10
de noviembre de 2013 - XXXII
DOMINGO
DEL
TIEMPO
ORDINARIO –
Ciclo C
"Serán
hijos de Dios"
Lucas
20,27-38
En
aquel
tiempo
se
acercaron
a
Jesús
unos
saduceos,
que
niegan
la
resurrección
de
los
muertos,
y
le
preguntaron:
-
Maestro,
Moisés
nos
dejó
escrito:
"Si
a
uno
se
le
muere
su
hermano,
dejando
mujer,
pero
sin
hijos,
cásese
con
la
viuda
y
dé
descendencia
a
su
hermano".
Pues
bien,
había
siete
hermanos:
el
primero
se
casó
y
murió
sin
hijos.
Y
el
segundo
y
el
tercero
se
casaron
con
ella,
y
así
los
siete
murieron
sin
dejar
hijos.
Por
último
murió
la
mujer.
Cuando
llegue
la
resurrección
de
los
muertos,
¿de
cuál
de
ellos
será
la
mujer?
Porque
los
siete
han estado casados con ella.
Jesús
les
contestó:
-
En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados
dignos
de
la
vida
futura
y
de
la
resurrección
de
entre
los
muertos
no
se
casarán.
Pues
ya
no
pueden
morir,
son
como
ángeles;
son
hijos
de
Dios,
porque
participan
de
la
resurrección.
Y
que
resucitan
los
muertos,
el
mismo
Moisés
lo
indica
en
el
episodio
de
la
zarza,
cuando
llama
al
Señor
"Dios
de
abrahán,
Dios
de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos,
porque
para
Él
todos
están
vivos.
Comentario
En
el
evangelio
de
hoy
los
saduceos
("que
negaban
la
resurrección")
proponen
a
Jesús
una
pregunta
insidiosa.
Su
finalidad
parece
ser
tanto
la
de
ridiculizar
la
concepción
que
los
fariseos
tenían
de
la
vida
del
más
allá
como
la
de
poner
en
dificultad
a
Jesús
y
así
desacreditar
su
enseñanza.
Jesús
deja
de
lado
los
aspectos
más
o
menos
grotescos
de
la
pregunta
y
va directamente al punto clave: el hombre no termina con la muerte,
Dios
es
un
Dios
de
vivos,
la
condición
de
vida
actual
es
transitoria
con
respecto
a
la
vida
futura.
Citando
las
palabras
del
Exodo
(3,6),
Jesús
refuta
a
los
saduceos
en
su
propio
terreno,
pues
ellos
sólo
admitían
los
libros
del
Pentateuco,
en
cuanto
solo
esos
eran
considerados
escritos
por
Moisés.
No
responde,
pues,
a
la
pequeña
pregunta
suscitada,
sino
a
la
gran
cuestión
de
la
resurrección
de
los
muertos
dentro
de
la
cual
se
resuelve
también
lo
que
le
han preguntado.
Las
palabras
de
Jesús
dejan
entrever
algunos
detalles
de
la
condición
del
hombre
en
la
vida
futura:
"no
se
casarán",
serán
"como
los
ángeles",
"no
pueden
morir",
"serán
hijos
de
Dios".
Es
difícil
establecer
nexos
de
cau-
salidad
entre esas proposiciones. De hecho las traducciones muestran grandes
divergencias.
La
explicación
más
correcta
parece
ser
el
decir
que
la
razón
de
todo
está
en
las
palabras
que
siguen
al
texto:
"Dios
es
un
Dios
de
vivos".
El
es el viviente y fuente de toda vida, por eso "los que sean
dignos de la
resurrección"
serán
en
plenitud
hijos
de
Dios,
no
morirán,
no
se
casarán,
serán
como
los
ángeles.
Con
su
muerte
y
resurrección
Jesús
dará
la
prueba
definitiva
de
la
verdad
de
sus
enseñanzas.
Jesús
es
el
primogénito
de
los
que
resucitan
de
entre
los
muertos
(Col
1,18),
el
primogénito
de
una
multitud
de
hermanos
(Rm
8,29).
La
vida
de
Nazaret
En
Nazaret
empezó
ya
a
vivirse
la
novedad
del
Reino
de
los
cielos.
Una
de
sus
características
más
relevantes
es
la
virginidad:
"no
se
casarán".
En
el
momento
del
anuncio
del
nacimiento
del
Mesías,
descubrimos
que
María
había
hecho
propósito
de
permanecer
virgen:
"no
conozco
varón"
Lc
1,34.
El
relativo
anacronismo
del
propósito
de
la
virginidad
pone
aún
más
de
relieve
la
novedad
de
los
tiempos
mesiánicos.
Poco
después
esa
planta
nacería
con
fuerza en la Iglesia.
La
concepción
virginal
del
Mesías
-tan
alejada
de
los
mitos
paganos
del
mismo
género-
es
un
signo
claro
tanto
de
la
trascendencia
de
Cristo
como
de
la
realidad
de
la
encarnación.
Pero
muestra
también
cómo
Dios
es
el
único
autor
de
la
vida
nueva.
La
concepción
virginal
de
Jesús
es
también
una
nueva
creación.
José
no
es
el
padre
biológico
de
Jesús,
ni
se
trata
tampoco
de
una
generación
en
sentido
biológico
por
parte
de
Dios.
María
y
José,
unidos
en
matrimonio,
vivieron
en
Nazaret
la
novedad
de
la
virginidad, no como una carencia, sino como una sobreabundancia de
vida.
Dios,
autor
de
la
vida,
había
intervenido
en
María
en
un
modo
maravilloso.
Ella,
la
llena
de
gracia,
había
sido
colmada
por
la
acción
y
el
poder
del
Espíritu
Santo.
Como
sucedió
con
el
arca
de
la
alianza
cuando
"la
gloria
del
Señor
llenó
el
santuario
y
Moisés
no
pudo
entrar
en
la
tienda
del
encuentro
porque
la
nube
se
había
posado
sobre
ella
y
la
gloria
del
Señor
llenaba
el
santuario"
Ex 40,34-45.
El
amor
de
María
y
José
estuvo
al
servicio
de
la
llegada
del
Reino
de
Dios
a
la
tierra,
por
eso,
aunque
casados,
son
también
perfecto
modelo
de
"quienes
se hacen eunucos por el reino de Dios" Mt 19,12, anticipando
como
signo
lo
que
será
la
condición
de
todos
en
la
otra
vida.
Nuestra
vida
En
un
mundo
de
ideologías
inmanentistas
y
sumido
en
algunas
partes
en
la
civilización
del
consumo,
el
cristiano,
todo
cristiano,
está
llamado
a
dar
testimonio
de la vida futura. Su fe proclama que si esta vida tiene un
sentido
es
en
función
de
un
futuro
trascendente.
Y
ese
futuro
no
falla
porque
no
está
garantizado
por
la
afirmación
de
una
teoría
o
por
el
esfuerzo
de
los
hombres,
sino
por
el
mismo
Dios,
que
ha
resucitado
a
Jesús.
El
testimonio
de
la
vida
futura,
de
la
trascendencia,
no
es
negación
de
lo que ahora vivimos, ni de las tareas mundanas, al contrario, es
darlas
todo
su
valor.
Pero
al
mismo
tiempo
la
fe
en
la
otra
vida
relativiza
todo
lo
presente, afirmando que lo definitivo no es el orden de este mundo.
En
esta
línea
de
pensamiento
es
particularmente
significativa
la
opción
por
el
celibato
hecha
por
un
cierto
número
de
cristianos.
Al
igual
que
la
virginidad
de
María
y
de
José,
el
celibato
por
el
reino
de
los
cielos
en
seguimiento
de
Cristo,
tiene
como
motivación
última,
no
la
negación
del
amor,
sino
el
don
de
Dios
y
su
intervención
en
la
historia
personal
de
un
hombre
o
de una mujer para hacerle un signo especial de lo que ser la
plenitud del
Reino.
Quien
opta por el celibato introduce en su amor dos dimensiones propias
de
la otra vida: la inmediatez del amor absoluto a Dios y la
universalidad
del
amor a los hombres. Naturalmente, estas dimensiones se viven en la
fragilidad
de
la
carne
y
con
todo
el
lastre
de
la
debilidad
humana.
Aun
así,
la
Iglesia reconoce un signo muy valioso de los bienes futuros, de la
si-
tuación
final
de
la
historia
humana
cuando
ya
"ni
hombres
ni
mujeres
se
casarán
porque
ya
no
pueden
morir
puesto
que
serán
como
los
ángeles".
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