sido siempre hombres de contradicción. Muchas veces han
tenido que vencer en primer lugar la resistencia que ofrecía su propia
persona a la misión recibida, para después enfrentarse a las dificultades
provenientes de los destinatarios de su mensaje. Tal es el caso de Jeremías,
a quien en la primera ocasión que Dios le habla es para decirle: "No digas
que eres un muchacho", porque donde yo te envíe irás, lo que te mande lo dirás.
No les tengas miedo que yo estoy contigo para librarte, oráculo del Señor"
(Jer 1,7-8). La 1ª. lectura de la misa de hoy abunda en ese mismo sentido.
   Jesús, el profeta por excelencia, también fue desde el principio "signo
de contradicción" (Lc 2,34). Ciertamente en su caso se da una perfecta
armonía entre la persona y su mensaje, pero tuvo que soportar la
incomprensión de sus familiares y la resistencia de aquellos a quienes
estaban destinadas sus palabras que discuten su autoridad y lo rechazan (Cfr
Lc 20,1-19).
   La salida de Nazaret hubo de suponer para Jesús el gozo de proclamar a
todos el mensaje que llevaba dentro y al mismo tiempo la incertidumbre de la
respuesta por parte de quienes lo oían con la variedad de actitudes que se
describen por ejemplo en la parábola del sembrador.
   Para Jesús, mensajero del Padre, la salida de Nazaret no era sólo memoria
y expresión de la misión recibida al venir a este mundo, sino experiencia
concreta que le autorizaba a dar consejos a sus enviados.

Te bendecimos, Señor Jesús,
que has experimentado tú mismo el "favor del Padre"(Lc 2,40)
y la alegría y dificultad de anunciar su mensaje.
Te bendecimos porque para cumplir tu misión
has entregado tu vida por nosotros
y ahora estás junto al Padre
para ponerte a favor de quienes vencen el miedo en sí mismos
y se declaran testigos tuyos.
Danos la fuerza del Espíritu Santo
para saber llevar tu mensaje
a los lugares donde vivimos
y a las personas a las que somos enviados.

                                 El envío

   El envío que Jesús hace de sus apóstoles es el tipo de todos los otros
que se hacen en la Iglesia, grandes o pequeños. Leyendo por entero el
discurso de la misión se percibe perfectamente que en el centro está la
preocupación por la persona del apóstol, su preparación, su formación.
   Jesús pone como piedra fundamental de esa preparación la confianza total
en el Padre y en las posibilidades de crecimiento y expansión que tiene el
mensaje por sí mismo. Esa confianza y seguridad de que en último término hay
alguien que está con el enviado y responde por él, es esencial para moverse
con libertad. Es lo que hacía exclamar a S. Pablo: "¿Si Dios está con
nosotros, quien estará contra nosotros?" (Rom 8,13). Y en otra ocasión: "Sé
en quién he puesto mi confianza" (2Tim 1,12).
   En la actualidad, cada vez es más clara la conciencia de que todos los
cristianos somos responsables de la misión apostólica. En verdad, el
imperativo de Jesús: "Id y predicad el evangelio" mantiene siempre vivo su
valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la
actual situación, no sólo del mundo, sino de tantas partes de la Iglesia,
exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida
y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona, y ninguno puede
escamotear su propia respuesta: "Ay de mí si no predicara el evangelio" (1Co
9,16)" (Ch. L. 33).
   En cuanto llamado a repetir la experiencia de Jesús y de los apóstoles,
el cristiano, lleno de confianza en quien lo envía y acompaña, debe abrir los
ojos a la realidad del mundo secularizado en el que se encuentra y contar,
ya de entrada, con la indiferencia y oposición a su mensaje y la oposición
a su persona. Por eso deberá repetir frecuentemente en su interior las
palabras del Maestro: "No les tengáis miedo..."
   Las actitudes negativas, las reacciones incluso violentas, no pueden
doblegar la fuerza y libertad de quien se siente sostenido por el Señor. La
consideración de las dificultades, anunciadas o ya experimentadas, no deben
desanimar al apóstol. Deben ser, por el contrario, una invitación a hacerse
más fuerte en el Señor. La experiencia de la iglesia muestra que en las
circunstancias adversas se han producido los más hermosos testimonios.

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

sábado, 13 de junio de 2020

Ciclo A - Cuerpo y Sangre


14 de junio de 2020 - SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO - Ciclo A

                                                 "El pan vivo"

   Deuteronomio 8,2-3. 14b-16a

   Habló Moisés al pueblo y dijo:
   -Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos
cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y cono-
cer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote
pasar hambre y después te alimentó con el maná --que tú no conocías ni cono-
cieron tus padres-- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu
Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel
desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una
gota de agua; que sacó agua para ti de une roca de pedernal; que te alimentó
en el desierto con un maná que no conocían tus padres.

   I Corintios 10,16-17

   Hermanos: El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo
de Cristo?
   El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

   Juan 6,51-59

   Dijo Jesús a los judíos:
   -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
   Disputaban entonces los judíos entre sí:
   -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
   Entonces Jesús les dijo:  
   -Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
   Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
   El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
   El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que me come vivirá por mí.
   Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
                      
Comentario

   Dentro de la riqueza inmensa de significados que tiene la fiesta de hoy,
la liturgia mediante las lecturas y preces, se fija sobre todo en la pre-
sencia "verdadera" de Cristo en la eucaristía y en la comunión vital con Él
a la que los creyentes están llamados. En los otros ciclos litúrgicos se
insiste más en la eucaristía como memorial de la nueva alianza (ciclo B) y
en los compromisos que implica la comunión de vida con Cristo (ciclo C).
   El texto del evangelio, tomado de la parte final del discurso en la
sinagoga de Cafarnaún, acentúa el significado eucarístico de toda la
explicación dada por Jesús al milagro de la multiplicación de los panes.
   Jesús se presenta como el verdadero pan venido del cielo, en contraste
con el maná que los israelitas habían comido en el desierto. Por eso la
liturgia explicita el primer término de la comparación con la 1ª. lectura,
sacada del Deuteronomio. En ella, cuando ya el pueblo se encontraba bien
afincado en su tierra, el autor sagrado recuerda a sus contemporáneos el
tiempo del desierto: tiempo de prueba y dificultad, pero también tiempo de
fidelidad y de dependencia total (incluso para la comida diaria) de quien
había sacado al pueblo de Egipto. La alternancia prueba-don pone de
manifiesto la pedagogía divina que quiere conocer las profundidades del
corazón humano y al mismo tiempo se ofrece como única alternativa a la
tentación de la tierra.
   En el texto del Nuevo Testamento se dejan de lado muchas conotaciones del
episodio del maná para seleccionar los dos significados que más interesan:
el maná era un alimento perecedero (sólo duraba un día) y quienes lo
comieron, murieron antes de entrar en la tierra prometida.
   Por contraste, Jesús se presenta como el pan vivo y asegura la vida para
siempre a quienes se nutran de Él.
   Lo sorprendente, para quienes escuchaban a Jesús en sentido negativo, y
positivo para quien tiene fe, es que la expresión "dar el pan" se transforma
a lo largo del discurso en "ser el pan". Esto lleva a una interpretación
sacramental de todo el pasaje. De modo que ese nuevo pan vivo puede ser
también comido. El texto original acentúa incluso la materialidad del acto
de comer. En el se saborea el nuevo manjar que es la carne y la sangre del
Hijo del Hombre. La "carne y la sangre" significa la totalidad de la persona
entregada como alimento. Es esa disponibilidad y entrega la que permite a los
comensales entrar en esa comunión profunda con Jesús que les asegura la vida
eterna.
   La 2ª. lectura subraya ulteriormente esa dimensión de comunión que se
produce también con los demás al compartir el mismo pan.

                         Sacramento y encarnación

   "Lo que era visible en nuestro Salvador, dice S. León Magno, ha pasado a
sus misterios". Y S. Gregorio: "Lo que era visible en Cristo pasó a los
sacramentos de la Iglesia".
   En la historia de la salvación hay una progresión según la cual la
presencia de Dios se hace cada vez más tangible en medio de su pueblo. En esa
línea el punto culminante es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo. El Verbo se hace carne, se hace "imagen
visible del Dios invisible" (Col 1,15), "reflejo de su gloria e impronta de
su ser"(Heb 1,3). La venida de Dios en Jesucristo inaugura la etapa
sacramental de la historia de la salvación. Podemos decir, en efecto, que
Jesús es el "sacramento" del Padre. Lo visible es signo de lo invisible, lo
material se convierte en signo de lo espiritual; se abre así un nuevo camino
de acceso a Dios a quien "nadie ha visto jamás" (Jn 1,18).
   Es fundamental el paso de la encarnación para la economía sacramental. Si
bien es cierto que a través de los sacramentos Cristo se hace presente en
virtud de la fuerza salvadora del misterio pascual, la encarnación se
presenta como la condición indispensable y el paso previo para llegar a la
donación sacramental. El paso del signo-cuerpo humano de Jesús al "signo-pan
y vino", como se presenta en el sacramento, representa una continuidad que,
en la oscuridad de la fe, explica de algún modo la dinámica de la acción sal-
vadora de Dios.
   Podemos decir incluso que la presencia de Cristo en los signos
sacramentales de la Iglesia pone de manifiesto la irremediable limitación y
provisionalidad de la encarnación, en cuanto el cuerpo de Jesús estaba
sometido a las mismas coordenadas de tiempo y de lugar que todos los demás.
En comparación con la amplitud de los tiempos, de las generaciones y
generaciones a las que está destinada la salvación, el número de los que
pudieron "ver y tocar" el signo-cuerpo es ciertamente reducido, casi
insignificante. Por esto, de algún modo, la encarnación reclamaba una forma
de presencia que rompiera los límites del espacio y del tiempo permaneciendo
inmutable la estructura sacramental. Es lo que se realiza en todos los sacra-
mentos y de modo especial en la eucaristía.
   La meditación de la encarnación nos ayuda así a dar el paso de la fe que
requiere toda sacramentalidad. Así como en el hombre Jesús de Nazaret vemos
la presencia de Cristo Hijo de Dios, del mismo modo en la humildad del pan,
del vino, del aceite y de los demás signos hemos de ver su misma presencia
actuante y salvadora. La fe debe llevarnos a exclamar con el apóstol: "Es el
Señor" (Jn 21,7).

Señor Jesús, que te has hecho hombre y te has hecho pan,
queremos, con la fuerza del Espíritu Santo,
saber acogerte en nuestra vida
para que se despliegue toda la vitalidad
que has puesto en el sacramento.
Comiendo tu carne y bebiendo tu sangre
queremos asimilar tu forma de vida
para que la nuestra se vaya transformado
a la luz del evangelio
de manera que, reunidos en la misma mesa,
estemos también unidos en la vida
y caminemos con todos los hombres
hacia el banquete del Reino.

                            Vivir el sacramento

   Participar en la Eucaristía significa en primer lugar hacer memoria de un
pasado, el pasado de las maravillas de Dios que culminan en la muerte y
resurrección de Cristo. Ser conscientes de esa dimensión histórica comporta
una gran confianza, pues la eficacia del sacramento está garantizada por el
misterio pascual que ya se ha cumplido y con el que entramos en comunión por
la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Nuestra vida cristiana se presenta
así como una progresiva incorporación al Cristo viviente y operante
a través de los siglos.
   Vivir el sacramento implica el "comer" y el "beber", es decir, realizar
los actos concretos que comporta la acción sacramental, la cual necesita de
la colaboración humana para llegar a su término. Y estos gestos no se cumplen
en solitario, sino en solidaridad con quienes comparten la misma fe.
   La donación de Cristo que se hizo posible gracias a la encarnación y la
institución del sacramento, es también el camino indicado para que el signo
se cumpla en el creyente. Movido por la fuerza del Espíritu, debe encontrar
el modo concreto de "dejarse comer" en la celebración y en la vida para poder
hacerse de Cristo y de todos.
   El papel del Espíritu Santo en la encarnación y en la eucaristía como
creador de vida y de comunión, debería llevarnos a ponernos a su disposición
para que realice la transformación que nuestra vida necesita y para que así
el sacramento produzca su efecto para gloria de Dios Padre.
   Viviendo así repetidamente el signo sacramental, aprenderemos a vivir los
otros signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo en
nuestra vida y en nuestra historia. Todos esos signos nos llevarán a su
manera a la eucaristía, de mismo modo que ésta afinará nuestra percepción y
nos dará nuevas fuerzas para entrar en ellos y transformar el mundo.

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf