11 de junio de 2017 – TO - SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD –
Ciclo A
"Tanto amó Dios al mundo"
Exodo 34,4b-6. 8-9
En aquellos días,
Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había
mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de
piedra.
El Señor bajó en la
nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el
nombre del Señor.
El Señor pasó ante
él proclamando:
-El Señor es un
Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia y lealtad.
Moisés al momento
se inclinó y se echó por tierra.
Y le dijo:
-Si he obtenido tu
favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque este es
un pueblo de cerviz dura; perdona, nuestras culpas y pecados
y tómanos como
heredad tuya.
II Corintios 13,11-13
Hermanos: Alegraos,
trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un
mismo sentir y vivid en paz.
Y el Dios del amor
y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente
con el beso santo.
Os saludan todos
los fieles.
La gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del
Espíritu Santo esté siempre con vosotros.
Juan 3,16-18
En aquel tiempo
dijo Jesús a Nicodemo:
-Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca
ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo se
salve por Él. El que cree en Él, no será condenado; el que
no cree, ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único
de Dios.
Comentario
La Iglesia nos
conduce a lo largo del año litúrgico a acoger el designio
salvífico del Padre, a entrar en comunión con Cristo y a
dejarnos transformar
progresivamente por el Espíritu Santo. Son tres aspectos de
la misma
realidad. En la solemnidad de la Santísima Trinidad somos
invitados a un
esfuerzo de unificación de nuestra vida cristiana penetrando
en la
contemplación de la vida misma de Dios, origen y meta de la
iniciativa de la
salvación, de la redención, de la santificación.
Un primer paso
podemos darlo con la lectura del Exodo. El cap. 34 nos
sitúa en el acontecimiento de la teofanía del Sinaí. A pesar
de la
infidelidad del pueblo de Israel, Dios no renuncia a su
proyecto de salvación
y amor, y se manifiesta nuevamente a Moisés. En esta ocasión
proclama ante
él su nombre propio YHWH (Yahvé), que previamente le había
revelado (Ex 3,13-15).
Pero ahora da un paso más en el camino de la revelación con
un gesto y con
una palabra. El gesto es el de acercarse y quedarse con
Moisés ("El Señor
bajó de la nube y se quedó allí con él" (Ex 34,5). Y la
palabra expresa los
atributos más característicos de su vida íntima: la bondad y
la misericordia,
la clemencia y la lealtad.
Si en el Antiguo
Testamento Dios se revela como un ser personal, con
quien, como hace Moisés, se puede tratar (aun desde el
respeto sumo y la
adoración), en el Nuevo Testamento se manifiesta en la
pluralidad de las
personas, descubriéndonos las relaciones que existen entre
ellas y con
nosotros. A esto apunta el texto trinitario que leemos hoy
en la segunda
lectura. Su parte final, convertida actualmente en saludo
litúrgico, señala
bien ese aspecto tripersonal de la vida de Dios y sus
relaciones con nosotros
a la vez unitarias y diferenciadas "la gracia de
Jesucristo", "el amor de
Dios", "la comunión del Espíritu Santo" (1Co
13,13).
La invitación
sucesiva a penetrar en la vida misma de Dios nos viene del
Evangelio. Para entender plenamente el breve pasaje que
leemos, habría que
tener en cuenta toda la conversación de Jesús con Nicodemo.
Queda, sin
embargo, bien clara la idea de fondo: el amor de Dios, que
constituye lo más
profundo de su ser, se revela definitivamente en la entrega
del Hijo para que
el mundo se salve. El don del Hijo, más que ninguna otra
palabra, pone de
relieve el entendimiento total entre las personas divinas,
su mutua
implicación en el ser y en el actuar y la irrevocabilidad de
la salvación
concedida al hombre de una vez para siempre. Esa posibilidad
de salvación,
ofrecida por el Espíritu Santo a cada hombre en el tiempo,
señala el
compromiso de Dios con este mundo, que es obra suya pero que
está marcado
también por el pecado del hombre.
La Trinidad
Hablar de Dios como
Trinidad de personas en comunión de ser, de vida, de
acción, nos lleva también directamente al corazón del
misterio de Nazaret.
La reflexión de la
Iglesia sobre la Trinidad divina ha seguido, sobre
todo en Occidente, el método llamado psicológico. Se basa en
la observación
de la persona humana en su aspecto más espiritual, para
establecer, por
analogía y a partir de los datos de la revelación, cómo es
Dios. Ese método
tiene como fundamento el hecho de que el hombre ha sido
creado "a imagen de
Dios"; por lo tanto, a partir de la "imagen"
podemos acceder a la realidad.
Fue S. Agustín en el tratado De Trinitate quien elaboró ese
método para
integrar, en una explicación coherente, los datos del
evangelio. Según él,
la actividad humana del conocimiento, que elabora un
concepto y se expresa
en una palabra, es la que mejor idea puede darnos, por
analogía, del origen
del Verbo en Dios. Por otra parte, el acto del amor humano
es lo que más se
asemeja al modo de ser del Espíritu Santo.
Aunque de
atribución dudosa, un texto de S. Gregorio de Nyssa explica de
modo gráfico el modo de proceder del método psicológico:
"Si quieres conocer
a Dios, conócete antes a ti mismo. Por la comprensión de tu
ser, por su
estructura, por lo que hay dentro de ti, podrás conocer a
Dios. Entra en ti
mismo, mira en tu alma como en un espejo, descifra su
estructura y te verás
a ti mismo como imagen y semejanza de Dios".
La gran autoridad
doctrinal de S. Agustín influyó en toda la teología
medieval y escolástica sobre la Trinidad, la cual fue
afinando cada vez más
los conceptos y las palabras para expresar sutilmente ese
gran misterio.
La tradición de las
Iglesias orientales adopta otro punto de vista. Para
ella, el punto de partida es la pluralidad de las personas,
vistas en su
distinción y relaciones mutuas, como las presenta la Biblia.
De ahí se pasa
a la consideración de la unidad divina. Y desde esa posición
se critica a la
teología latina de pretender racionalizar demasiado el
misterio.
Existen, sin
embargo, posibilidades reales de diálogo y entendimiento
entre las dos formas de ver el mismo misterio. A título de
ejemplo recogemos
unas palabras de S. Gregorio Nazianceno que resta
importancia a la diversidad
de puntos de vista: "Apenas empiezo a pensar en la
Unidad, la Trinidad me
ilumina con esplendor. Apenas empiezo a pensar en la
Trinidad, la Unidad se
apodera de mi".
Al método
psicológico se le han hecho muchas críticas, sobre todo en
tiempos recientes; pero lo cierto es que no se han elaborado
suficientemente
otros, como pudiera ser uno de corte sociológico que tomara
en consideración
más que la estructura y funciones del individuo, las
relaciones de las
personas entre sí, teniendo siempre presente la incapacidad
del lenguaje
humano para hablar del misterio.
En esta última vía,
sin duda el núcleo familiar ofrecería las mejores
posibilidades de reflejar de algún modo lo más profundo de
la vida divina.
Es de suponer que una teología de ese estilo pudiera también
iluminar mejor
la relación existente entre la Sagrada Familia y el misterio
de la Trinidad.
Dios Padre bueno, que has roto el silencio
que separaba al hombre de ti
y le has tendido tus manos con misericordia;
Dios que en Jesús te has hecho hombre,
hijo y compañero de camino
hasta dar la vida por nosotros;
Dios Espíritu Santo, que haces presente la
fuerza salvadora
del misterio de Cristo en todos los tiempos,
en todos los lugares y situaciones,
reúne a todos los pueblos en una sola
familia
que invoque a Dios como Padre,
por medio de Jesús, el Señor,
y construya en este mundo una casa
habitable,
a imagen de la del cielo.
Vida
La Palabra de Dios en la solemnidad de la
Santísima Trinidad nos invita
más que a un esfuerzo intelectual para penetrar el
significado del dogma, a
entrar en comunión con el misterio. Misterio que se desvela
y se realiza en
la historia y es la fuente de nuestra salvación.
La experiencia
cristiana auténtica, cuando va madurando, se hace cada vez
más trinitaria. Por eso hemos de preguntarnos cómo va
creciendo en nuestra
vida la relación personal con Dios que se nos ha comunicado
en Jesús y se nos
hace presente por medio del Espíritu Santo. Veamos ante todo
si se trata de
una relación entre personas, donde a pesar de la distancia
infinita hay dos
sujetos activos, Dios y yo, dos conciencias despiertas, dos
presencias
recíprocas, dos vidas que se entrecruzan, se condicionan, se
comparten, se
aman...
Tendríamos que dar
luego un nuevo paso para ver como va madurando nuestra
experiencia de relación con un Dios que es pluripersonal.
Será bueno
comprobar si nuestro acceso a Dios en la oración va siendo
efectivamente cada
vez más, como la Iglesia nos educa en la liturgia, por medio
de Jesucristo,
en el Espíritu Santo. Constatemos también si nuestra
conciencia de ser
habitados por la Trinidad se va haciendo cada vez más clara
hasta establecer
una reciprocidad y habitar nosotros mismos la Trinidad como
nuestra casa.
La relación con la
Trinidad, cuando es verdadera, devuelve al cristiano
su auténtica imagen de persona. A fuerza de mirarse en la
Trinidad, se
comprende cada vez mejor a sí mismo en sus dimensiones más
profundas. Puede
comprobar así cómo la medida de su madurez coincide con la
de su amor a los
otros y con la generosidad del don que hace de su propia
vida.
Se cumple de este
modo el ciclo de toda vida cristiana que consiste en
acoger el amor como don de Dios y entregarlo nuevamente a
los demás para que
crezca y se multiplique, siendo así "alabanza de la
gloria de su gracia" (Ef
1,3-6).
TEODORO
BERZAL.hsf
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