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de junio de 2014 - SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO –
Ciclo A
"EL PAN VIVO"
Deuteronomio 8,2-3. 14b-16a
Habló Moisés al pueblo y dijo:
-Recuerda el camino que el Señor tu Dios te
ha hecho recorrer estos
cuarenta
años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y cono-
cer
tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote
pasar
hambre y después te alimentó con el maná --que tú no conocías ni cono-
cieron
tus padres-- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de
todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu
Dios,
que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel
desierto
inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una
gota
de agua; que sacó agua para ti de une roca de pedernal; que te alimentó
en
el desierto con un maná que no conocían tus padres.
I Corintios 10,16-17
Hermanos: El cáliz de nuestra Acción de
Gracias, ¿no nos une a todos en
la
sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo
de
Cristo?
El pan es uno, y así nosotros, aunque somos
muchos formamos un solo
cuerpo,
porque comemos todos del mismo pan.
Juan 6,51-59
Dijo Jesús a los judíos:
-Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo:
el que come de este pan
vivirá
para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban entonces los judíos entre sí:
-¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
-Os aseguro que, si no coméis la carne del
Hijo del hombre y no bebéis su
sangre
no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene
vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita
en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado y yo vivo
por el Padre; del mismo modo,
el
que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo; no
como el de vuestros padres,
que
lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
Comentario
Dentro de la riqueza inmensa de significados
que tiene la fiesta de hoy,
la
liturgia mediante las lecturas y preces, se fija sobre todo en la pre-
sencia
"verdadera" de Cristo en la eucaristía y en la comunión vital con Él
a
la que los creyentes están llamados. En los otros ciclos litúrgicos se
insiste
más en la eucaristía como memorial de la nueva alianza (ciclo B) y
en
los compromisos que implica la comunión de vida con Cristo (ciclo C).
El texto del evangelio, tomado de la parte
final del discurso en la
sinagoga
de Cafarnaún, acentúa el significado eucarístico de toda la
explicación
dada por Jesús al milagro de la multiplicación de los panes.
Jesús se presenta como el verdadero pan
venido del cielo, en contraste
con
el maná que los israelitas habían comido en el desierto. Por eso la
liturgia
explicita el primer término de la comparación con la 1ª. lectura,
sacada
del Deuteronomio. En ella, cuando ya el pueblo se encontraba bien
afincado
en su tierra, el autor sagrado recuerda a sus contemporáneos el
tiempo
del desierto: tiempo de prueba y dificultad, pero también tiempo de
fidelidad
y de dependencia total (incluso para la comida diaria) de quien
había
sacado al pueblo de Egipto. La alternancia prueba-don pone de
manifiesto
la pedagogía divina que quiere conocer las profundidades del
corazón
humano y al mismo tiempo se ofrece como única alternativa a la
tentación
de la tierra.
En el texto del Nuevo Testamento se dejan de
lado muchas conotaciones del
episodio
del maná para seleccionar los dos significados que más interesan:
el
maná era un alimento perecedero (sólo duraba un día) y quienes lo
comieron,
murieron antes de entrar en la tierra prometida.
Por contraste, Jesús se presenta como el pan
vivo y asegura la vida para
siempre
a quienes se nutran de Él.
Lo sorprendente, para quienes escuchaban a
Jesús en sentido negativo, y
positivo
para quien tiene fe, es que la expresión "dar el pan" se transforma
a
lo largo del discurso en "ser el pan". Esto lleva a una
interpretación
sacramental
de todo el pasaje. De modo que ese nuevo pan vivo puede ser
también
comido. El texto original acentúa incluso la materialidad del acto
de
comer. En el se saborea el nuevo manjar que es la carne y la sangre del
Hijo
del Hombre. La "carne y la sangre" significa la totalidad de la
persona
entregada
como alimento. Es esa disponibilidad y entrega la que permite a los
comensales
entrar en esa comunión profunda con Jesús que les asegura la vida
eterna.
La 2ª. lectura subraya ulteriormente esa
dimensión de comunión que se
produce
también con los demás al compartir el mismo pan.
Sacramento y encarnación
"Lo que era visible en nuestro
Salvador, dice S. León Magno, ha pasado a
sus
misterios". Y S. Gregorio: "Lo que era visible en Cristo pasó a los
sacramentos
de la Iglesia".
En la historia de la salvación hay una
progresión según la cual la
presencia
de Dios se hace cada vez más tangible en medio de su pueblo. En esa
línea
el punto culminante es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen
María
por obra del Espíritu Santo. El Verbo se hace carne, se hace "imagen
visible
del Dios invisible" (Col 1,15), "reflejo de su gloria e impronta de
su
ser"(Heb 1,3). La venida de Dios en Jesucristo inaugura la etapa
sacramental
de la historia de la salvación. Podemos decir, en efecto, que
Jesús
es el "sacramento" del Padre. Lo visible es signo de lo invisible, lo
material
se convierte en signo de lo espiritual; se abre así un nuevo camino
de
acceso a Dios a quien "nadie ha visto jamás" (Jn 1,18).
Es fundamental el paso de la encarnación
para la economía sacramental. Si
bien
es cierto que a través de los sacramentos Cristo se hace presente en
virtud
de la fuerza salvadora del misterio pascual, la encarnación se
presenta
como la condición indispensable y el paso previo para llegar a la
donación
sacramental. El paso del signo-cuerpo humano de Jesús al "signo-pan
y
vino", como se presenta en el sacramento, representa una continuidad que,
en
la oscuridad de la fe, explica de algún modo la dinámica de la acción sal-
vadora
de Dios.
Podemos decir incluso que la presencia de
Cristo en los signos
sacramentales
de la Iglesia pone de manifiesto la irremediable limitación y
provisionalidad
de la encarnación, en cuanto el cuerpo de Jesús estaba
sometido
a las mismas coordenadas de tiempo y de lugar que todos los demás.
En
comparación con la amplitud de los tiempos, de las generaciones y
generaciones
a las que está destinada la salvación, el número de los que
pudieron
"ver y tocar" el signo-cuerpo es ciertamente reducido, casi
insignificante.
Por esto, de algún modo, la encarnación reclamaba una forma
de
presencia que rompiera los límites del espacio y del tiempo permaneciendo
inmutable
la estructura sacramental. Es lo que se realiza en todos los sacra-
mentos
y de modo especial en la eucaristía.
La meditación de la encarnación nos ayuda
así a dar el paso de la fe que
requiere
toda sacramentalidad. Así como en el hombre Jesús de Nazaret vemos
la
presencia de Cristo Hijo de Dios, del mismo modo en la humildad del pan,
del
vino, del aceite y de los demás signos hemos de ver su misma presencia
actuante
y salvadora. La fe debe llevarnos a exclamar con el apóstol: "Es el
Señor"
(Jn 21,7).
Señor Jesús, que te has hecho hombre y te
has hecho pan,
queremos, con la fuerza del Espíritu Santo,
saber acogerte en nuestra vida
para que se despliegue toda la vitalidad
que has puesto en el sacramento.
Comiendo tu carne y bebiendo tu sangre
queremos asimilar tu forma de vida
para que la nuestra se vaya transformado
a la luz del evangelio
de manera que, reunidos en la misma mesa,
estemos también unidos en la vida
y caminemos con todos los hombres
hacia el banquete del Reino.
Vivir el sacramento
Participar en la Eucaristía significa en
primer lugar hacer memoria de un
pasado,
el pasado de las maravillas de Dios que culminan en la muerte y
resurrección
de Cristo. Ser conscientes de esa dimensión histórica comporta
una
gran confianza, pues la eficacia del sacramento está garantizada por el
misterio
pascual que ya se ha cumplido y con el que entramos en comunión por
la
acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Nuestra vida cristiana se
presenta
así como una progresiva incorporación al Cristo viviente y operante
a
través de los siglos.
Vivir el sacramento implica el
"comer" y el "beber", es decir, realizar
los
actos concretos que comporta la acción sacramental, la cual necesita de
la
colaboración humana para llegar a su término. Y estos gestos no se cumplen
en
solitario, sino en solidaridad con quienes comparten la misma fe.
La donación de Cristo que se hizo posible
gracias a la encarnación y la
institución
del sacramento, es también el camino indicado para que el signo
se
cumpla en el creyente. Movido por la fuerza del Espíritu, debe encontrar
el
modo concreto de "dejarse comer" en la celebración y en la vida para
poder
hacerse
de Cristo y de todos.
El papel del Espíritu Santo en la
encarnación y en la eucaristía como
creador
de vida y de comunión, debería llevarnos a ponernos a su disposición
para
que realice la transformación que nuestra vida necesita y para que así
el
sacramento produzca su efecto para gloria de Dios Padre.
Viviendo así repetidamente el signo
sacramental, aprenderemos a vivir los
otros
signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu Santo en
nuestra
vida y en nuestra historia. Todos esos signos nos llevarán a su
manera
a la eucaristía, de mismo modo que ésta afinará nuestra percepción y
nos dará nuevas fuerzas para
entrar en ellos y transformar el mundo.
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