15
de septiembre de 2013 -
XXIV
DOMINGO
DEL
TIEMPO
ORDINARIO
–
Ciclo
C
"Su
padre
lo
vio
de
lejos
y
se
enterneció"
Lucas
15,1-32
En
aquel
tiempo,
se
acercaban
a
Jesús
los
publicanos
y
los
pecadores
a
escucharle.
Y
los
fariseos
y
los
letrados
murmuraban
entre
ellos:
Este
acoge
a
los
pecadores
y
come
con
ellos..
Jesús
les
dijo
esta
parábola:
-
Si
uno
de
vosotros
tiene
cien
ovejas
y
se
le
pierde
una,
¿no
deja
las
noventa
y
nueve
en
el
campo
y
va
tras
la
descarriada,
hasta
que
la
encuentra?
Y
cuando
la
encuentra,
se
la
carga
sobre
los
hombros,
muy
contento,
y
al
llegar
a
casa,
reúne
a
los
amigos
y
a
los
vecinos
para
decirles:
¡Felicitadme!,
he
encontrado
la
oveja
que
se
me
había
perdido.
Os
digo
que
así
también
habrá
más
alegría
en
el
cielo
por
un
solo
pecador
que
se
convierta,
que
por
noventa
y
nueve
justos
que
no
necesitan
convertirse.
Y
si
una
mujer
tiene
diez
monedas
y
se
le
pierde
una,
¿no
enciende
una
lámpara
y
barre
la
casa
y
busca
con
cuidado,
hasta
que
la
encuentra?
Y
cuando
la
encuentra,
reúne
a
las
vecinas
paras
decirles:
-
¡Felicitadme!,
he
encontrado
la
moneda
que
se
me
había
perdido.
Os
digo
que
la
misma
alegría
habrá
entre
los
ángeles
de
Dios
por
un
solo
pecador
que
se
convierta.
También
les
dijo:
-
Un
hombre
tenía
dos
hijos;
el
menor
de
ellos
dijo
a
su
padre:
-
Padre,
dame
la
parte
que
me
toca
de
la
fortuna.
El
padre
les
repartió
los
bienes.
No
muchos
días
después,
el
hijo
menor,
juntando
todo
lo
suyo
emigró
a
un
país
lejano,
y
allí
derrochó
su
fortuna
viviendo
perdidamente.
Cuando
lo
había
gastado
todo,
vino
por
aquella
tierra
un
hambre
terrible,
y
empezó
él
a
pasar
necesidad.
Fue
entonces
y
tanto
le
insistió
a
un
habitante
de
aquel
país,
que
le
mandó
a
sus
campos
a
guardar
cerdos.
Le
entraban
ganas
de
llenarse
el
estómago
de
las
algarrobas
que
comían
los
cerdos,
y
nadie
le
daba
de
comer.
Recapitulando
entonces
se
dijo:
-
Cuántos
jornaleros
de
mi
padre
tienen
abundancia
de
pan,
mientras
yo
aquí
me
muero
de
hambre.
Me
pondré
en
camino
adonde
está
mi
padre
y
le
diré:
"Padre,
he
pecado
contra
el
cielo
y
contra
ti;
ya
no
merezco
llamarme
hijo
tuyo;
trátame
como
a
uno
de
tus
jornaleros".
Se
puso
en
camino
adonde
estaba
su
padre:
cuando
todavía
estaba
lejos,
su
padre
lo
vio
y
se
conmovió,
y
echando
a
correr,
se
le
echó
al
cuello,
y
se
puso
besarlo.
Su
hijo
le
dijo:
-
Padre,
he
pecado
contra
el
cielo
y
contra
ti;
ya
no
merezco
llamarme
hijo
tuyo.
Pero
el
padre
dijo
a
sus
criados:
-
Sacad
en
seguida
el
mejor
traje,
y
vestidlo,
ponedle
un
anillo
en
la
mano
y
sandalias
en
los
pies;
traed
el
ternero
cebado
y
matadlo;
celebremos
un
banquete,
porque
este
hijo
mío
estaba
muerto
y
ha
revivido;
estaba
perdido,
y
lo
hemos
encontrado.
Y
empezaron
el
banquete.
Su
hijo
mayor
estaba
en
el
campo.
Cuando
al
volver
se
acercaba
a
casa,
oyó
la
música
y
el
baile,
y
llamando
a
uno
de
los
mozos,
le
preguntó
qué
pasaba.
Este
le
contestó:
-
Ha
vuelto
tu
hermano,
y
tu
padre
ha
matado
el
ternero
cebado,
porque
lo
ha
recobrado
con
salud.
El
se
indignó
y
se
negaba
a
entrar;
pero
su
padre
salió
e
intentaba
persuadirlo.
Y
él
replicó
a
su
padre:
-
Mira:
en
tantos
años
como
te
sirvo,
sin
desobedecer
nunca
una
orden
tuya,
a
mí
nunca
me
has
dado
un
cabrito
para
tener
un
banquete
con
mis
amigos,
y
cuando
ha
venido
ese
hijo
tuyo
que
se
ha
comido
tus
bienes
con
malas
mujeres,
le
matas
el
ternero
cebado.
El
padre
le
dijo:
-
Hijo,
tú
estás
siempre
conmigo,
y
todo
lo
mío
es
tuyo:
deberías
alegrarte,
porque
este
hermano
tuyo
estaba
muerto
y
ha
revivido,
estaba
perdido,
y
lo
hemos
encontrado.
Comentario
El
tema
de
la
misericordia
de
Dios
encuentra
su
punto
culminante
en
el
cap.
15
del
evangelio
de
S.
Lucas,
que
leemos
hoy.
Se
compone
este
capítulo
de
una
pequeña
introducción
y
de
tres
parábolas.
La
introducción
alude
a
la
costumbre
de
Jesús
de
"acoger
a
pecadores
y
descreídos"
que
"solían
acercarse
en
masa"
y
a
la
crítica
que
los
fariseos
y
los
letrados
hacen
de
tal
conducta.
Podemos
decir
que
las
tres
parábolas
son
el
mejor
comentario
a
este
modo
de
proceder
de
Jesús,
en
quien
"nos
ha
visitado
la
entrañable
mise-
ricordia
de
nuestro
Dios"
Lc
1,78.
Las
parábolas
de
la
oveja
y
de
la
moneda
perdidas,
ponen
de
manifiesto
el
amor
de
Dios
hacia
el
pecador
y
su
alegría
por
la
conversión
de
quien
está
perdido.
Amor
de
Dios
que
es
activo,
inquieto,
ansioso,
que
no
espera
sino
que
busca
y
va
al
encuentro;
alegría
que
desborda
sobre
los
demás.
En
la
tercera
parábola
destaca
la
figura
del
padre.
Es
la
parábola
del
padre.
El
padre
de
la
parábola,
que
es
la
imagen
más
perfecta
de
Dios,
respeta
la
libertad
de
sus
hijos,
actúa
siempre
movido
por
el
amor
a
sus
hijos.
Al
menor,
lo
espera,
va
a
su
encuentro,
lo
abraza
y
lo
besa,
lo
perdona,
no
se
detiene
a
escuchar
sus
excusas,
lo
trata
como
a
un
huésped
de
honor,
lo
devuelve
a
su
dignidad
de
hijo.
Al
hijo
mayor,
lo
llama
también
hijo,
aunque
éste
nunca
lo
llame
padre
y
se
considere
ofendido
por
los
honores
tributados
a
su
hermano.
También
en
esta
parábola
se
destaca
la
alegría
como
elemento
carac-
terizador
de
la
personalidad
del
padre:
"Había
que
hacer
fiesta,
alegrarse".
Nazaret
Nazaret
está
también
presente
en
este
capítulo
del
evangelio.
Cabe
suponer
que
la
atenta
observación
de
Jesús
durante
su
vida
en
Nazaret
proporcionó
los
elementos
necesarios
para
construir
estas
parábolas.
Allí
vería
muchas
veces
el
comportamiento
de
los
pastores,
de
las
amas
de
casa,
de
los
padres
de
familia...
Pero
Nazaret
está
presente
sobre
todo
en
el
centro
del
mensaje
que
transmiten
estas
parábolas:
Dios
ha
salido
al
encuentro
del
hombre
pecador
en
Cristo
Jesús.
De
este
modo
en
Cristo
y
por
Cristo,
se
hace
también
particularmente
visible
Dios
en
su
misericordia,
esto
es,
se
pone
de
relieve
el
atributo
de
la
divinidad
que
ya
el
Antiguo
Testamento,
sirviéndose
de
diversos
conceptos
y
términos,
definió
como
"misericordia"
(hesed).
Cristo
confiere
un
significado
definitivo
a
toda
la
tradición
veterotestamentaria
de
la
mise-
ricordia
divina.
No
sólo
habla
de
ella
usando
semejanzas
y
parábolas,
sino
que
además
Él
mismo
la
encarna
y
personifica.
El
mismo
es,
en
cierto
sentido,
la
misericordia.
A
quien
la
ve
y
la
encuentra
en
Él,
Dios
se
hace
concretamente
"visible"
como
Padre
"rico
de
misericordia"
(Ef
2,4.
Juan
Pablo
II,
Encíclica
"Dives
in
misericordia"
Nº
2).
Así
lo
entendieron
también
María
y
José.
María
en
el
Magnificat
alaba
al
Señor
porque
"su
misericordia
llega
a
sus
fieles
de
generación
en
generación"
(Lc
1,50)
y
porque
"se
ha
recordado
de
la
misericordia
en
favor
de
Abrahán
y
su
descendencia
por
siempre"
Lc
1,54.
Precisamente
su
maternidad
dio
cumplimiento
a
todas
las
promesas
y
mostró
de
forma
definitiva
la
fidelidad
del
Señor.
Vivir
la
misericordia
Vivir
la
misericordia
significa
ante
todo
proclamar
y
cantar
la
misericordia
de
Dios,
como
hizo
María.
Es
aceptar
que
la
fuente
de
la
misericordia
está
en
Él
y
que,
antes
de
ser
una
realidad
de
la
que
nos
beneficiamos,
es
la
característica
que
mejor
lo
cualifica
a
Él.
Es
un
modo
de
ser
de
Dios,
del
que
estamos
contentos
y
orgullosos
nosotros
sus
hijos.
Vivir
la
misericordia
es
acoger
al
Dios
que
nos
busca,
admitir
que
no
somos
inocentes
y
que
tenemos
siempre
necesidad
del
perdón
que
viene
de
Él.
Siempre
debemos
estar
dispuestos
a
dar
testimonio
de
la
misericordia
de
Dios
y
a
presentarnos
como
perdonados,
no
avergonzándonos
de
tener
que
recurrir
siempre
a
Él.
Vivir
la
misericordia
es
"ser
misericordiosos
como
nuestro
Padre
es
misericordioso"
Lc
6,36.
La
misericordia
debe
ser
don
de
Dios
operante
en
nosotros.
Con
la
gracia
del
perdón
hemos
de
pedir
siempre
la
gracia
de
ser
perdonadores
y
"dar
gratuitamente
lo
que
gratuitamente
hemos
recibido"
Mt
10,8.
La
misericordia
es
piedra
fundamental
en
la
construcción
de
la
comu-
nidad
cristiana
y
en
las
relaciones
entre
personas
y
grupos.
No
anula
la
justicia,
sino
que
la
hace
más
profunda
y
más
humana.
Vivir
la
misericordia
"perdonándonos
unos
a
otros
como
el
Señor
nos
ha
perdonado"
(Col
3,13),
es
vivir
una
de
las
dimensiones
más
caracterizantes
del
amor
cristiano,
que
"disculpa
siempre"
(ICo
13,7),
y
situarse
en
el
corazón
mismo
del
evangelio
que
proclama
la
buena
nueva
del
amor
de
Dios
y
bienaventurados
a
los
misericordiosos.
(Mt
5,7).
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