19
de enero de 2014 - II DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO –
Ciclo A
"Este
es el cordero de Dios"
-Is
49,3.5-6
-Sal
39
-1Co
1,1-3
-Jn
1,29-34
Juan
1,29-34
Al
ver Juan a Jesús que venia hacia él, exclamó:
-Éste
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel
de
quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está por
delante de mí,
porque
existe antes que yo". Yo no lo conocía, pero he salido a
bautizar con
agua,
para que sea manifestado a Israel.
Y
Juan dio testimonio diciendo:
-He
contemplado el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se
posó
sobre Él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con
agua me
dijo:
aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, Ése
es
aquél
que ha de bautizar con Espíritu Santo.
Y
yo lo he visto, y he dado testimonio de que Éste es el Hijo de Dios.
Comentario
La
liturgia nos invita a volver nuevamente nuestra mirada hacia el
acontecimiento
del bautismo de Jesús. Esta vez desde el evangelio de S. Juan,
que
no narra directamente el hecho, pero profundiza en su significado.
En
la celebración eucarística se lee en primer lugar, como el domingo
pasado,
un texto de Isaías sobre la figura del siervo de Yavé. Esta figura
misteriosa,
que tiene a la vez rasgos individuales y colectivos, y anuncia
una
personalidad que llevará consigo el destino y la misión de
todo el pue-
blo,
nos habla ya a su modo de Jesús. Será Él quien llevará
a cabo, como un
nuevo
Moisés, el éxodo definitivo del nuevo pueblo de Dios. El texto de
hoy
subraya
además su misión universal: "Te hago luz de las naciones, para
que
mi
salvación alcance hasta el confín de la tierra" (49,6).
Esta
figura del "siervo" nos ayuda a entender la expresión
central del
evangelio
de hoy. Juan Bautista señalando a Jesús, dice: "Este es el
cordero
de
Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). Recordemos además
que
cuando
se anuncia la "pasión" del siervo de Yavé se lo compara
con un
"cordero
llevado al matadero" (Is 53,7). Es posible que en la expresión
de
Juan
Bautista referida a Jesús haya una alusión a esa mansedumbre. La
alusión
sería
m s explícita si la traducción castellana diera plenamente el
sentido
original
del texto. Sonaría así: "... el cordero de Dios que quita el
pecado
del
mundo cargándolo sobre sí". Estaría de este modo más cerca
de Is 53,11:
"Mi
siervo justificará a muchos porque cargará con los crímenes de
ellos".
Pero
hay también en la figura del "cordero" una referencia a la
víctima
de
la Pascua. Los evangelistas en la narración de la última cena y de
la
pasión
de Jesús multiplican las alusiones al cordero inmolado, signo de la
liberación
nueva y definitiva traída por Cristo.
Y
hay una tercera pista de reflexión por donde entender la exclamación
de
Juan
Bautista. En el ámbito apocalíptico (recordemos que tanto Juan
Bautista
como
Juan el evangelista se movían en ese ambiente) el "cordero",
manso y
desarmado,
tiene una fuerza misteriosa capaz de imponerse a sus adversarios
(Cfr.
Ap. 14,10; 17,14) En este caso hay que notar que no se trata de una
victoria
sobre los enemigos, sino sobre el mal, sobre el pecado del mundo,
y
no destruyéndolo, sino cargando con él.
El
testimonio de Juan Bautista, culmen de su misión profética,
consiste
precisamente
en identificar a Jesús, en reconocerlo y mostrarlo a los demás.
Pero
ese testimonio sólo puede darse en virtud de la acción del Espíritu
Santo.
Juan confiesa, en efecto que "no lo conocía", como para
indicar que
el
reconocimiento de la verdadera identidad de Jesús es fruto de una
revela-
ción
que se acoge mediante la fe.
"Éste
es"
El
valor del testimonio de Juan Bautista está en el hecho de haber
descubierto
bajo la apariencia humilde de un hombre cualquiera, que se pone
en
la fila de los pecadores y se somete a un bautismo de agua, al
cordero de
Dios,
al Hijo de Dios. "Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar
con agua
para
que se manifieste a Israel" (Jn 1,31).
Como
en muchos otros casos de la historia de la salvación, se produce
aquí
la paradoja de la revelación: Dios se manifiesta a la vez que
esconde
su
gloria en la figura de uno que se presenta sin ninguna apariencia
externa,
como
uno de los muchos que acudían a escuchar al profeta y a ser
bautizados
por
él. Esa paradoja llegará a su extremo en la cruz, donde la gloria
de Dios
se
manifestará precisamente en el extremo fracaso.
En
esa misma clave están escritos los evangelios de la infancia de
Cristo:
la gloria de Dios se manifiesta en la pobreza y en la humildad. La
serie
de teofanías (= manifestaciones de Dios) de los primeros años de la
vida
de Jesús en el evangelio de Lucas va puntualmente acompañada de
otros
tantos
subrayados que ponen de relieve la pobreza y humildad de las
condiciones
en que se producen. Veamos algunas.
Como
lugar donde es anunciada la venida del Hijo del Altísimo es escogido
Nazaret,
pueblo desconocido; a una virgen, llena de gracia, que se reconoce
"sierva";
cuando nace Jesús la gloria de Dios resplandece sobre unos
pastores.
En la presentación en el templo de quien es proclamado "Santo"
y
"Salvador",
luz y gloria del pueblo, se hace sólo la ofrenda propia de los
pobres.
A la afirmación insólita de Jesús de que debe estar en la casa de
su
Padre,
sigue la humilde sumisión a sus padres y el descenso a Nazaret.
María
rubrica
en su canto esa paradoja constante de Dios en su modo de obrar:
"Derriba
del trono a los poderosos y exalta a los humildes; a los hambrientos
los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos" (Lc 1,52).
No
son, pues, las apariencias externas las que pueden llevar a la fe
aceptada
y confesada. En el caso de Juan Bautista (igual que para María y
José)
lo que lleva al reconocimiento del Mesías es esa correspondencia
establecida
por la acción de la gracia entre el signo anunciado y lo que se
ve
con los ojos de la carne: "Aquel sobre quien veas bajar el
Espíritu y
posarse
sobre Él, Ése es" (Jn 1,33).
Esa
experiencia inicial del testimonio que arranca de la fe será más
adelante
en la Iglesia una ley permanente. El IV evangelio asocia indisolu-
blemente
el testimonio del Espíritu Santo al de los discípulos de Jesús:
"Cuando
venga el abogado que os voy a enviar yo de parte de mi Padre, Él
será
testigo
en mi causa: también vosotros sois testigos, porque habéis estado
conmigo
desde el principio" (Jn 15,26-27). Al haber visto a Jesús desde
el
principio
debe, pues, asociarse el haber recibido el Espíritu Santo para
poder
dar testimonio de Jesús, para poder decir: "Éste es".
Señor
Jesús, en quien reposa el Espíritu Santo,
tú
eres quien nos ha liberado
cargando
con nuestros pecados.
Te
adoramos en esa unión tan íntima con el Espíritu Santo
que
va mucho más allá
de
lo que nosotros podemos entender y decir,
pero
que sabemos te marca profundamente
y
revela tu identidad.
El
es quien te hace Hijo frente al Padre
y
quien te hace hermano y salvador nuestro.
Te
pedimos ese mismo Espíritu
ya
que eres tú quien bautiza en Él.
Nuestro
bautismo
El
mensaje de la Palabra de Dios nos invita a continuar la reflexión
sobre
nuestro bautismo iniciada el domingo pasado. Señalábamos ya dos
aspectos:
el camino permanente de conversión y la relación entre el bautismo
y
la misión. Veamos hoy algunos otros que nos ayuden a vivir ese hecho
fundacional
de nuestra vida cristiana.
Típica
del IV evangelio es la afirmación de que el Espíritu Santo no sólo
bajó
sobre Jesús en el momento de su bautismo, sino que se posó y se
quedó
en
Él de forma permanente. Esa comunión esencial entre Jesús y el
Espíritu
Santo
nos dice también algo a los que hemos sido bautizados por Él "con
Espíritu
Santo". El bautismo nos marca con el sello indeleble del
Espíritu
Santo
para la vida eterna. Así pues, nuestra vida cristiana no consiste
sólo
en
no hacer nada que pueda contristar al Espíritu que vive en nosotros,
sino
en
dejarnos guiar por Él. "Vosotros, en cambio, no estáis sujetos
a los bajos
instintos,
sino al Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros;
y
si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es cristiano"
(Rom 8,9-10).
El
bautismo hace, pues, también relación al pecado. No sólo en
cuanto,
mediante
él, el pecado original y los pecados personales quedan perdonados,
sino
en cuanto nos configura con "el cordero de Dios que quita el
pecado del
mundo".
Nos compromete así en una lucha permanente contra el mal en nosotros
mismos,
en los demás, en el ambiente en que vivimos.
Dos
son los errores que podemos cometer en esta lucha. Uno consiste en
ignorar
la realidad del pecado aceptando explicaciones ideológicas que
tienden
a camuflarlo o a removerlo del inconsciente colectivo. Queriendo
desdramatizarlo
todo se corre el riesgo de negar en último término el drama
de
la redención del hombre efectuada por Cristo.
El
otro error es pretender luchar desde fuera contra algo que está
dentro
de
nosotros y en los demás. El "cordero de Dios", al que
hemos contemplado
hoy,
señalado por Juan, nos enseña a quitar el pecado del mundo cargando
con
é.
¿Qué puede significar esto en nuestra vida? En primer lugar saber
unir
la
condición del "siervo", capaz de hacerse cercano a quien
peca, a quien es
débil
o se encuentra encasillado en su orgullo. Pero también quizá la
capacidad
de asumir con paz nuestros pecados, emprendiendo una y mil veces
el
camino que pasa por el sacramento de la reconciliación y pone en la
pista
de
una nueva conversión.
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